LA GUERRA OLVIDADA DE PUERTO RICO José Cervera Pery Coronel Auditor. Jefe de! Servicio Histórico del Instituto de Historia y Cultura Naval Cuando se programó el presente ciclo de conferencias y se estudiaron los temas a tratar, vista la calidad y solvencia de los previstos conferenciantes y su distribución equitativa Instituto de Historia y Cultural Naval/Centros de Estudios Históricos del CSIC, sentimos la especial satisfacción de comprobar cómo a través de un amplio espectro, de una dilatada panorámica, quedaban encuadrados los aspectos sustanciales del desarrollo y las consecuencias de la guerra hispano-americana del 98, ya que sus antecedentes habían sido analiza dos en las jornadas correspondientes al mes de abril. Quedaba, como aislada, y huérfana de tratamiento, la pequeña y olvidada guerra de Puerto Rico, en la que no estuvo tampoco ausente la participación naval, así como las mínimas escaramuzas de los barcos del Apostadero de La Habana, con sus más poderosos antagonistas, que si no habían centrado una atención tan crispada como los combates navales de Cavite y Santiago, sí merecían el sencillo homenaje del recuerdo. Tomé por tanto para mí la responsabilidad de revivirlos, con absoluta fide lidad temática, evitando las peligrosas, aunque para mí, por cuanto aquí se ha dicho, sugestivas tentaciones, de derivar hacia otros puntos de opinión en los que todavía hay mucho que decir. Ha escrito Tuñón de Lara, que en 1898 la guerra estaba perdida para la monarquía española y virtualmente por los cubanos. En Washington se estimó que había llegado el momento de ganarla para los Estados Unidos. En esta sencilla filosofía descansa todo el entramado de un conflicto, en el que el nuevo y poderoso coloso del norte se llevaría la parte del león. La historia es harto conocida para repetirla. El crucero norteamericano Maine explotó en el puerto de La Habana el 15 de febrero causando innume rables víctimas. Los Estados Unidos acusaron a España. La guerra estaba en marcha. Años después pudo comprobarse que la explosión había tenido origen en el interior del navio, y hoy día a nadie se le ocurre discutir el caso, pero en 1898 el agresor había encontrado o buscado su pretexto. El trust norteamerica no de prensa Hearts desató una campaña en pro de la guerra. McKinley en su mensaje al Congreso el 11 de abril decía "la situación de Cuba es una amena za constante para nuestra paz... perjudica nuestro comercio, a nuestros nego cios (había puesto el dedo en la llaga) a nuestro pueblo..." Woodford fue toda143 vía más terminante. El 18 de marzo decía en el Congreso: "No creo que la autonomía proporcione la paz a Cuba, ni creo que los insurgentes puedan ase gurarla. Sólo hay un poder y una bandera que puedan asegurar la paz y compe ler a la paz. Los Estados Unidos son ese poder y la bandera norteamericana es esa bandera." Suponemos que desde su tumba, los huesos de James Monroe, se habrían estremecido de satisfacción. Pero ¿Y Puerto Rico? En Puerto Rico no había guerra, mambises o recon centrados. No había tampoco movimientos seccionistas o emancipadores, por que la culta élite de los Betance, los Hostos y los Senna, médicos e intelectua les, y más proamericanos que independentistas, pesaban muy poco en el sentir popular. En Puerto Rico, la careta de las falsas promesas de proteccionismo y bienestar no era necesaria. Allí se actúa a las claras. La posesión geoestratégica de la hermosa isla no es un bocado a compartir. Desde allí se controla a los ingleses de Trinidad y Jamaica; a los franceses de Martinica y Guadalupe; a los holandeses de la Guayana y Curacao. ¿A qué pedir más? La mesa estaba servida. El españolismo de Puerto Rico es una constante continuada a través de la historia. Con la guerra de Sucesión y la implantación de la monarquía borbóni ca española se suceden los ataques por parte de extranjeros. Los ingleses situa dos en San Thomas arribaron las playas de Arecibo y Loiza siendo en ambas ocasiones rechazados por los portorriqueños quienes además los arrojaron de la cercana isla de Vieiques que tenían ocupada. Los holandeses atacaron por el puerto de Guayanilla que creían más desguarnecido pero también fueron rechazados. Estos ataques determinaron una serie de expediciones de castigo por parte española contra las islas próximas a Puerto Rico y ocupadas por extranjeros. En estas operaciones se distinguió el mulato portorriqueño Miguel Hernández —buen nombre de poeta—, hombre de humilde origen que logró alcanzar el título de capitán de guerra y mar y ser condecorado por Felipe V. Por su situación Puerto Rico era presa fácil y codiciada por los foráneos por lo que precisaba de unos medios defensivos —fortificaciones y hombres— que hasta entonces no había dispuesto, salvándose de caer en manos extrañas, gra cias al denuedo, entusiasmo y patriotismo de sus moradores. Así lo reconoce el mariscal Conde de O'Reilly, artífice de la reorganización militar y del estable cimiento de un ejército regular que más tarde sería, frente a la invasión nortea mericana, un vigoroso elemento de resistencia. La invasión de nuestra península por los ejércitos de Napoleón y los movi mientos emancipadores de América se dejaron sentir en la vida económica y política de Puerto Rico, pero no erosionaron su acendrado españolismo. Se decretó la expulsión de los franceses radicados en la isla y para evitar cual quier peligro emancipador se otorgó a los gobernadores facilidades omnímo das. Las Cortes de Cádiz concedieron a Puerto Rico su representación y Ramón Power, marino y primer diputado portorriqueño en dichas Cortes desempeñaría una gran labor, recogida por Rey Joly en su importante libro El ejército y la Marina en las Cortes de Cádiz. 144 Apenas concedida la autonomía a Puerto Rico en 1898 se vio truncada a causa de la guerra entre España y los Estados Unidos que propiciará al término de la misma la apropiación de la hermosa y antigua Boringuen por los nuevos dominadores que la convertirán en colonia, con un gobierno militar, hasta 1900 en que por la llamada ley Foraker se implantó un gobierno civil. Posteriormente diversas y sucesivas leyes han otorgado a sus naturales una mayor consideración y autonomía, en su ciudadanía de 2.a clase, pero no han conseguido eliminar el recio españolismo de sus habitantes que siguen emplean do el español como lengua vernácula, editando periódicos en dicha lengua, y hasta el extremo de que todavía en el ayuntamiento de San Juan preside una sala capitular un gran lienzo de Isabel II. Para España, Puerto Rico constituyó un bastión y un lugar estratégico, pero también un fervor de hispanidad en el Caribe. Para los Estados Unidos es igualmente una posición estratégica de pri mera línea; por ello la colaron de matute en el Tratado de París sin otra justifi cación que la de su ambicioso expansionismo. Cuba y posiblemente Filipinas se habían perdido a consecuencia de unas guerras de españoles metropolitanos contra españoles coloniales, pero en Puerto Rico, sin movimientos emancipa dores y sin afinidades hacia el tío Sam, jugaron los factores del aprovecha miento y de la insidia. Solamente dos meses y un día —lo que dirían los penalistas un arresto mayor, aunque se trate en realidad de una condena a muerte— separan los desastres navales de Cavite y Cuba en la irrefrenable cuesta abajo de los últi mos vestigios de la presencia española en Ultramar. Entre medio discurre la olvidada y casi desconocida guerra de Puerto Rico, que tan poca atención ha merecido por parte de los historiadores. En tan corto intervalo ni España pudo reaccionar (las noticias llegaban siempre tarde) ni la Marina pudo hacer otra cosa que cumplir con dignidad y entereza el triste deber de su destino. No cabían otras opciones. No voy a plantear en absoluto toda la amarga filosofía, por otra parte sobradamente conocida, de la guerra y sus condicionantes. Tampoco caeré en el masoquismo descriptivo de las valoraciones y disquisiciones sobre la estra tegia o la táctica bien o mal aplicada; no voy a desplegar mapas, planos u órde nes de operaciones, actas de Juntas de Mandos o un pedante revisionismo de las características técnicas e incluso políticas de la desigual confrontación. Ya se ha dicho no poco de ello en este ciclo de conferencias. La acusada cargazón emocional que en todo orden de cosas siguió al desastre; la sacudida que desde sus más íntimas raíces conmovió al "ser" hispánico; la cantidad de tinta vertida y que aún se sigue vertiendo en torno al análisis de la génesis, desarrollo o consecuencias del 98 —aunque el heroísmo naval del sacrificio se contemple desde un segundo plano— me libera de todo protagonismo relator. No preten do en modo alguno hacer literatura; sí me preocupa, y mucho, escudriñar en los arcanos de la Historia y asimilar sus enseñanzas. Ha escrito Fernández Almagro, que haría falta ser un Shakespeare para dis currir una situación más dramática que esa en la que se encontraba Cervera. 145 También un testigo de excepción, el contralmirante Evans que como coman dante del Iowa tomó parte destacada en el combate, escribía sobre el mismo: "De los varios planes de escape que se le presentaban al almirante, indudable mente se escogió el que más posibilidades tenía de éxito, pero el que más ries go personal le suponía... Fue obligado por órdenes imperativas a dejar el puer to y teniendo presente las circunstancias todas, adoptó el camino que mayores posibilidades ofrecía". "Su plan fue admirablemente ejecutado —sigue dicien do Evans, no yo— y el intento para llevarlo a feliz término fue uno de los más bizarros registrados en la Historia. Puede asegurarse con fundamento que si el almirante Cervera, uno de los hombres de más valer en su profesión, hubiese sido dejado a sus propias decisiones, la nota española a su mando no hubiese intentado escapar en condiciones tan desfavorables como la del 3 de julio." Pero dejemos que sea también un norteamericano, el tan traído y llevado Mahan, el que cierre con un comentario lleno de sincera honestidad, el reflejo de una evidencia que pocos quisieron ver: "Si España —escribía— estuviese tan bien servida por sus hombres de Estado y por sus empleados públicos como lo ha sido por sus marinos, todavía podía ser una gran nación." Evidentemente poco habría que añadir tras la destrucción de la Escuadra de Cervera, que es como decir la consumación del desastre antillano, pues ni las escaramuzas anteriores de la Escuadra de las Antillas encomendadas al Contralmirante don Vicente Manterola, comandante general del Apostadero de La Habana o de las últimas pequeñas operaciones de los barcos basados en Puerto Rico —dependientes del comandante principal de Marina don Eugenio Vallarino— tienen una mayor significación en el desarrollo de los aconteci mientos, como no sea el valor y la disciplina de que hacen gala las escasas fuerzas participantes. No una, sino repetidas veces, con la autoridad que otorga el conocimiento de la situación y la auténtica valoración de los recursos de que se disponen el almirante Cervera, refiriéndose a la inevitable guerra naval con los Estados Unidos, la había profetizado como un nuevo Trafalgar. No se tuvieron en cuenta sus previsiones y sus recomendaciones y el sacrificio de hombres y barcos resultó tan estéril como heroico. La sobriedad del lenguaje castrense en el parte que rinde Cervera, evita la tentación de cualquier comen tario intercalado. Si la inferioridad naval era un hecho evidente, y si lo era para el Gobierno, ¿por que se escogió el mar como teatro principal de la contienda? Los americanos al redactar sus informes lo hicieron con tal alegre desenfado, propio de una victoria que había surgido casi de un ejercicio de adiestramiento. Los españoles con el hondo pesar de haber perdido algo más que una batalla; de una derrota que no se merecían ni habían buscado. Ni los barcos destacados en el Apostadero de La Habana, ni los de base en la isla de Puerto Rico agrupados bajo el pretencioso nombre de Escuadra de las Antillas van a jugar un papel de importancia en el desarrollo de las opera ciones navales del 98. Fuerzas insuficientes y en gran parte inadecuadas para el penoso ejercicio de vigilancia de los tres mil kilómetros de costas inhóspitas y difíciles de la 146 isla de Cuba, afectada de continuo por las incursiones contrabandistas, su misión no puede ser otra que las de librar escaramuzas confiadas a los pocos barcos en disposición de navegar, manteniéndose en lo posible fuera del alcan ce de los fuegos de artillería de grueso y mediano calibre de la poderosa escua dra bloqueadora, cuando ésta hizo su aparición frente a las costas cubanas o portorriqueñas. Múltiples actos de bizarría, muchos de ellos lindantes con el heroísmo, se contabilizarán en sus acciones tantas veces inadvertidas o infra valoradas. Justo será dar constancia de ello. En lo que a sus efectivos navales se refiere, la Comandancia Principal de Marina de Puerto Rico, dependiente orgánicamente del Apostadero de La Habana, tenía asignados para la defensa de aquellas costas, el crucero no pro tegido de segunda clase "Isabel II" construido en el Ferrol en 1876 de 1.152 toneladas y una velocidad de ocho millas. Componían su artillería cuatro caño nes de 12 cm., seis piezas de tiro rápido, una ametralladora y dos tubos lanza torpedos. Su comandante era el capitán de fragata José Boado. El "General Concha", calificado como crucero de tercera clase no protegido era en realidad un modesto cañonero de 584 toneladas construido en Ferrol en 1883 con 9 millas de andar y un armamento de 3 cañones de 12 cm., dos cañones de 37 rara, y una ametralladora. Lo mandaba el teniente de navio de 1 .a Rafael María Navarro. El "Ponce de León", cañonero de 2.a clase de 200 toneladas construi do en Inglaterra en 1895, armado con dos cañones de tiro rápido y dos más pequeños y que daba una velocidad de 11 millas. El mando de dicho buque estaba a cargo del teniente de navio de 1." Rafael Cristelly. Y por último el "Criollo", cañonero de 3.a clase perteneciente a la Comisión Hidrográfica, construido en 1896 —el más reciente de todos— de 200 toneladas, una veloci dad de seis millas y un armamento de dos cañones de tiro rápido y una ametra lladora. Esta agrupación de fuerzas se había visto incrementada accidentalmente por la presencia del terror, destructor torpedero del proyecto Villamil, al mando del teniente de navio Francisco de la Rocha, que perteneciente a la escuadra de Operaciones había quedado en Martinica averiado y después de reparar llegó a Puerto Rico el 17 de mayo. Construido en Inglaterra en 1896 en casco de acero, disponía de hélices gemelas, 370 toneladas de desplazamiento y una alta velocidad de hasta 28 nudos. Tenía dos cañones de tiro rápido de 7,5 cm. (que no los montaba por haberlos quitado durante la travesía para montar los en el "Oquendo"), dos de una libra, varias ametralladoras y dos tubos lan zatorpedos Whitehead de 14 cm. Contaba con una dotación de 67 hombres y en aquellos tiempos era un valioso elemento de guerra moderno y eficiente y el buque español más temido por las fuerzas bloqueadores de San Juan. Como veremos fue el buque que intervino en la acción naval más notable en aquellas aguas. El trasatlántico "Alfonso XIII" construido en 1888 con 4.381 toneladas y una velocidad de 16 millas que no pudiendo seguir para Cuba, quedó en San Juan procedente de Cádiz, fue convertido en crucero auxiliar montándosele 147 cuatro cañones Hontoria de 12 cm., dos de 9 cm., dos de 75 mm. y dos ametra lladoras. Su comandante era el capitán de fragata José Pidal y su tripulación enteramente de marinos de guerra. Si hemos presentado los protagonistas de la función, veamos ahora su escenario al producirse el conflicto hispano-norteamericano. Puerto Rico, la más pequeña de las grandes Antillas tiene una superficie cuadrada de 3.606 millas cuadradas y dista 1.400 millas de Nueva York, 1.000 de La Habana y un poco menos del Canal de Panamá. Su población en 1898 era aproximadamente de 953.000 habitantes. Su capital San Juan tenía 32.048 habitantes; Ponce 27.952 y Mayaguez 15.187. En aquel año sus puertos principales, además del de San Juan era Mayaguez, Ponce, Arecibo, Aguadilla, Arroyo, Guanica, Fajardo y Huamaco. Una carretera de primer orden que hoy en día sigue sien do la principal vía de comunicación, unía ya en aquel entonces Ponce con San Juan, atravesando toda la isla de sur a norte, por el llamado Camino Militar. Otras vías comunicaban Mayaguez y Ponce con los pueblos vecinos y un ferrocarril de circunvalación funcionaba en 1898 desde San Juan hasta Isabela y desde Aguadilla hasta Mayaguez; y aunque con algunas interrupciones pasando por Yauco llegaba a Ponce. Gobernaba la isla con el doble carácter de capitán general y gobernador civil el teniente general don Manuel Macías Casado, afable y culto que en la guerra demostró ser más político que estrate ga. Su segundo y gobernador de la plaza de San Juan el general de división don Ricardo Ortega Diez si era un auténtico soldado valiente hasta la temeri dad y de carácter franco y generoso aunque impulsivo. San Juan la única plaza fuerte al estallar la guerra tenía artilladas varias baterías con 43 piezas de cali bre medio, todas de hierro y ninguna de calibre rápido. Su mantenimiento y adiestramiento no era de los que pueden servir de modelo. Nunca hubo tiro formal de escuela práctica por temor a gastos, no había tablas de tiro y a raíz de la guerra fue necesario calcularlas. No había un solo telémetro y fue preciso usar algún teodolito. Los obuses de 24 cm., las únicas piezas de regular calibre que se poseían no tenían pólvora reglamentaria y al usar la de los cañones de 15 cm., el tiro resultaba irregular y corto. Las espoletas y estopines estaban en mal estado y al pedirlos por cable, ya rotas las hostilidades contestaron del Ministerio de la Guerra. "Remitan fondos". Cuesta trabajo creerlo pero ahí están los documentos que lo atestiguan. Y en esas condiciones de penuria y abandono Puerto Rico hubo que hacer frente al bombardeo de la Escuadra de Sampson el 12 de mayo de 1898. Pero vayamos por partes. Desde que el 29 de abril saliera de Cabo verde la escuadra de Cervera, sufrió el puerto de San Juan las molestias de un bloqueo aunque con frecuentes intermitencias. Vapores de gran marcha y tonelaje algunos provistos de tres chimeneas rondaban el litoral reconociendo puertos y ensenadas. Eran estos buques el "Yale" del CN Wise, el San Luis, CF Goodrich, y el Saint Paúl, CR Sigsbee, que había sido el comandante del Maine cuando ocurrió la explosión de La Habana. Eran estos buques cruceros auxiliares, empleados como escu chas y armados con numerosa artillería de tiro rápido. Pero el grueso de la 148 flota de Sampson se presentó ante San Juan el 12 de mayo. El teniente de arti llería del ejército español, pero portorriqueño de origen Ángel Rivero, protago nista directo, nos da una versión del bombardeo, que aun con el lenguaje retó rico de la época no me resisto a transcribir. ¡Qué hermoso amanecer para un soldado —dice— el amanecer del 12 de mayo de 1898. San Cristóbal y el Morro aparecían coronados por nubes de humo rojizo producidas por la pólvo ra quemada de sus cañones. Cada vez que mis baterias lanzaban una descarga temblaban en sus cimientos las casas de San Juan y muchas vidrieras saltaron a pedazos. A lo lejos San Antonio, Santa Teresa, Santa Elena, San Fernando, San Agustín y Princesa (se está refiriendo a las baterías) se batían con denue do, aunque demostrando los artilleros su falta de experiencia por no haber teni do nunca prácticas de tiro. Enfrente la escuadra maniobraba con lentitud sin dejar de hacer fuego. Cada buque navegaba paralelamente a la costa con una velocidad aproximada de cinco millas; hacia fuego por andanadas con sus baterías de estribor; cuan do rebasaba San Cristóbal viraba hacia el norte, primero y al oeste después, continuando el cañonero con sus piezas de babor hasta llegar frente a la isla de Cabras donde nuevamente ponía proa al sur y luego al este, repitiendo su pri mer circuito. Desde las baterías se divisaban dos líneas de buques; una mar chando hacia el este y otra hacia el oeste, formando entre las dos una amplia elipse. Aquella escuadra era por entonces la más moderna y potente que bom bardeara una plaza fuerte. El Indiana con sus piezas de 13 pulgadas (las de mayor calibre conocidas entonces) disparaba granadas de gran peso algunas de las cuales cayeron más allá de la bahía alcanzando fincas del interior. El "Iowa", el "New York" y el "Anfitrite" maniobraban disparando con exactitud matemática; el "Terror" —americano del mismo nombre que el español— el "Montgomery", y el "Detroit" hacían lo mismo, este último buque aguantando sobre boca del puerto. Se generalizó el combate por mar y tierra; el "Indiana", el "New York", los dos monitores y demás buques lanzaban andanadas tratan do de demoler el Morro, pero la eficacia de fuego española de las baterías fue mejor y más efectiva de la que podía esperarse. Las bajas norteamericanas fue ron un muerto y cuatro heridos a bordo del "New York" y tres heridos en la "Iowa". Las españolas lógicamente fueron más numerosas, pero el espíritu se mantuvo firme y la moral elevada. El general en jefe lo hacía constar en el gaceta oficial de Puerto Rico al dar cuenta del bombardeo. "Es la primera vez —escribía— que en lucha tan desigual se ve obligada a confesar su impotencia retirándose acompañada por los proyectiles de las baterías de tierra, una escua dra numerosa y dotada de todos los elementos poderosos de las marinas modernas y el honor de haber alcanzado el éxito será seguramente el mejor galardón para los defensores de Puerto Rico". En la guerra olvidada y lejana de aquella isla, el bombardeo de San Juan habría de ser sin duda la operación de resistencia más importante de la campaña. Las razones en que apoya el almirante Sampson el ataque a San Juan, y que explicó en su informe al Secretario de Marina, resultan inadmisibles den149 tro de un análisis crítico. Estando en la mar, a la vista de Martinica en aquellos momentos la escuadra de Cervera (aunque Sampson no lo sabía pero debía presumirlo por los continuos informes que recibiera del secretario Long) aquel y no otro, debió ser el único objetivo de la flota americana. Pero atacar por sorpresa, sin aviso previo gastando buena parte de sus repuestos de municio nes, sufriendo las naturales averías del propio fuego y las probables que podía hacerles el enemigo y todo para obligar a las baterías de costa a que desarrolla sen sus fuegos, es argumento de valor negativo. Sampson en realidad está bus cando a Cervera y este se le escabulle; cree que pueda encontrarse en Puerto Rico y al no hallarlo bombardea la ciudad; pero Sampson que no es ningún indocumentado, preferirá tener a Cervera en la ratonera de Santiago de Cuba a tropezárselo en la mar, donde tal vez la suerte del combate hubiese sido otra. Se inicia por tanto con este bombardeo de San Juan la guerra hispanonorteamericana en el escenario portorriqueño y cuya cronología puede ser resumida en pocas líneas. El general Nelson A. Miles, desembarca en Guanica, toma Ponce y Yauco para que otra expedición al mando del general Wilson capture Coamo y llegue al Asómate. Más generales norteamericanos en liza. Brooke, Scwan, Henry... Combates de Hormigueros y Mayaguez. Toma de Arroyo y Guayama. Final de la guerra. Protocolo, armisticio, conversaciones... y lo pre visto, el 18 de octubre de 1898, consulado todo, las fuerzas militares de los Estados Unidos ocupan oficialmente la capital y la nueva bandera del águila y las estrellas, sustituye al viejo pabellón rojigualdo. De aquí al Tratado de París el camino está libre de obstáculos. Pero no puedo ni debo, cerrar esta página casi inadvertida y casi ignorada de la olvidada guerra de Puerto Rico, sin una referencia directa a la acción naval más notable de aquellas aguas realizada por el "Terror", que como se ha dicho había llegado a Puerto Rico burlando el bloqueo norteamericano. Se hizo a la mar el 22 de junio por haber señalado el vigía del puerto la presencia de un buque sospechoso que resultó ser el crucero auxiliar de 11.000 toneladas Saint Paúl, armado de treinta y dos cañones de cinco y seis pulgadas de tiro rápido lo que no fue obstáculo para que el destructor español marchara contra él bajo una verdadera lluvia de proyectiles hasta aproximarse a cuatro mil metros, máximo alcance de sus modestos cañones. Al llegar a esa distancia el teniente de navio Rocha ordenó romper el fuego con los dos únicos cañones de 57 mm. que poseía e hizo un disparo con tanto acierto que alcanzó de lleno al crucero. El combate fue vivísimo pues el "Saint Paúl" atacó también causando bajas y graves daños al destructor que no cabe duda realizó un notable hecho de armas combatiendo en desigual duelo de artillería con un enemigo muy superior. Este combate fue presenciado por numerosos testigos desde la costa expectadores de excepción, que según informaciones comprobadas aplaudían desde las murallas locamente, cada vez que el Isabel II que también y muy cer cano a tierra participó en la operación, disparaba unas veces por babor y otras por estribor sobre el crucero enemigo. Las bajas en el "Terror" fueron las de José Aguilar maquinista de primera clase, muerto, José Rodríguez maquinista 150 y fogonero Rogelio Pita, herido graves, y también muerto el marinero Eusebio Orduña, que con la pierna destrozada y bañado en sangre, mientras lo desem barcaban en brazos portaba entre sus manos el fusil dando gritos de viva España. Como en Cuba y Filipinas, el honor de la Marina quedaba a salvo en Puerto Rico. Poco más podía nacerse, teniendo en cuenta sobre todo, que tam bién la hermosa isla del antiguo Borinquen tenía su triste destino marcado de antemano. Creemos —para terminar— que las causas de la derrota española en el 98 son más complejas de las que generalmente se aducen, y que es necesario una revisión histórica, seria y rigorista de actitudes y consecuencias, y posiblemen te el estado de la cuestión pueda resumirse de la siguiente forma. El gobierno prefirió librar una guerra que sabía perdida de antemano a afrontar una crisis global del régimen, y buscó un chivo expiatorio en la figura del almirante de la Escuadra de Operaciones que sabía perfectamente donde estaba el auténtico fondo de la cuestión. El gobierno creyó que ni el pueblo ni las fuerzas armadas aceptarían una retirada sin lucha ante las ingerencias de los Estados Unidos en la cuestión cubana. Los militares expresaron claramente esta opinión, pero la pública fue suplantada por una prensa irresponsable y mal informada. Todo ello convenció al Gobierno de que la guerra era un mal menor decidiéndose a hacerla en el mar como si se deseara que la derrota se consumara lo antes posi ble para terminar con la pesadilla. Pero el despertar sería también el propio de una mala noche sobre cuyas sombras se habían diluido los últimos vestigios del imperio español, Filipinas, Cuba y Puerto Rico en su mínima guerra olvi dada. En los momentos en que otras grandes potencias —las de verdad y las de ahora— dominaban ya el mundo entero después de una vertiginosa carrera colonial, España desaparecía de escena como potencia ultramarina, zaherida y humillada en el Tratado de París. La nostalgia de ese pasado la haría desviar con frecuencia de la ruta de la regeneración, porque el desastre del 98 gravitó en muchas conciencias con todo su peso específico. La reacción en el Parlamento, la calle y la prensa fue desproporcionada y desajustada, cuando no rayana en los términos de la injusticia, y el debate sobre la Marina y su papel ultramarino adquirió dramáticos y exaltados tonos. Pero de todo eso ya os hablará dentro de unos momentos el almirante Bordejé con mucha más autori dad y brillantez que yo... El 10 de diciembre de 1898 a las diez de la noche se firmó en París el Tratado de Paz que puso fin a la guerra hispanonorteamericana. El mismo día "El Liberal", uno de los periódicos más importantes de Madrid, al dar cuenta de tan notable suceso, publicó lo que sigue: "Hoy se cerrará para siempre la leyenda de oro, abierta por Cristóbal Colón en 1492 y por Fernando de Magallanes en 1522. Al cabo de cuatrocien tos años volvemos de las Indias Occidentales por nosotros descubiertas y por el extremo Oriente por nosotros civilizados, como inquilinos a quienes se deshaucia; como pródigos a quienes se incapacita; como intrusos a quienes se les echa; como perturbadores a quienes se recluye. 151 Día de expiación este 10 de diciembre de 1898 pero lo será también de suprema y última despedida a nuestra personalidad, a nuestra independencia y a nuestras esperanzas si no lo tomamos como punto de partida para emprender vías nuevas, para enterrar definitivamente los vicios pasados y los sistemas caducos." Cien años más tarde, cerradas las viejas heridas España se acerca de nuevo a América en la inminente conmemoración del V Centenario de su Descubrimiento. La leyenda de oro iniciada por Colón y sus compañeros, no se ha clausurado. El libro que la sustenta permanece abierto y otros hombres escriben en sus páginas. Todavía puede palparse ese indecible hálito entre pueblos y hombres que confiesan su estirpe entre los que viven a orillas del canal que une los mares surcados por Colón con las inmensidades del Pacífico avistadas por Balboa desde las montañas de Darien. Por los que alientan en México y Perú descubiertos y conquistados por Cortés, Pizarro, Valdivia y Almagro. Por los que navegan por el portentoso Amazonas donde reflejan sus cuer pos al bajar los Andes, Orellana y sus guerreros. Por los que avaloran las orillas del Plata donde plantaron sus tiendas des pués de incomparables hazañas los arcabuceros de Juan de Solis y Diego García, y también por los que pueblan los remotos confines del mundo ameri cano donde aún perdura el recuerdo de aquéllas naves conducidas por Fernando Magallanes que a través de inexplorados estrechos llevaron hasta Oriente y allí plantaron los estandartes de España trazando con sus quillas en todos los mares del Globo el primer derrotero que lo circundara. Continuadores de aquella leyenda inmortal son testimonio, veinte pueblos soberanos en los que España insufló el aliento de su grandeza y el peso de su servidumbre. Por ello cuando el "Alfonso XIII", primer barco español que vol vió al Puerto Rico perdido pero no olvidado, con su pabellón de guerra como símbolo de paz, las luminarias del ultramar español tanto tiempo vigentes de uno a otro hemisferio, parecieron brillar de nuevo en la acogida y recibimien to, como una nueva esperanza renacida. 152