DEL LIBRO: MENTALIDADES ARGENTINAS 1860-1930 de A.J. Pérez Amuchástegui. 2. El entendimiento de la función pública Este grupo que se considera a sí mismo protector, guía y ejemplo cívico de los demás compatriotas, ejercita, como hemos dicho, las funciones administrativas del Estado. Y en tanto las ejercita con carácter exclusivo y excluyente, la Administración Pública pasa a ser algo de su absoluto dominio. Y es fácil observar una especie de espontánea transferencia de la situación mental de la oligarquía paternalista al plano administrativo, que por extensión, y aún por hábito, trasciende a la esfera del Estado. También Ortega y Gasset señaló este fenómeno, quizás exclusivo de la Argentina: “Encontré (…) un estado rígido, ceñudo, con grave empaque, separado por completo de la espontaneidad social, vuelto frente a ella, con rebosante autoridad sobre individuos y grupos particulares”. “El anormal adelanto del Estado argentina –agrega poco despuésrevela la magnífica idea que el pueblo argentino tiene de sí mismo.” Lo que el fino observador anota no correspondía, como era su creencia, al pueblo argentino, sino al grupo que él trató, que pertenecía a la oligarquía paternalista. Ese grupo dueño de la Administración, que es la exterioridad del Estado, transfirió a ese Estado su propia imagen externamente rígida, ceñuda, de grave empaque, separada por completo de la espontaneidad social, vuelta frente a ella, con rebosante autoridad sobre individuos y grupos particulares. (…) La farolería intrínseca de la élite dio también al Estado cuya Administración manejaba un aspecto farolero. Y esa farolería consubstancial ha quedado, no más, grabada a fuego en el ser estatal argentina. La persistencia de la acción de esa oligarquía paternalista sobre la administración del Estado, terminó por infundir a éste lo más intenso de su mentalidad, vale decir su falta de autenticidad. “El pueblo argentino – sigue diciendo Ortega y Gasset- no se contenta con ser una nación entre otras: quiere un destino peraltado, exige de sí mismo un futuro soberbio, no le sabría una historia sin triunfo y está resuelto a mandar. Lo logrará o no, pero es sobre manera interesante asistir al disparo sobre el tiempo histórico de un pueblo con vocación imperial. (…) En una situación tremenda, al borde la quiebra, la élite machacaba y se autoconvencía de que el país era lo que quería ser, pleno de fe en un porvenir jocundo. Aún en 1890, para ser precisos el 22 de marzo, se creaba una Comisión de la Banca y el Comercio para estudiar las causas de esa crisis que había transformado súbitamente en pordioseros a los millonarios, en desocupado al obrero laborioso, y quizá en delincuente al pobre. Y el dramático informe de esta Comisión resulta hasta gracioso: “El país –dice- se encuentra en una situación económica penosa debido evidentemente a una epidemia moral que llamaremos fiebre de progreso”. Todo, pues, hasta el desastre mismo, es obra de la exigencia de un futuro magnífico; la Argentina tiene que presentarse, no más, como la elegida por el Destino para ser monitora del mundo, a pesar de sus fracasos, de su cruda realidad, de las penosas circunstancias que la rodean. La función política, en tanto debe asegurar ese destino, se esforzará por insuflar la fe en el progreso. (…) Esa fiebre de progreso, característica también del Estado farolero, es la que promueve la exigencia de un destino peraltado, de un futuro soberbio, de una historia triunfal, de una vocación imperial, como observa certeramente Ortega y Gasset. Pero lo curioso es que semejante futuro que ya el estado quiere vivir como presente, no está asentado sobre las posibilidades que abren el patrimonio geográfico y el potencial económico autóctono, sino, simplemente, sobre la mera imitación de lo europeo. (…) El progreso viene de Europa, y para alcanzarlo es preciso europeizar el país. El entendimiento de la función política se resuelve, al fin, en la acción europeizante para alcanzar el progreso técnico. Es tanta y tan honda la convicción de que todo nuestro ser depende de lo europeo, que el juicioso Alberdi llega a negar la posibilidad de progreso a todo pueblo americano que no procure reemplazar su población por habitantes de la Europa centro-occidental. “El suelo más rico o más capaz de ser rico de Sud-América -dice- será el que por sus condiciones geográficas, geológicas y climatéricas, sea más capaz de atraer y fijar al poblador francés, inglés, suizo, alemán, italiano y español del norte. Porque será el trabajo de semejantes pobladores la verdadera causa de la riqueza de que ese suelo sea capaz. Sarmiento, por su parte, participa de esta idea aunque es más explícito aún, pues postula la “importación” de los centro-europeos. (…) Europeizar es la voz de orden. De Europa viene la ciencia, la técnica, la cultura, el progreso; lo autóctono e indiano es incapaz de producir nada de sí. De allí que, para esa oligarquía paternalista, gobernar equivaliera a europeizar. Este fenómeno empieza a cobrar carácter nacional tras la caída de Rosas, aunque sus lineamientos característicos se definen posteriormente. No olvidemos que la Constitución de 1853 es discriminatoria respecto de la inmigración; ésta deberá, si favoreciese… pero el artículo pertinente especifica “la inmigración europea”.(…) (…) hay un significativo valor que debemos señalar muy especialmente para terminar nuestra caracterización de la mentalidad propia de es élite; los gastos administrativos. Quien compare las relaciones anuales entre recaudaciones rentísticas y gastos administrativos, comprobará que no hay un solo año en el que resulte un superávit. Y no solo hay siempre déficit, sino que éste va aumentando progresivamente a medida que el país va teniendo nuevas posibilidades a méritos de los saldos exportables en el intercambio comercial exterior. El Estado agranda su administración en una desproporción pavorosa respecto de sus perspectivas potenciales, como si jugara a la ruleta con presumibles posibilidades; y así, en alguna medida, hace lo del puerco que vive gordo porque se come a sus hijos. Todo apunta a constituir un Estado severo, minuciosos, pintiparado y paternal. Un Estado hecho exactamente en el molde de sus administradores, con todo el rigorismo farolero de la clase oligárquico-paternalista.