LA ESCALINATA DE LOS LAMENTOS ¿evidencias de suplicios rituales en Roma? (a partir de sendos poemas de Catulo y Ovidio) Ricardo D. Rabinovich-Berkman (UBA, UMSA, USal) “Has postquam maesto profudit pectore voces, supplicium saevis exposcens anxia factis” Catulo (LXIV, 202-203) 1. INTRODUCCIÓN He de comenzar por pedir disculpas. Había anunciado que presentaría a este ínclito Congreso un estudio sobre los elementos de interés jurídico en la obra poética de Catulo, y no voy a cumplir. Sucede que la referida investigación cobró tales dimensiones, en virtud de la riqueza del material analizado, que ha excedido con creces los límites (a mi humilde entender estrechos) que se han impuesto para las comunicaciones de los participantes. Así que debí limitarme a tomar un aspecto en particular, de aquella pesquisa mayor. Por una mera cuestión cronológica, dado que mi columna vertebral metodológica es la vida del poeta Catulo, elegí este tema, que se desprende del más temprano de sus epigramas. Se trata, creo, de un tópico de bastante interés, desde varios puntos de vista (jurídico, político, social, etc.), y no ha sido muy considerado en la doctrina, ni en sí mismo ni en sus implicancias. Este humilde trabajo permanece fiel, por otra parte, a una línea de investigación que he seguido en estudios anteriores, fundada en la creencia de que los factores jurídicos, al ser el Derecho un componente socio-antropológico-cultural, pueden y deben ser rastreados en todas las facetas de la civilización, y no solamente en las evidencias directamente vinculadas a lo normativo. De entre esos vestigios, cuando se labora sobre instituciones jurídicas pretéritas, cobran relieve los puramente literarios, entendiendo por tales aquellos que se suponen, por la intencionalidad de sus autores, por las características de éstos, o por las circunstancias del testimonio, absolutamente ajenos al mundo del Derecho (como ciencia o como praxis, en cualquiera de sus formas). En esta pesquisa, pues, hemos partido de sendas poesías de Catulo y de Ovidio, que veremos a la luz de varias de las principales fuentes historiográficas de la antigua 2 Roma (Suetonio, Tácito, Dión Casio, Plinio, Salustio) y de algunos autores posteriores y contemporáneos. 2. LAS OBRAS LITERARIAS COMO FUENTES HISTÓRICO-JURÍDICAS Las obras literarias no son fuentes convencionales para la Historia del Derecho. Muy rara vez figuran entre las que los profesores mencionan a los alumnos en los cursos universitarios, y no son tampoco de las más empleadas por los historiadores jurídicos en sus trabajos. Sin embargo, varios de los primeros testimonios que se suelen citar en los manuales de la asignatura, porque corresponde a los más antiguos escarceos de la filosofía jurídica occidental, son piezas literarias. Tal el caso paradigmático de la tragedia Antígona, de Sófocles1. Nadie puede seriamente controvertir la relevancia señera de las obras literarias como fuentes historiográficas jurídicas. Dejando de lado las muchas menciones al Derecho insertas en la Ilíada y la Odisea, contamos en Los trabajos y los días, de Hesíodo, con una de las más antiguas referencias judiciales helénicas. Ello sin soslayar que una de las pocas huellas de la existencia real de Sócrates, cuya importancia para la historia de las ideas jurídicas es sustancial, provienen de comedias de su época, especialmente de Las Nubes, de Aristófanes2. Las obras literarias, pues, si bien no son fuentes normales para el iushistoriador, sí son vestigios importantes, más de lo que podrían parecer a primera vista. Más aún: estoy convencido de que posee numerosas ventajas frente a las evidencias ortodoxas (textos normativos, trabajos de doctrina, sentencias). Especialmente, su espontaneidad, su “frescura”, por así llamarla3. Es que estas piezas suelen constituir puertas abiertas a la realidad social pretérita, notablemente anchas, porque no son ni expresiones legales (con su inevitable carga de instrumentación lógica) ni doctrinarias (que son siempre, inevitablemente, ideológicas). Normalmente resultan más llanas, más corrientes, que las 1 v. por ej. Levaggi, Abelardo, Manual de Historia del Derecho Argentino (castellano indiano / nacional), Bs.As., Depalma, 1986, I, p 31, y también mis propios Un viaje por la Historia del Derecho (Bs. As., Quorum, 2002, pp 102 ss) y Recorriendo la Historia del Derecho (Quito, Cevallos, 2003, pp 128 ss). 2 Armstrong, A.H., Introducción a la filosofía antigua, Bs.As., EUDEBA, 1993, p 51; Mondolfo, Rodolfo, Sócrates, Bs.As., EUdeBA, 1996, pp 16 ss 3 He desarrollado estas cuestiones, en relación con el teatro en particular, en El Derecho en el teatro de Ruiz de Alarcón, trabajo presentado a las XIX Jornadas de Historia del Derecho Argentino (Rosario, 2002), publicado en Persona, XXXI, 2004 (www.revistapersona.com.ar) 3 fuentes convencionales, y calan harto más profundo en los verdaderos conflictos humanos que dan tela al tejido de las relaciones inter-proyectuales que, como bien advertía el maestro Carlos Cossio, son la materia que interesa y conforma al Derecho4. No se crea que los textos literarios no presentan, sin embargo, problemas para ser usados como fuente histórica. Por empezar, ha de considerarse que, como no constituyen productos jurídicamente elaborados, ni fueron confeccionados necesariamente por juristas (tal el caso, por ejemplo, de Catulo, que carecía de una formación especial en Derecho), requieren de un tipo y un grado de crítica diferentes, que ha de abarcar desde lo propiamente idiomático (la lengua suele emplearse con más laxitud, y sin pretensiones de exactitud técnica) hasta los aspectos inherentes a la ideología sustentada por su autor, cuya subjetividad normalmente fluirá mucho más libre en ese tipo de obras, de lo que lo haría en otras más científicas5. Pero esa misma problemática, tampoco es mala en sí. Tal vez, incluso, todo lo contrario. No hay quehacer humano que no sea, en alguna medida, subjetivo. En otras palabras: es imposible que el científico reporte el fenómeno tal cual es. Siempre traerá su observación del fenómeno (sentido que evoca la etimología de este último vocablo, derivado del verbo griego feno: dar luz, alumbrar; hacer brillar, encender; hacer ver, hacer visible; mostrar, indicar, señalar, designar; manifestar, demostrar; hacer claro o audible, exhibir, explicar, anunciar, denunciar, hacer conocido, etc.6). Recuérdese el Principio de Heisenberg (de indeterminación o incertidumbre), para tener más en claro que la inevitable presencia de la subjetividad no es, por cierto, patrimonio exclusivo de la Historia7. Lo subjetivo, pues, siempre estará, pero en el terreno literario es explícito, admitido por el autor, sin vanas o falaces pretensiones de objetividad, de pureza. El doctrinario normalmente se presenta como imparcial, y acaba vertiendo un producto rebosante de ideología. El legislador, si bien menos enmascarado, a menudo también se 4 En mi Derecho Romano (Bs. As., Astrea, 2001), he empleado profusamente fuentes literarias, justamente porque son las que mejor reportan la realidad social. 5 Dejo de lado aquí, por ser ajeno al tipo de fuente literaria que usaré en este trabajo (poesía), el problema de la imputación de pensamientos a los personajes, y hasta qué punto pueden ellos serle atribuidos al autor (“ser o no ser” no lo dijo Shakespeare, sino Hamlet...) 6 Diccionario manual griego (griego clásico – español), Barcelona, Vox, 2000, p 615; cf. Feyerabend, Karl, Langenscheidt´s Pocket Greek Dictionary, Classical Greek English, Maspeth, Langenscheidt, ?, p 399 7 He desarrollado este tema en Recorriendo..., pp 40-43 4 procura un disfraz científico. En cambio, el literato desnuda su corazón sin tapujos, especialmente en la poesía. Además, suele desfilar en las fuentes que nos ocupan la sociedad. Creo que el factor sociológico (la realidad social, vivencial, de una comunidad determinada) es uno de los objetos prioritarios de estudio del jurista8. Bien lo destacaba en su “trialismo” el gran Werner Goldscmidt9, y en el campo iushistoriográfico lo hace mi maestro Abelardo Levaggi10. En la huella de Cossio, prefiero dejar “de lado al normativismo mecanicista como objeto de la ciencia jurídica para estudiar el derecho comprendiendo e interpretándolo mediante una teoría del conocimiento, respecto de la conducta humana en interferencia intersubjetiva”11. Aún más, centro mi óptica en el carácter del Derecho como ciencia social, cuyo objeto se vincula con la resolución del más grande de los conflictos: la tensión entre la individualidad inherente a cada humano, que se siente uno, único e irrepetible, y su necesaria “gregariedad”, la presencia inevitable de los otros, nuestro complemento proyectual por un lado (sin el cual la existencia misma sería impensable, como lo explica Jacquard12), y por el otro nuestro infierno, según la famosa frase de un personaje teatral (fuente literaria) de Sartre13. Entonces, así como las antiguas leyes nos reportan, en terminología de Goldschmidt, datos del aspecto “normológico” del Derecho pretérito (pero sólo de ese aspecto), y las viejas obras doctrinarias nos hablan del pasado “dikelógico”, entre las fuentes idóneas para llegar a la faceta “sociológica” de lo jurídico de antaño, poseen un lugar destacado las fuentes literarias. 3. EL PRIMER EPIGRAMA DE CATULO Nuestro primer autor literario será, en esta oportunidad, Cayo Valerio Catulo, un personaje interesantísimo. Nació en Verona, entre el 87 y el 82 a.C., probablemente en el 84, en una familia de buena situación económica, tan vinculada a César que éste, 8 Este tema lo desarrollo en mi Derecho Civil, Parte General (Bs. As., Astrea, 2001), pp 3 ss 9 Goldschmidt, Werner, Derecho internacional privado (Derecho de la tolerancia), basado en la teoría trialista del mundo jurídico, Bs.As., Depalma, 1982, pp 3-26 10 Manual ..., pp 9-12 11 Corbière, Emilio J, Carlos Cossio, de la “fenomenología” de Husserl a Marx, en Argenpress.Info (www.argenpress.info/nota.asp?num=007008), 15/12/2003 12 Jacquard, Albert, Petite philosophie à l’usage des non-philosophes, (París, CalmannLevy, 1997), pp 15/16 13 Sartre, Jean-Paul, A puerta cerrada, Bs.As., Orbis, 1983, p 186; ver: Fatone, Vicente, Introducción al existencialismo, Bs.As., Columba, 1953, passim. 5 durante la campaña de Galia, pasaba el invierno en su casa14. Cursó sus primeros estudios en provincia, para trasladarse a Roma ya cumplidos los místicos 17, y vestida la toga viril, seguramente para estudiar retórica. Lo encontramos, en efecto, en la urbe en el 66. Sucede que ese año surgió un escándalo típico de aquellos tiempos: Cominio, un anciano conocido por su conducta inmoral, acusó públicamente al tribuno de la plebe saliente, Cayo Cornelio. A la hora de sostener la acusación, bandas armadas proclives a Cornelio le salieron al paso, y le impidieron presentarse (aunque, dados sus antecedentes de corrupción no faltaron quienes atribuyeron su deserción más a la recepción de cohecho, que al temor físico). Pero al año siguiente, sin embargo, Cominio reiteró la imputación contra Cornelio. Esta vez, la acusación sí se sostuvo, pero la defensa estuvo a cargo de Cicerón, y Cornelio fue absuelto. En medio de estos hechos, el adolescente Catulo tomó partido decididamente por el tribuno acusado, redactando este epigrama (108, en su nomenclatura), el primero suyo que se conoce15: “Si por decisión del pueblo acabara tu vejez canosa, Cominio, tan sucia de costumbres asquerosas, no tengo dudas que, ante todo, esa enemiga de la gente honrada tu lengua, extirpada, al ávido buitre será dada; en su garganta negra, el cuervo devorará tus ojos, arrancándolos antes, como los intestinos los perros, y los lobos, los miembros restantes”16. 14 Della Corte, Francesco, Introduzione, cronologia, bibliografia essenziale, en Catulo, Poesie, Verona, Mondadori, 1999, pp 9-15 [en adelante, citaré esta obra como “Catulo”] 15 Siguiendo con un estilo que empleara ya en obras anteriores, traduzco al castellano las poesías. Bien se ha dicho que la poesía es un género intraducible, porque responde a la melodía peculiar de cada idioma. Pero algo hay que hacer. Los poemas latinos no tenían rima, sino ritmo (dado por la acentuación y la forma de pronunciar las frases) y particulares reglas de extensión silábica, que sólo tienen sentido en la versión original. Por esa razón, trato de trasladarlas al castellano incorporándoles los cánones que caracterizan al género poético clásico en nuestra lengua (es decir, fundamentalmente, la rima). De lo contrario, pierden toda sonoridad, y causan un pobre efecto de oraciones sueltas. A continuación, en nota, vierto el texto en latín. 16 “Si, Comini, populi arbitrio tua cana senectus spurcata impuris moribus intereat, non equidem dubito quin primum inimica bonorum lingua execta avido sit data vulturio, effossos oculos voret atro guture corvus, 6 Este poema juvenil posee interés para la pesquisa jurídica. Porque aparece en él la idea de una muerte (que es vista por Catulo como valorativamente correcta), decretada por populi arbitrium contra un anciano cuyo crimen (además de una vida escandalosa) era el de ser difamador de personas decentes. Mucho es lo que de aquí surge. Ante todo, veamos el concepto del arbitrium populi. A su respecto, Della Corte, al editar el poema, introduce una interesante nota17. Tras remitir, vía una cita de Fordyce18, a un concepto de Paulo Festo: “llámase arbitrio a la sentencia establecida por el árbitro”, lo rechaza, prefiriendo una interpretación poética, con el sentido de condena penal. La expresión arbitrium, en un contexto político, y referido a un escenario tumultuoso, puede poseer a veces una connotación negativa. Tal el caso en la Guerra de Iugurtha, de Salustio (41): “Por el arbitrio de pocos [paucorum arbitrio], se resolvían las cosas en la guerra y en la paz”19. Aún sin tenerla, conlleva generalmente el sentido de un gran poder de decisión, absoluto. Así, la frase de Ovidio “arbitrium urbis habere” se traduce por “ser el dueño, tener la autoridad suprema en una ciudad, en un Estado”. O la de Tito Livio “arbitria belli, pacisque agere, gerere”, se vierte: “ser el árbitro de la paz y la guerra”20. “En Catulo no asume significado despreciativo, sino que crea la atmósfera de indignación popular, de suplicio público, de castigo ritual inferido por el pueblo”, dice Della Corte (y coincido plenamente)21. 4. VINCULACIÓN CON EL IBIS DE OVIDIO Sin dudas, impactan en el poema de Catulo sus truculentas imágenes punitivas. A primera vista, éstas parecerían literarias. Su autor es aún un adolescente, su obra intestina canes; cetera membra lupi” (Catulo, p 210 [108]) Catulo, p 276 18 Fordyce, C. J., Catullus. A Commentary, Oxford, 1961, p 396; cit. en Catulo, p 276 19 Para no dejar dudas, se aclara acto seguido que estos pocos disponían “del erario, de las provincias, de las magistraturas, de las glorias y los triunfos [los desfiles y honores así llamados]: para el pueblo quedaba soportar el servicio militar y la indigencia” (Salluste - Jules César - C. Velléius Paterculus - A. Florus, Oeuvres complètes, París, Firmin, 1879, p 87). Todas las traducciones del latín serán mías, salvo indicación contraria. 20 Valbuena, Manuel de, Diccionario universal latino-español, Madrid, Real, 1817, p 63. Siempre que tome como ejemplo frases latinas de esta excelente obra clásica, las traducciones vertidas serán las de Valbuena. 21 Catulo, p 276 17 7 posterior siempre lo mostraría vehemente, agresivo al extremo22. Con tanto más razón lo sería al calor de la primera juventud... Además, su tono resulta coherente con la actitud violenta, sanguinaria, acorde al clima socio-político de fines de la República. Pero, ¿será eso todo? ¿Hemos de atribuir ese despliegue de espanto a la pluma revuelta de un muchacho voluptuoso? ¿O habrá algo más allí detrás? Della Corte hace notar la vinculación con un trozo (165-172) del poema Ibis, una de las obras menores del gran Ovidio23. Este autor, que pertenece a la generación siguiente, pues nació en 43 a. C., no necesita mayores presentaciones, por ser uno de los literatos más conocidos de la antigua Roma. El Ibis, por su parte, es una composición satírica en verso, breve en relación a otras piezas de Ovidio24. En esta obra, el insigne poeta lanza sobre un sujeto, una serie de terribles maldiciones, imprecaciones y amenazas. Dice Charles Nisard: “El triste héroe de este poema es desconocido; algunos dicen que se llamaba Hygin. Era el amigo de Ovidio que, en desmedro de esa amistad, lo destrozó con sus calumnias, procurando su desgracia e insultando a su mujer. El nombre que le da el poeta, ha sido tomado de un poema del mismo género escrito por Calímaco, poeta elegíaco griego, contra Apolonio de Rodas. Fuera quien fuera, parece que ese nombre, Ibis, designa al país de aquel a quien Ovidio maldice en este libelo. Deuys de Salvaing, autor del mejor comentario sobre el Ibis, sostiene que el enemigo de Ovidio era de Alejandría, en Egipto, donde se sabe que el ibis era un ave muy venerada”25. 22 Valgan algunos versos como muestra: “Pero eres de Celtiberia - y en esa tierra las gentes, con aquello que orinan - se lavan los dientes, frotándose la encía - que queda roja oscura, así, cuanto más blanca - esté tu dentadura, será porque bebiste - porciones más ingentes” (39). “No se ofendan los dioses - pero el distingo es nulo entre olerle a Emilio - su boca, o su culo, nada más limpio que éste - ni más sucio que aquello (en realidad, el culo - es más limpio y más bello)” (97). (Catulo, pp 82 y 202) 23 Catulo, pp 276/277 24 Les métamorphoses d’Ovide, París, Garnier, ?, p XVI 25 en Ovide, Oeuvres complètes, París, Firmin, 1881, p 960 8 En medio de la temible retahíla de improperios, Ovidio desea a su enemigo jurado un horrendo castigo, que habrá de concretarse “por la mano del verdugo, ante el aplauso del pueblo” [“carnificis manu, populo plaudente”]. Y esta sanción es así descripta: “En tus huesos, un garfio, habrá de ser clavado, las llamas que devoran todo, huirán de tu lado. Rechazará tu vil cadáver la tierra, justamente, y un buitre te irá arrancando, lentamente, las vísceras, con sus uñas y su pico corvo. Te quitarán perros ávidos, el corazón torvo, y aunque tu sabor, ha de ser desagradable reñirán por tus jirones, los lobos insaciables”26. Las similitudes entre ambos poemas son más que evidentes. Vamos a ponerlas de relieve: 5. ELEMENTOS COMUNES ENTRE AMBOS POEMAS En primer lugar, se destaca en ambos suplicios la intervención del verdugo, si bien ésta es explícita en Ovidio, e implícita (pero obvia) en Catulo. El autor del Ibis elige, entre las palabras que le ofrece el latín para designar al ejecutor, “carnifex” (en vez de “tortor”, principalmente). Es el vocablo más truculento. Derivado de caro-carnis (la carne, el cuerpo), posee en Marciano el sentido de “carnicero, desalmado, cruel y sanguinolento”, y en Silano, empleado como adjetivo de manus, da “manos sangrientas”. Inmediatamente evoca el término derivado carnificina, que en Cicerón significa “la crueldad, carnicería, destrozo, matanza de gente”. Y su verbo emparentado, el deponente carnificor, que Livio emplea para decir “descuartizar, dividir el cuerpo en cuatro partes, hacerle cuartos”27. “Infixusque tuis ossibus uncus erit. Ipsae te fugient, quae carpunt omnia, flammae: Respuet invisum iusta cadaver humus. Ungibus et rostro tardus trahet ilia vultur; Et scindent avidae perfida corda canes. Duoque tuo flet, licet hac sis laude superbus, Insatiabilibus corpore rixa lupis” (Ovide, p 848) 27 Valbuena, p 120 26 9 La elección no parece casual, porque el suplicio que se describe en ambos poemas es, en efecto, una carnificina. Veámosla en forma comparativa, mediante un cuadro sinóptico: CATULO Corte de la lengua, y entrega al buitre OVIDIO - El buitre extrae las vísceras Extracción de los ojos por el cuervo Los perros comen los intestinos Los perros comen el corazón Los lobos comen los demás miembros Los lobos los demás miembros Es notable que, de los cuatro animales mencionados por Catulo, tres aparezcan en Ovidio, y en el mismo orden. En cuanto a la coincidencia animal-órgano, ella se da solamente en el caso de los lobos, que aparecen devorando los miembros restantes. Otra congruencia interesante, es que los dos autores destacan el hambre de estas bestias. El buitre es “ávido” en Catulo, mientras que para Ovidio ese es el estado de los perros, y los lobos resultan “insaciables”. ¿Son imágenes literarias, o evocan animales reales, subalimentados adrede, para tornarse más sanguinarios, como se hacía con las fieras del circo? El tercer aspecto común es la participación activa del pueblo. En Catulo, como vimos, el suplicio de Cominio deriva del arbitrium populi. Es decir, que el pueblo mismo es quien lo decide. En Ovidio, la diferencia es sutil, pues la ejecución es concretada “populo plaudente”, con el aplauso, la conformidad expresa y feliz, del pueblo, aunque no por orden de éste. Finalmente, hay una cuarta correlación, muy importante, y es que en ambas piezas el delito de que se trata es la difamación. Con efectos públicos inmediatos y obvios, en el caso de Cominio, pues el injuriado era un carismático tribuno de la plebe (de hecho, como ya lo dijéramos, grupos populares efectivamente intervinieron, de manera amenazante, en apoyo de Cornelio). En lo atinente a Ovidio, no sabemos. Podríamos, sin mayores fundamentos, jugar con la hipótesis de que las calumnias de este misterioso sujeto hubiesen tenido algo que ver con el exilio del poeta, que fuera desterrado por Augusto a Tomis, en la actual Rumania, en 8 d. C. Ovidio imputó la medida a su Ars amatoria, contraria al espíritu de moralización de las costumbres sexuales que pretendía imponer el príncipe. Pero esta obra llevaba ya diez años circulando para entonces y, si bien fue retirada por orden del gobierno de las 10 bibliotecas públicas, el destierro de su autor parecería una reacción exagerada, y además no se vería la razón para que Augusto no la hubiese declarado abiertamente. Parece, pues, que la causa de la sanción (que llevaría al poeta a morir fuera de Roma, pues nunca, ni él ni sus amigos, lograron que se la revocara) era otra, y posiblemente más grave, por lo menos a los ojos del hijo adoptivo de César. El propio Ovidio escribe: “Me perdieron dos crímenes: un poema y un error, un hecho cuya culpa en silencio he de guardar”28. En general, se ha pensado que alguien reveló al príncipe que Ovidio estaba al tanto, por sus muchas relaciones y aventuras, de los escándalos en que se hallaba involucrada Julia, la hija de aquél29. Charpentier se pregunta: “¿Cuál fue este error de Ovidio y su crimen involuntario? Testigo indiscreto y desafortunado de los excesos imperiales, ¿sorprendió acaso, como se ha dicho, el secreto de los incestos o de los adulterios de Augusto? No lo sabemos. Pero el cuidado mismo que se toma Ovidio de recordar su error, probaría que este error nada tiene de ofensivo para el honor y la conciencia de Augusto”. En efecto, sostener que, “para justificarse, para desarmar el enojo de Augusto, Ovidio le haya hecho recordar, tan a menudo y de tantas formas, un recuerdo que debería haberlo hecho sonrojar”, carecería de sentido30. Este último estudioso prefiere otra teoría. Él cree que Ovidio no habría debido su exilio a sus amores e intimidades con Julia, la hija de Augusto (ya desterrada para el año 8), sino al ser testigo de los desórdenes de Julia la Menor, la nieta del príncipe. Algunos versos del poeta en su exilio, parecerían evocar con tristeza su error de haber dejado deslizar estos secretos a sus amigos y domésticos, que los habrían develado públicamente, para horror de Augusto. “Yo no garantizo esta conjetura, pero me inclinaría a pensar que entre el destierro de Julia [la Menor] y el exilio de Ovidio hay una relación difícil de probar, pero muy probable”, concluye Charpentier, con un juego de palabras31. Uno no puede dejar de preguntarse: si ésta tesis fuera la correcta, ¿habrá 28 Les métamorphoses... , p X Tal la opinión en la Enciclopedia Microsoft Encarta 2001 (“Ovidio”). 30 Les métamorphoses... , p X 31 Idem, pp XI/XII. Charpentier refiere aún una tercera teoría, “ingeniosa, si no más sólida que las otras conjeturas”. El exilio del poeta se debería, no a sus amores con Julia la Mayor, ni a su vínculo con la Menor, sino a su amistad e intento de protección del infortunado Póstumo Agripa, hijo de aquélla y hermano de ésta, a quien los planes 29 11 tenido algo que ver el destinatario del Ibis, ese amigo suyo, con la revelación de las íntimas confesiones de Ovidio? Si así fuese, la injuria aquí también hubiese tenido una faceta pública... Pero no sólo no lo sabemos, sino que parece poco plausible. Los versos iniciales del poema parecen restringirse a hechos acaecidos en Roma con posterioridad al destierro de Ovidio, sin referencia alguna a una conducta anterior del difamador: Mi décimo lustro, ya se haya cumplido, Hasta hoy, mi Musa, a nadie lleva herido, Entre mis mil escritos, no se halla una letra Que a persona alguna cualquier daño perpetra. A nadie más que a mí, destruyeron mis frases, El artificio ha matado, al artista que lo crease. Un hombre, y esto sólo, es ya injuria gigante, Me obliga a desmentir, mi bondadoso talante. No importa quién él sea, su nombre no lo diga, A tomar un arma que nunca usé, me obliga. Impide a un desdichado, relegado en las duras Zonas del frío Aquilón, pasar su vida a oscuras. Heridas que paz piden, irrita de cruel modo, Y hace sonar mi nombre, en el Foro todo. A la que en pacto eterno, a mi lecho se ha unido, Veda el llanto fúnebre, por quien fue su marido. Mientras, en mi naufragio, me abrazo a cada astilla, Él procura quitarme hasta la última tablilla. Las llamas incipientes, apagarme debiera, Mas viene a depredar, en medio de la hoguera, políticos de Livia y Tiberio llevaron al destierro, a pesar del amor que, según parece, siempre le guardó su abuelo Augusto. Alguien habría llegado a insinuar, incluso, cierto protagonismo de Ovidio en la decisión del príncipe de visitar, de incógnito y en la sola compañía de su íntimo amigo Fabio Máximo, al joven desterrado en la isla de Planasia. Como es sabido, esta entrevista fue conocida por la indiscreción de la esposa de Máximo, a quien éste había contado el secreto. Ante esto, Máximo se suicidó y, sostiene esta interpretación, Ovidio, su más estrecho amigo, habría sido enviado al exilio. 12 A dejar hambrienta, en fin, mi vejez extranjera”32 Lo cierto, pues, es que en ambos casos nos hallamos ante el delito de difamación. Recuérdese lo que a su respecto decía Cicerón, contemporáneo de Catulo, y defensor, como viéramos, de Cornelio frente a las calumnias de Cominio: “Cuando nuestras Doce Tablas sancionan la pena de muerte para pocos casos, entre ellos, sin embargo, consideraron éste punible: si alguien hiciese canciones satíricas, o compusiese versos, los cuales comportasen una difamación o una injuria a otros. Muy sabiamente. Puesto que es al juicio de los jueces legítimos, y de los magistrados, que debemos exponer la vida, y no a la inspiración de los poetas; ni hemos de oír insultos como no sea, según dicha ley, de tal modo que sea permitido responder la acusación, y defenderse judicialmente”33. Se trata, pues, de una conducta para la cual ya el ordenamiento antiguo establecía la sanción capital, y ello parecía satisfactorio a espíritus como el de Cicerón. ¿Por qué no, pues, a personas instruidas y cultas como nuestros dos poetas? ¿Cómo no pensar, pues, que se estaban refiriendo a procedimientos concretos y reales, y no a meras figuras literarias? Soy consciente de que las coincidencias entre ambas obras podrían deberse al simple conocimiento, por parte de Ovidio, del poema de Catulo. Sin embargo, aunque es muy posible que hubiese existido tal lectura, otra alternativa me parece más potable: Ovidio, en el primero de sus versos citados, se refiere al “uncus”. Éste era un bastón, terminado en un garfio, con el cual eran arrastrados, de un modo infamante, los cadáveres de los criminales muertos en la cárcel, para ser arrojados o expuestos en las Escaleras Gemonías, que se hallaban, aparentemente, en una ladera del Capitolio34. A partir de este dato, se ha planteado, desde la Edad Media, si no existirá una referencia implícita, en ambos textos, a una forma de linchamiento, con caracteres jurídico-rituales, que habría tenido lugar por aquellos años, en las Gemonías35. Esa será, pues, mi hipótesis de trabajo. 32 Ovide, p 845 Cicerón, Pensées, París, c.1744, pp 304-306 (trad. nuestra del latín) 34 Valbuena, pp 317; Diccionario ilustrado latino-español español-latino Spes, Barcelona, Biblograf, 1964, p 529. Sobre las muchas otras acepciones de uncus, ver Valbuena, p 793 35 Catulo, p 277. La palabra “gemonías”, incluso, pasó al castellano como sustantivo común, con el sentido de “castigo muy infamante” (Diccionario enciclopédico ilustrado 33 13 6. EL SUPLICIO DE LAS GEMONÍAS Sin embargo, este suplicio de las Gemonías nos es prácticamente desconocido. En general, las fuentes del Principado mencionan estas escaleras infamantes como un sitio donde, en las primeras décadas de ese período (por lo menos, hasta el advenimiento de Vespasiano), se habría realizado la exposición de cuerpos de ajusticiados, ya sin vida. Pero hay fuertes indicios de que existió algo más... Así, Valerio Máximo (De los hechos y las palabras memorables, VI.3.3) habla de la colocación insultante del cadáver en ese sitio público36, pero en el punto 9.13 del mismo Libro, dice que el cuerpo de Quinto Cepio, “lacerado por la mano funesta del verdugo, yacente en las Escaleras Gemonías, fue contemplado con gran horror por todo el foro romano”37. Valerio dice “corpusque eius funesti carnificis manibus laceratum”, frase de la que podemos extraer dos conclusiones. Primera, que lo lacerado parece haber sido el cadáver de Cepio (corpus eius). Segunda, que efectivamente hubo una laceración, y de efectos terribles, porque los romanos, que estaban acostumbrados a ver cosas duras, lo contemplaron cum magno horrore. En efecto, laceratio es “la acción de hacer pedazos, de maltratar, estropear, romper”, y laceratus se dice de quien está “maltratado, hecho pedazos”. La palabra madre, lacer, posee más contundentemente el significado de “desmembrado, mutilado”38. Desgraciadamente, Valerio (quizás por delicadeza) no nos describe más en detalle el estado del corpus de Cepio tras la laceratio. No podemos dejar de preguntarnos: ¿sería semejante al que surge de los poemas de Catulo y Ovidio? También para Suetonio, las Gemonías son principalmente un lugar de exposición de cadáveres de criminales (el de Agripina, en Tiberio, 53; los de decenas de personas, incluidas mujeres y niños, luego arrastradas con el uncus y arrojadas al Tíber, en Tiberio, 61; el del propio cuerpo del príncipe muerto, al que algunos querían llevarlo de la lengua española, Bs.As., Sopena, 1970, II, p 1561), y en tal sentido aparece, por ejemplo, en el panegírico A Hidalgo, del poeta mexicano José Juan Tablada: “Pon en tu pecho, entre tus dioses lares, a Hidalgo, que arrasó tus gemonías” (XIII). 36 Cornelius Nepos, Quinte Curce, Justin, Valère Maxim, Julius Obsequens, Oeuvres complètes, París, Firmin, p 710 37 Idem, p 726 38 Valbuena, p 401 14 con el uncus, en Tiberio, 7539). Pero en Vitelio, 17, narra cómo ese breve césar “en las Gemonías fue finalmente despedazado [excarnificatus] con pequeñísimas heridas [minutissimis ictibus, obviamente con la idea de demorar el suplicio], hasta morir, y luego arrastrado con el uncus hasta el Tíber”40. En el caso de Vitelio, a diferencia del de Cepio, el despedazamiento se habría producido en vida. Suetonio dice claramente: “minutissimis ictibus excarnificatus atque confectus”, frase donde las últimas dos palabras confieren la idea de que el desdichado príncipe falleció consumido por las múltiples heridas inflingidas por el verdugo41. Coincide Tácito (Historias, III, 85), aunque es muy posible que su fuente en este aspecto sea Suetonio mismo. Dice que Vitelio fue desgarrado, destruido (“concidit”) “ingestis vulneribus”, frase que Dureau de Lamalle traduce “de mille coups”, pero que más me inclino a verter como “con cortes profundos”, aunque comparto el sentido de muerte lenta y dolorosa que se desprende del texto42. Sin embargo, tampoco sabemos más sobre el procedimiento empleado. Es digno de consideración el comentario de Tácito, en Anales, III, 14, acerca de lo sucedido con Pisón. Acusado de envenenar al carismático Germánico, parecía gozar del apoyo de Tiberio, que podría implicar su absolución. Mientras era juzgado, una multitud se congregó a las puertas de la Curia, exclamando que, si Pisón no era condenado, el pueblo sabría hacer justicia por mano propia. “Trajeron estatuas de Pisón a las Gemonías, y las hubiesen destrozado, si el príncipe no hubiera dado orden de que fuesen protegidas y devueltas a su sitio43”. Dos factores de interés para nosotros aparecen aquí. Por un lado, la intervención popular, clamando ante el Senado, y amenazando con matar al acusado. Esto recuerda al arbitrium populi de Catulo, y al populus plaudente, de Ovidio. Por otra parte, está presente la idea de destrucción corporal, que en este caso, al no tenerse al sujeto, se traslada, al mejor estilo de las quemas en efigie de la Inquisición, a sus estatuas. Nótese que Tácito emplea el verbo divello, que posee el sentido violento de “arrancar, separar, apartar, quitar por fuerza”, e incluso, en Horacio, “arrancar con los dientes a bocados”44. 39 Suétone, Les Douze Césars, Paris, Garnier, 1931, I, pp 294, 304, 320 Idem, II, p 296 41 Valbuena, p 174 42 Tacite, Nouvelle Traduction, París, Guiguet, 1808, III, p 482 43 Tacite, I, p 312 44 Valbuena, p 243. Así lo entiende C. D. Fisher (Cornelii Taciti Annalium, Oxford, 1906, en The Latin Library, www.thelatinlibrary.com/tacitus/tac.ann3.shtml#14). En 40 15 7. CARACTERES DE PROCEDENCIA DEL SUPLICIO Las Gemonías conservan en Tácito, paralelamente, su triste carácter de sitio de exposición de los cadáveres de las víctimas de las ejecuciones. Pero es muy notable que, en general, igual que en Suetonio (recuérdense los ejemplos que diéramos antes), se trate de casos que presentan dos peculiaridades. A saber: Por un lado, las ejecuciones son resultado (directo o indirecto) de intervenciones populares, o bien de gestos políticos con clara intención de dar ejemplo público. A las muestras ya vertidas, podrían agregarse muchas otras. Así, por ejemplo, cuando Dión Casio reporta la caída de Sejano (Historia romana, LVIII, 11, 4), dice: “Por el momento, es verdad, sólo fue arrojado a la prisión; pero un poco más tarde, ese mismo día, el Senado, congregado en el templo de la Concordia, no lejos de la cárcel, al ver la actitud del populacho, y notar que ninguno de los pretorianos se hallaba cerca, lo condenó a muerte. Por orden suya, fue ejecutado, y su cuerpo lanzado por las escalinatas, donde la multitud abusó de él por tres días enteros, y finalmente lo arrojó al río”45. Por otra parte, estos supuestos presentan un fuerte aroma de ilegalidad, de ilicitud, cuando no constituyen lisa y llanamente terribles atrocidades desde la óptica jurídica (y así son percibidos por sus narrado46res). Por ejemplo, en Anales, V, 9, Tácito dice que allí fueron arrojados los cuerpos de los hijos de Sejano, un jovencito y una niña pequeña. A ésta última, que no entendía qué estaba pasando (“¿Qué falta he cometido? ¿Adónde me llevan? No lo volveré a hacer, acepto que me castiguen”, repetía, mientras la acarreaban a la prisión), el verdugo, según Suetonio, la violó antes de matarla, cambio, Jean-Baptiste Dureau de Lamalle, en su famosa edición de 1808, que es la que en general empleo (cita anterior), vierte el verbo devello, cuyo sentido es muy próximo: “tirar, arrancar, sacar, coger tirando con fuerza” (Valbuena, p 227), aunque un ápice menos violento. La idea de despedazamiento, sin embargo, es común a ambos (cuya raíz seguramente sea la misma). 45 Tomo el texto de Dión Casio del sitio de la Universidad de Kansas: www.ukans.edu/history/index/europe/ancient_rome/E/Roman/Texts/Cassius_Dio/58*.ht ml#5.6 (traducción mía del inglés, los destacados en itálicas son nuestros). 46 El mero hecho de la destrucción de los cadáveres, o su lanzamiento al Tíber, ya resulta contrario a los criterios de Ulpiano y Paulo recopilados en el Digesto (48.24.1 y 48.24.3), cuyo principio es que “los cuerpos de los delincuentes, pedidos por sus seres queridos para darles sepultura, han de serles entregados” (Paulo). Tomo el Digesto de: www.thelatinlibrary.com. 16 “porque era inaudito que una virgen recibiera la pena capital” [triumvirali supplicio]. Es decir, un acto aberrante, desde cualquier óptica jurídica de entonces47. Y Dión Casio (Historia romana, LVIII, 1, 3), al referirse a un hombre que fue objeto de una delación por parte de un informante del mismo Sejano (sic transit gloria mundi), narrra que “fue puesto en prisión ese mismo día, y luego murió sin juicio, siendo su cuerpo arrojado por la escalinata” (es decir, las Gemonías)48. Sobreviene, pues, una pregunta inevitable: ¿Cumplía, en esos casos, la exposición del cadáver en las Gemonías una cierta función de “blanqueo” jurídico de las ejecuciones concretadas ilícitamente49? Y, muy vinculada con ella, otra cuestión: ¿Poseían las ejecuciones por despedazamiento algún valor ritual, ancestral, que las relacionaba, en el inconsciente cultural romano, con alzamientos populares contra elementos peligrosos? Los ejemplos son muy numerosos. En las Historias de Tácito (III, 74), se narra el episodio de Sabino. Atrapado ese hombre prominente por la gente de Vitelio, en el transcurso de los tumultos que terminarían con el gobierno y la vida de éste, sus captores exigen del príncipe la ejecución inmediata. Vitelio parece dudar, y entonces la “sordida pars plebis” (recuérdense el arbitrium populi y el populus plaudente) le exige a gritos el suplicio. Ante lo cual el gobernante cede, y deja hacer al pueblo, que toma al cautivo, lo hiere (el sustantivo “confossus”, que emplea en este punto Tácito, da la idea de perforaciones, aberturas en el cuerpo50: ¿para extraerle los órganos o las vísceras?) y lo despedaza (otra vez el verbo “lacero”). Luego lo decapitan, y arrastran su cadáver mutilado a las Gemonías51. 8. LOS MUERTOS NO GIMEN 47 Según Dión Casio (Historia romana, LVIII, 11, 6), Apicata, la mujer de Sejano, que no había sido condenada, al ver los cuerpos de sus hijos expuestos en las Gemonías, cometió suicidio (Idem nota anterior). 48 Idem nota anterior (itálicas nuestras). 49 Según Tácito (Anales, VI, 25), por ejemplo, Tiberio se jactaba de no haber expuesto el cadáver de su nuera Agripina, oficialmente muerta de hambre en el exilio de la isla Pandataria, en las Gemonías (Tacite, II, p 186). Sin embargo, como ella había sido objeto de acusaciones graves que, reales o no, brindaban un revoque de legitimidad a su deportación, y, en la versión del gobierno, ella se había acarreado el fin a sí misma, al rechazar los alimentos, el ritual de las Gemonías hubiera carecido de sentido. 50 Valbuena, p 176 51 Tacite, IV, p 464 17 Hay, todavía, un factor de interés inherente al nombre de estas escalinatas, inseparablemente ligadas a los castigos que nos ocupan. Tenemos evidencias de que los romanos del Principado lo vinculaban con el verbo gemo (gemir), y con el sustantivo gemitor (gimiente). Así, por ejemplo, Plinio (Historia natural, VIII, 61, 3), las llama directamente gradus gemitoriis (la “escalinata de los gimientes”)52. Tal etimología popular, según sostiene Platner (fundado en Schulze), y probablemente con razón, era equivocada, y seguramente la designación derivaba, sin que sepamos en razón de qué, del nombre propio “Gemonius”53. Pero lo que aquí nos importa es que los muertos no gimen. De modo que, si en la mente del romano de entonces esas escaleras evocaban gemidos y gimientes, tal vez fuera porque, de hecho, había quienes gemían en ellas. Lo que bien se conjuga con los testimonios sobre suplicios lentos y penosos llevados a cabo allí. 9. UNA REMINISCENCIA MUY LEJANA Estas concepciones sobre la prolongación de los castigos corporales tras la muerte de los ejecutados, con fines infamantes y ejemplares, y también vinculados a la cosmovisión metafísica del grupo en relación con la vida ultraterrena, se observan en otras culturas muy diferentes de la romana, y que no se suponen influidas por ésta, ni viceversa. En concreto, he tenido oportunidad de estudiar un sacrificio ritual bastante 52 Histoire naturelle de Pline, París, Firmin, 1865, I, p 342. La narración que vierte aquí este autor es notable. Se está refiriendo, elogiosamente, al comportamiento de los perros, y cuenta: “Bajo el consulado de Apio Junio y de Paulo Silio, Ticio Sabino y sus esclavos fueron condenados a muerte a causa de Nerón, hijo de Germánico; un perro perteneciente a uno de esos esclavos, no pudo ser echado de la prisión, ni alejado del cuerpo de su dueño, cuando éste fue arrojado en las Gradas de los Gimientes. Allí lanzaba aullidos de dolor, en medio de la gran multitud de ciudadanos romanos, y cuando uno de ellos le lanzó comida, la llevó a la boca del difunto. Incluso, al ser tirado el cadáver al Tíber, el perro se zambulló, e intentó sostenerlo, ante una multitud emocionada al contemplar la fidelidad del animal”. Si creyésemos que había perros implicados en el descuartizamiento de las Gemonías, esta anécdota poseería, además, un interés doble para su autor, por el contraste de esos canes famélicos con el héroe del relato. 53 Ball Platner, Samuel, A Topographical Dictionary of Ancient Rome, Londres, Oxford University, 1929, p 466 (completado y revisado por Thomas Ashby). Según este autor, digámoslo de paso, la ubicación geográfica de la escalinata es incierta. “Una escalinata subiendo el Monte Capitolio, más allá de la cárcel, sobre la cual los cuerpos de ciertos criminales, que habían sido ejecutados, eran arrojados y dejados expuestos por un tiempo — una práctica frecuente durante el Imperio. Son mencionadas a menudo, primeramente bajo Tiberio”. 18 parecido en muchos aspectos en el contexto del Tawantinsuyu sudamericano: el suplicio llamado runatiña, es decir, “tambor humano” (literalmente, “hombre tambor”, en kechwa)54. A semejanza del castigo de las Gemonías, el runatiña se reservaba para delincuentes públicos, que hubiesen atentado contra la estabilidad institucional. Característicamente, los sediciosos. También como en Roma, sus sujetos podían ser, y a menudo serían, hombres poderosos. En los Andes, por definición, se trataba de jefes capaces de concitar la fuerza de grupos, que le permitiesen enfrentar al poder central. Como las rebeliones, según las fuentes, eran moneda corriente en el Tawantinsuyu, se procuró un castigo terrible, ejemplar, que transformase al traidor en un símbolo de la inviolabilidad del gobierno contra el cual se había alzado. Su ejecución no bastaba, y menos entre gente que creía fervientemente en la vida tras la muerte. Una vez ejecutado el rebelde, dejándole sus ropas, marca de la pertenencia a su ayllu o grupo étnico, seguramente para humillación y escarmiento de éste55, su pellejo era vaciado, y con él se confeccionaba un tambor, cuya caja de resonancia era el espacio que otrora ocupara la barriga. Las manos se le dejaban colgando, de modo que pudiesen ser usadas como parches, para golpear en tan macabro instrumento. Previamente, era decapitado, y con su calavera se hacía un mate para beber chicha. Se le arrancaban dientes y muelas, y con ellos se confeccionaban gargantillas. Con huesos de las extremidades, se realizaban flautas. Es probable que estos despojos quedasen en eterna exposición o depósito, en poder del monarca, pues el cronista indígena Waman Puma de Ayala dice que aquél los “tenia”. Parte del castigo, pues, residiría en no devolver los restos a los familiares, para que los enterrasen de acuerdo con sus ritos, en el terruño original. Los instrumentos, utensilios y adornos confeccionados con el cadáver serian, seguramente, sólo objeto de un uso ceremonial, posiblemente público. El gobernante mismo, según parece, era el encargado de ejecutar estas supremas demostraciones de su poder. Esta terrible práctica impactó a los europeos 54 Trabajé esta institución primero en Sobre las instituciones penales del Tawantinsuyu tardío, en RHD, 15 (Bs.As., IIHD, 1987); luego en El publicismo como característica del Derecho del Tawantinsuyu, en El aborigen y el Derecho en el pasado y el presente (Bs.As., UMSA, 1990); y finalmente en Matrimonio incaico. El Derecho de Familia del país de los Incas en sus últimos tiempos (Quito, Cevallos, 2003, pp 52 ss). 55 Aiala, Felipe Guaman Poma, El primer nueva corónica i buen gobierno, México, Siglo XXI, 1980, I, p 166 19 conquistadores, a pesar de que éstos no eran mojigatos en materia de fiereza. Uno de ellos, un tal Alonso de Mesa, al declarar, en 1572, ante los escribanos del virrey Toledo, en las encuestas llevadas adelante por éste, recuerda el curioso incidente que le ocurriera cuando “entró en una casa y halló una cabeza sacados los sesos de ella y forrados los cascos en oro y en la boca tenía un canuto de oro, y que tomó esta cabeza y se la llevó al marqués, y estando comiendo le preguntó a Atawallpa qué era aquello, y él le dijo esta es cabeza de un hermano mío que venía a la guerra contra mí y había dicho que había de beber con mi cabeza, y lo maté yo a él, y bebo con su cabeza; y la mandó henchir de chicha y bebió delante de todos con ella”56. Parece que habría, en efecto, tras la ejecución del traidor, una ceremonia o un banquete, donde el monarca pronunciaría una frase ritual semejante a la escuchada por Mesa: “Beberemos con la calavera del enemigo, nos pondremos por collares sus dientes, tocaremos la flauta con sus huesos y el tambor con su pellejo, y así bailaremos!”57. En la sociedad andina, que no concebía ]a existencia de un alma separada del cuerpo físico, que creía que la suerte del cadáver estaba indisolublemente ligada al destino post-mortal, este castigo necesariamente generaría un terror inenarrable. Peor que la muerte, la condena a pasar una eternidad convertido en instrumento ceremonial que exalta la grandeza del enemigo, objeto ridículo sometido al público escarnio, vergüenza perenne del propio ayllu, obraría como elemento de disuasión para los eventuales rebeldes58. Es obvio que los contextos son diferentes, y las formas del suplicio ritual también. Pero las actitudes psicológicas inherentes a ambos, sin embargo, parecen mostrar varios puntos de interesante coincidencia, siquiera al mero efecto comparativo. 10. CONCLUSIÓN A partir de las plumas poéticas de un Catulo adolescente trenzado en lides políticas, y de un Ovidio amargado por su destierro misterioso, hemos simplemente lanzado la hipótesis de una forma de suplicio o desmembramiento post-mortal de ciertos 56 Levillier, Roberto, Don Francisco de Toledo, supremo organizador del Perú, su vida, su obra (1515-1582), Bs.As., 1940, II,, p. 200 57 Aiala, pp 163, 287. 308; Cabello de Balboa, Miguel, Historia del Perú bajo la dominación de los incas, Lima, 1920, VIII; y el Discurso de la sucesión y gobierno de los incas (1580?), citado por Levillier, p 240 58 de la Vega, Garcilaso, Historia general del Perú, Segunda Parte de los Comentarios Reales de los Incas, Bs.As., 1944, I, p 118 20 sujetos en la Roma de fines de la República y las décadas iniciales del Principado. Las evidencias, creo, invitan a un estudio ulterior de esta posibilidad, que mostraría otra faceta jurídico-política del contexto romano de ese riquísimo y turbulento período. Las características descriptas por ambos poetas, y la presencia de estos elementos en Catulo, es decir, en tiempos de Julio César, hacen colegir la antigüedad de estas conductas, que bien podrían derivar de tradiciones arcaicas. Creo que estamos ante algo muy digno de interés, que bien amerita ser profundizado más allá de los límites de este trabajo. Valga, pues, el mismo, como mera invitación a hacerlo.