Pablo Salvat* 1. Y de seguro, el malestar actual que se expande a lo largo y ancho del país, va mucho más allá de los aquí mencionados. Y ha sido doloroso. Ha dejado heridos y fallecidos. Como casi siempre, cuando esos heridos y fallecidos son obra de las fuerzas policiales, entonces, bueno, la responsabilidad la tenemos los ciudadanos mismos y algún exceso de uno u otro carabinero. Pero si es al revés, todo queda en una nube misteriosa; se usa para aumentar los niveles de violencia contra comunidades y sirve de chivo expiatorio. De nuevo se hace presente la inveterada incapacidad del orden establecido para procesar los conflictos, que no sea a través de la así llamada “mano dura”. La verdad, si estas conductas no las hubiésemos visto antes podrían sorprendernos. Lamentablemente no es así. El ciudadano se siente muchas veces impotente, porque la impunidad del poder, las desigualdades, la falta de justicia, se revelan ejes reiterados del accionar del modelo de economía y política actual y de sus ejecutores de las elites. ¿Tiene porvenir la igualdad entre nosotros? Tiene porvenir una política democrática auténtica? ¿De qué depende la respuesta qe podamos darnos? Resulta fácil hablar acerca de la equidad, la justicia, la igualdad o la democracia. Se trata de palabras traídas de allá para acá en cada vez más discursos públicos, provenientes de ámbitos amplios y diversos: gobiernos, empresas, medios de comunicación, organizaciones políticas, iglesias. No obstante, al mismo tiempo que se habla , estas palabras parecen caer en oídos sordos, por cuanto diariamente las decisiones y prioridades de los gobiernos, conglomerados empresariales y medios de comunicación más bien se dirigen en la dirección contraria, que es la de la lógica imperturbable de subsistemas sociales que se rigen por una racionalidad inspirada en el cálculo costo-beneficio, en la ideología del crecimiento como solución cuasi-mágica. Esta racionalidad que inspira un modelo capitalista de organización de la economía, es la que mide la pertinencia de sus logros conforme a parámetros de provecho, eficiencia o rentabilidad de sus propios agentes. Y esto aunque el hiperdesarrollo de los medios termine imposibilitando el cumplimiento de sus propios fines. Pero se produce un extraño fenómeno. El bloque que gobierna esta ideología del crecimiento como progreso parece no experimentar la necesidad de proporcionar una justificación normativa a su proyecto, por cuanto la naturalización que se pretende, especialmente de la economía y de la tecnocracia, coloca a estas dimensiones de la vida en sociedad más allá del bien y del mal, de lo justo o lo injusto, lo correcto o incorrecto. Si se progresa bajo una carta de navegación proporcionada por saberes de estatus científico, ¿cómo se explica entonces el malestar ya visible en la subjetividad de nuestras sociedades civiles, no obstante la simultánea apariencia de adormecimiento que parece dominarlas en medio de la vorágine del consumo y de la conversión de la persona-ciudadano nada más que en elector-consumidor o tele-ciudadano? La naturalización de los fenómenos sociales parecía convertir a la interrogante ética en un lugar vacío. Sin embargo, el hiato entre la marcha triunfal e impávida de los subsistemas sociales autonomizados y el malestar de la población, reinstala la pregunta por la dimensión normativa del problema, por la igualdad y la justicia. 2. Si se examina nuestra región latinoamericana, a pesar de su heterogeneidad, subsiste un rasgo transversal y permanente de nuestras relaciones sociales: podemos afirmar que la desigualdad es un rasgo distintivo de nuestras estructuras institucionales, sociales, culturales y políticas desde su origen mismo, provocando que buena parte de nuestra población haya debido vivir, bajo esa desigualdad, en condiciones críticamente deficitarias en lo que concierne a su acceso no sólo a recursos materiales y medios de subsistencia, sino también en lo referido a derechos, libertades y estima social. Por tanto el punto de partida nuestro en la reflexión no puede ser ni democracias constitucionales consolidadas ni tampoco, modelos o tipos ideales a-conflictivos, o a-históricos, menos aún, situaciones de equidad relativa que no tenemos. Dicho de otra forma, lo que se manifiesta históricamente es la incapacidad de los distintos proyectos históricos en nuestra América para contrarrestar el dato central de nuestra convivencia : la (s) injusticia (s) . Y es una injusticia por decirlo así bifronte. Refiere, tanto a la distribución de recursos, derechos, bienes sociales fundamentales (salud, alimento, educación, vivienda, medio ambiente), es decir, condiciones de posibilidad de vida, de vida humana, como al espacio de consideración, respeto y aprecio de cada uno (autonomía) y de su faceta grupal-colectiva , en cuanto a su forma de ver y vivir en el mundo, a su dinámica de construcción de pertinencia identitaria. Por cierto, vemos los asuntos identitarios no de modo esencialista en cualquiera de sus versiones (más conservadora o más progresista). No nos interesan tanto los temas de identidad per se, sino en tanto y cuanto ellos, dinámicos y evolutivos , es decir, en permanente elaboración y reelaboración –más aun ahora bajo el impacto de nuevas tecnologías del yo-, forman parte del subsistema tecnologías del yo-, forman parte del subsistema cultural. Y, la cultura, a su vez, nos interesa porque es también un medio de expresión de injusticia. 3. Lo anterior puede verse reflejado por ejemplo en cuanto a que ciertas creencias, prácticas, valores y normas, convertidos en patrones de conductas más o menos institucionalizados en el tiempo, se hacen correa de transmisión de actitudes de menosprecio, subordinación, segregación, exclusión, sea por motivos económicos, políticos, de raza, o sociales. Marcan el signo de la intersubjetividad social entre nosotros y de su administración colectiva. Abriendo así – de pasouna interrogación sobre la necesidad de no solo reflexionar/promover reformas no reformistas en el campo de la política y la economía, sino también, en el terreno de lo ético-cultural, como ingrediente fundamental para el logro de una sociedad justa e igualitaria. No podemos decir nada conclusivo por ahora al respecto. Pero sí que la historia social del país, tanto la del pasado cercano, como la del pasado anterior, parece manifestar distintos signos de negación del otro, de su dignidad, palabra y derechos, sea en el ámbito material o simbólico. Puede leerse el proceso histórico de nuestra propia búsqueda de modernidad, como atravesado transversalmente por un rasgo reiterado, pero pocas veces adecuadamente realzado : la presencia de una larga y no terminada disputa por el reconocimiento. Con esto queremos decir que el proceso de modernización que vivimos, esto es, el permanente esfuerzo del país y sus elites dirigentes por ser modernos (y hacernos modernos, en suma), desde que nos constituimos en nación independiente, refleja en su interior una permanente conflictualidad -más o menos procesada; o más o menos violenta-, en la conformación de y el acceso a la dirección y los frutos de las estructuras técnico-productivas , político-sociales y culturales. Destaca en nuestra historia una gramática político-moral que se revela incapaz de procesar deliberativamente la otredad. Muchas veces, no alcanza siquiera para su inclusión desde el lenguaje. 4. La novedad de la situación actual es la totalización del accionar del mercado y su cálculo restringido de utilidad medio-fin; una lógica y calculo que lleva inscrita en su frente el signo del nihilismo; situación que ha desbarajustado y vuelto particularmente complejas las conexiones entre política, poder, orden social, y ética, sujeto, normas y fines. Disipada la fuerza y presencia de algún poder unificador (externo) se instala la ruptura y el desgarramiento de la vida subjetiva y social hasta hoy (entre trabajo y no trabajo; teoría y praxis; medios y fines; sujeto y objeto, etc). Se instala, como dice A.Doménech, un paulatino y doloroso “eclipse de la fraternidad”. Al mismo tiempo, nuevos mitos, creencias, institutos, emergen que pretenden suplantar ese poder unificador y arrogarse para si un carácter mágico-mítico incuestionable. Por tanto se abre desde la modernidad, una permanente búsqueda de formas y medios que remedien en parte la pérdida de un referente unificador de la experiencia. 5. Nuestra hipótesis es que ninguna democracia o modelo de desarrollo podrá sostenerse a si mismo y rendirá los frutos esperados si no se enfrenta esta herencia de modo radical, es decir, interrogando y criticando ( superando) la misma lógica capitalista imperante, así como los rasgos y caracteres del modelo democrático y cultural realmente existente. Hay que considerar que las desigualdades entre nosotros, no conciernen tanto a la remuneración de talentos o a las diferentes aptitudes para el trabajo, sino que en buena medida ellas provienen de la propiedad, su significación, su acceso y manejo concentrado. Las posiciones ventajosas no están abiertas a todos bajo igualdad de oportunidades, porque sencillamente no hay concursos para devenir un gran capitalista, un líder político o una estrella de medios. 6. El logro de una sociedad más justa está ligado también a la construcción de un ethos de justicia que incorpore la estructura motivacional en la vida diaria de ciudadanos y ciudadanas. Modificar las orientaciones de la política democrática y del no-desarrollo imperante supone abrir un debate en torno a qué sociedad queremos, qué tipo de instituciones sociales nos importa levantar, cuáles queremos que sean sus valores y normas directrices. Esto puede hacerse desde la pregunta por el tipo de sociedad que estamos construyendo y qué es lo que represente una sociedad más justa, equitativa o igualitaria. 7. Una convivencia democrática como marco general supone, para tener viabilidad, una teoría igualitarista de la justicia. No cualquier teoría de la justicia o idea de sociedad justa se aviene con estos propósitos. Al menos no aquellas de tipo “propietaristas” (anarcoliberales), a la cuales no interesa mucho el foro democrático y limitan su idea de equidad a un producto de negociaciones o contratos de propiedad. Las apelaciones a la justicia social la consideran un equivalente de “unicornios azules” o sinsentidos. Por su parte, una política orientada sólo a la igualdad de oportunidades (acceso a mercados, promoción de capacidades individuales), tiene problemas por cuanto no toma suficientemente en cuenta las condiciones de asimetría en relación a la distribución inicial de bienes sociales fundamentales (ingresos, derechos y libertades, estima social), que marca nuestra historia hasta el día de hoy. Tenemos que avanzar en torno a la necesidad de levantar unos mínimos normativos en lo social que, tomando en cuenta nuestro pasado, puedan reorientar la marcha de las instituciones sociales y políticas en base a ciertos idearios en el marco de sociedades plurales y diferenciadas. En lo que a nosotros concierne nos interesa una política igualitarista fuerte. Para ello, proponemos trabajar en torno a los siguientes principios normativos orientadores: a. Estima y reconocimiento social en igualdad de condiciones para todos (basado en dignidad de cada cual en tanto sujeto de derechos e interlocutor válido); b. principio de justicia social, orientado a una radicalización del principio de diferencia rawlsiano: se deben combatir todas las desigualdades en relación al poder, la propiedad y la estima social que no mejoren las condiciones de los más perjudicados, excluidos o necesitados de la sociedad; c. principio de una ética de la responsabilidad, que considera las generaciones no nacidas aún y la sustentabilidad del modelo de desarrollo. 8. Por cierto, el intento de reponer la discusión pública en torno a finalidades alternativas en el espacio social no resulta fácil ni evidente hoy en día, debido a la colonización mediática del espacio público y al peso de la tecnocracia en los mandos dirigenciales. Este peso termina negando la validez de la discusión en torno a valores y normas, porque afirma que las referencias a criterios de justicia, igualdad o reconocimiento no pueden tratarse bajo el modelo de razón cientifico/técnica dominante más que como opciones estratégicas o instrumentales. Pero no solo eso. Resulta complejo el abordaje de las asimetrías en la relación entre poder y equidad, porque en esa relación están implicadas no sólo instituciones, relaciones o estructuras forjadas históricamente, sino también lo que podemos llamar un ethos o modo de ser basado en ciertas percepciones valorativas y normas sociales cotidianas; una forma político-cultural de convivir, cierta ética compartida del sentido común que, con sus matices, recorre transversalmente la sociedad y sus instituciones. Las formas de convivencia nos heredan hábitos sociales que no contribuyen precisamente a superar esas asimetrías del modelo imperante: impunidad, viveza, discriminaciones, ninguneos y arribismos pueblan el escenario decisional privado/público. Dicho brevemente: no disponemos de una moral igualitarista. Será difícil modificar el accionar de las instituciones si, al mismo tiempo, las conductas personales, corporativas, sociales, apuntan cotidianamente en sentido contrario, es decir, siguen convencidas que en nuestros países hay gente de primera, de segunda y de tercera clase, y que es conveniente que eso siga así. Quizá esto pueda ayudar a explicar el escaso debate público entre nosotros en torno a los temas de equidad, desigualdad o búsqueda de la justicia. Al ver así las cosas nos evitamos un juicio sobre las relaciones sociales instaladas, sobre las instituciones que tenemos; es decir, sobre el tipo de sociedad en que vivimos, sobre el estado del vínculo social y sus principios ordenadores básicos. *Dr. en Filosofía Política, U.Católica de Lovaina. Director Magíster Ética social y Desarrollo humano; Profesor-Investigador Departamento Ciencia Politica y RRII- Universidad Jesuita Alberto Hurtado