MEMORIAS DE UN MARINO LEMA: ARGOS Me llamo Francisco Galé y nací en Punta Umbría, un precioso pueblo donde el mar impregna toda su historia y recuerdo que desde niño no tuve otra ilusión que ser marino y vivir aventuras en lejanos y exóticos lugares. En mis sueños me veía sorteando terribles tormentas y salvando a los náufragos en pleno huracán, viviendo uno y mil peligros, andando sobre terribles arrecifes y encontrando amores salvajes y fugaces en playas tropicales y en países legendarios. Mi padre Juan Galé, era profesor de Instituto y me contaba que Punta Umbría fue colonizada por fenicios, griegos y romanos, atraídos por el eficaz abrigo que proporcionaba a las pequeñas embarcaciones, el dédalo de cursos de agua que formaban los ríos Tinto y Odiel. Entre los siglos VIII y XIII, fueron los musulmanes los que se establecieron en tierras puntaumbrieñas, tal como atestiguan los restos encontrados en Isla Saltes, que también atesora recuerdos tartessos, los legendarios habitantes del Sur de Andalucía. Durante el último tercio del siglo XIX, Punta Umbría es descubierta por los ingleses, como el lugar más apropiado para el descanso y la curación de enfermedades. Mi padre recordaba amistades inglesas de aquella época y también el curioso episodio ocurrido en 1.943, que pudo cambiar el curso de la Segunda Guerra Mundial. Según mi padre, el pescador José Antonio Rey María, encontró en Punta Umbría, el cadáver del comandante de los Royal Marines ingleses William Martin, el hombre que nuca existió. El cuerpo del falso marine formaba parte de la Operación Mincemeat (carne picada ), organizada por Inglaterra para desviar la atención del Alto Mando alemán sobre las operaciones que preparaban sobre Sicilia, para la Primavera de 1.941. Los altos responsables militares de Alemania, incluido Hitler, se convencieron de la veracidad del hallazgo, con lo que Inglaterra cumplió su objetivo de engañar al enemigo. Mi juventud transcurrió entre las playas de la Ría, Los Enebrales, la Bota y el Portil y también en el Paraje Natural ""Marismas del Odiel"", declarado por la UNESCO ""Reserva de la Biosfera"" y que conserva la población europea más densa de espátulas e importantes colonias de garza real, garza imperial, aguilucho lagunero, cigüeña negra, morito, grulla y flamenco. El águila pescadora también abundaba en estos lugares, atraídas por la abundancia de lenguados, lubinas y doradas. También solía pasear de niño por Los Enebrales, admirando este espacio natural colonizado por bosques de pinos, sabinas y enebros. Allí, de pequeño, me admiraba con la colonia de camaleones y observaba aves como la curruca, el chotocabras, el cuco, la abubilla y el alcaraván. En La Laguna del Portil, también observaba aves acuáticas como el calamón, el zampullín, el ánade real, el pato cuchara, el chilitejo, la garza real y el martín pescador. Toda esta belleza me hacía pensar que yo había nacido en un verdadero Paraíso, pero también inflamaba mi mente, soñando con los Mares del Sur y las legendarias hazañas vividas por los héroes de Emilio Salgari ó Julio Verne. Fue por eso, por lo que tras varios años de práctica en los barcos pesqueros, me embarqué en una goleta y realicé largas travesías, aprendiendo las exigencias del mar y sabiendo comprender el terrible esfuerzo de ganarme el pan de cada día con la aureola de un héroe romántico. Mi primera prueba de fuego, fue la caída de una verga sobre mi pierna, que me dejó malherido varias semanas, hasta el punto de que para salvar la vida, estuve cerca de seis meses en un hospital de Shangai, luchando contra la gangrena y escuchando fantásticos relatos de otros marineros, que describían la magia del Oriente, como un lugar misterioso donde todas las aventuras eran posibles. De aquel hospital me escapé, cuando pensé que estaba casi restablecido, embarcándome en un viejo vapor que recorría el mar de la China, mercadeando a veces con carne humana, que buscaba en las costas de Japón el ansiado Paraíso. Una de estas primeras travesías la formaba un grupo de famélicos personajes, que entraron a cubierta en tropel, con los pies desnudos, sin emitir una palabra, ni siquiera un murmullo de desaprobación y que pronto se encaramaron por camarotes y escotillas como una marea humana en busca de destino. La mayoría de ellos procedían de chozas solitarias de la jungla, huyendo de la miseria, cubiertos de mugre, polvo y harapos y sin saber si aquel cascarón los conduciría a algún lugar apacible ó sería su última tumba en alta mar. Entre la multitud se encontraban familias enteras formadas por viejos enjutos, jóvenes que no conocían el miedo y muchachas recatadas de largos cabellos, algunas de ellas de una belleza salvaje y primitiva, como arrancadas de algún cuadro de Gaugin. El traficante que comandaba aquella marea humana, era un árabe de tez cetrina llamado Alí Hassam, adornado con una túnica blanca y un enorme turbante, que dio la orden de zarpar al capitán, un viejo chino de larga barba blanca que atendía al nombre de Lin Chao y que pronto atravesó el estrecho istmo que dividía a dos islas, cruzando en parábola el desfiladero y virando noventa grados, atravesando el mar de la China en dirección a Japón. El árabe, en pié, en lo alto de la popa invocó el favor de Alá, mientras un anticuado faro avisaba del peligro de los arrecifes. El barco navegó varios días, bajo un cielo sereno, envuelto en el fulgor de un sol de justicia, dejando sobre el agua, un ancho río de espuma, que se desvanecía en la quietud del mar. Cada mañana el sol resplandecía como una explosión de luz y calor y derramaba sus fulgurantes rayos, sobre aquel cargamento humano, que a medida que iban avanzando las semanas, caía en la desesperanza. Solo el frescor de las noches animaba las conversaciones y la luna, blanca, redonda y pura, se presentaba como una promesa incumplida, como el camino que señalaba en el mar, el destino marcado por un dios bondadoso. Esa misma luz cenicienta, formaba un paisaje surrealista, sobre aquellos cuerpos cubiertos de andrajos, como si algún retrato de Durero se hubiera plasmado en la soledad de la noche. La única sombra que parecía enturbiar la placidez del mar, era el humo de la chimenea de aquel paquebote que parecía escapado de algún relato de misterio. Un chino silencioso e inmóvil portaba el timón, mientras el capitán Lin Chao contemplaba las cartas de navegación, como intentando descifrar algún terrible jeroglífico. La fina espada de oro que formaba la luna, se había ido perdiendo sobre la impenetrable superficie de las aguas y la eternidad que parecía residir en el cielo, fue acercándose a los habitantes de la Tierra, dejando entrever el esplendor de la Estrella Polar, aparte de una miríada de puntos luminosos que parecían observar con interés, aquella singladura inacabable. El barco se movía con tanta lentitud, que su movimiento era imperceptible para el sentido humano, como si flotara en una nube ó atravesara el mismo centro de la Vía Láctea. De pronto, un sonido trémulo, como el de un lejano trueno, pareció sacudir la sala de máquinas y el barco ralentizó su ritmo, como si le faltara carbón a sus bodegas. Ello provocó la ira de Alí Hassam, que imprecó con grandes voces al capitán, como si temiera que aquella mercancía macabra no pudiera llegar a su destino, para ser utilizada en las plantaciones de arroz. Aunque en realidad, la verdadera preocupación de Alí Hassam, era la seguridad de la princesa Sue Lyn, una preciosa muchacha de 18 años, cuyo destino final sería Kyoto, para casarse con un alto dignatario de la Corte Imperial. Aunque Sue Lyn no solía pasear con frecuencia por cubierta, cuando lo hacía era una verdadera aparición para aquellos desheredados de la fortuna, que veían en aquella mujer, la encarnación de alguna diosa. Su cara de porcelana china, sus bellos ojos y su extraordinaria belleza, aparecían resaltados por espléndidos kimonos, bordados a manos, que le daban a Sue Lyn la apariencia de un ser angelical. A veces, desde su camarote yo escuchaba su preciosa voz, entonando bellas melodías chinas y puedo aseguraros que yo que había visto a las exóticas bellezas de los Mares del Sur y a las rutilantes mulatas de Brasil, nunca me había encontrado con un ser tan especial, como si aquella muchacha procediera de otro mundo, para alegrar la visión de los seres mortales. Por otro lado, desde que nuestros ojos se cruzaron por primera vez en cubierta, nació en mí una pasión inalcanzable, como si la diosa Venus de la Antigüedad, se hubiera aparecido ante mis escépticos ojos, para contarme los secretos del amor. De todas formas, yo advertía en la voz de Sue Lyn, un cierto tono de tristeza, como si no estuviera de acuerdo con aquel matrimonio de conveniencia y deseara escapar cuanto antes de aquella cárcel de oro. Los días siguieron pasando con una lentitud sobrecogedora, hasta que una noche, unos gritos de dolor me despertaron y acudí en sigilo a la bodega del barco, donde asistí a una escena impactante, que llenó mi ánimo de rabia y dolor. Allí estaba Alí Hassam, con cuatro bellas muchachas completamente desnudas, a las que sodomizaba, como si hubiera convertido aquel barco inmundo en su harén particular. Yo entre mis cachivaches llevaba un ejemplar del Ingenioso Hidalgo don Quijote de La Mancha y un cuchillo albaceteño de regulares dimensiones. Imbuido quizás, del espíritu justiciero del hidalgo manchego, degollé a aquel ser miserable y ayudado por las cuatro muchachas, arrojé su cadáver por la borda. Ya se veían cercanas las costas de Japón y al amanecer, el cuerpo de AIí Hassam aún flotaba en la lejanía, como un fardo pesado, mientras que la tripulación lloraba de alegría al ver que aquel ser despreciable, había pasado a mejor vida. Una leve brisa peinaba la superficie del mar, mientras el capitán Lin Chao ordenó desplegar las velas, para aumentar la velocidad del paquebote y los marinos, buscando la dirección del viento, tensaban el foque, arriaban la cangreja y daban gritos de alegría ante la vista esplendorosa y radiante de la costa japonesa. Yo, mientras tanto, había repartido la gruesa bolsa de monedas que portaba AIí Hassam, entre aquellos seres desarrapados, que intentarían en Japón iniciar una nueva vida. Aquella muchedumbre de seres agradecidos, me trató como un héroe romántico y hasta pasé un par de meses en la costa, recuperándome de mi pierna aún dolorida y gozando de los favores de Sue Lyn, la más bella mujer que jamás haya conocido hombre alguno. Pero el destino y el verdadero amor del marino es el mar y ya soñaba con nuevas aventuras, que a mi pesar llegaron, para convertirme en el más feliz ó el más desdichado de los mortales...