Eros ético ‚La intimidad con el no enamorado, que se mezcla con una moderación (σωφροσύνῃ) mortal, que dispensa mortalidades y mezquindades, y que produce en el alma amiga (φίλῃ) un servilismo (ἀνελευθερίαν) aplaudido por las masas como virtud, le garantizará a ella nueve mil años sin entendimiento, rodando en torno a la tierra y bajo esta‛ (Fedro 256e4-257a2) Nuestra común lectura de la ética platónica en general pone el mayor cuidado en los elementos normativos, en los ideales morales y los problemas que plantean los individuos y las comunidades1, en particular los referidos a la intemperancia y sus múltiples correlatos2. La gran solución que básicamente traemos a colación es el intelectualismo socrático, con el cual se cree posible derrotar las odiosas tendencias materialistas, utilitaristas y sobre relativistas, manifestadas paradigmáticamente en los Diálogos por personajes tan significativos como Calicles, Polo, Trasímaco, Hipias y Protágoras. Junto a ese particular esfuerzo racional, se plantean fórmulas de acción, como son las virtudes éticas, que alcanzan en muchos momentos el estatus de lo eidético –las búsquedas conceptuales de los diálogos socráticos así parece presumirlo, aunque los de madurez nos generen imágenes más complejas-, y además se nos propone un horizonte crucial que va a signar toda acción, el bien, que incluso se Moravcsik (1992: 293) para ver sus fortalezas frente a distintas filosofías contemporáneas, hace una suerte de división de las cuestiones éticas platónicas que valdría traer a colación: ‚(1) the content of the ideal ethics, (2) moral psychology, (3) moral epistemology, and (4) individual versus comunal values‛. En este trabajo pondremos atención b{sicamente a la segunda de las cuestiones, aunque lo demás es casi ineludible. 2 La falta de σωφροσύνη probablemente sea uno de los escollos fundamentales que se enfrenta en los textos platónicos. Ello tiene una íntima relación con el problema de la irracionalidad que promueve, cuestión a la que se dedican largas y apasionadas páginas en textos señeros como el Gorgias y la República, probablemente en respuesta a experiencias histórico-políticas que marcaron la vida de nuestro pensador y que lo llevan a tratar de abrir alternativas de sensatez y cordura en un mundo marcado por excesos, desatinos y frivolidad (cf. Vallejo 1993: 9-43). 1 [1] delata como la cumbre metafísica por excelencia, si atendemos a las eficaces imágenes de los libros VI y VII de la República. Mas, atendiendo a la llamada de atención aristotélica en el sentido de que la ética antes que discernir los fines y centrarse en el quehacer racional, debe ocuparse de los medios y el fragor de la lucha contra nuestras flaquezas (cf. Ética a Nicómaco II 1), pensamos oportuno atender a la notabilísima exaltación del papel de las emociones que presenta el segundo discurso de Sócrates en el Fedro (243e-257b). Este texto puede tener antecedentes en el Banquete, quizás en la revelación de Diotima, así como la visión de la justicia como armonía en la propia República (591b-d), por citar dos pasajes para la discusión3, pero genera una idea muy diferente de lo que puede aportar la irracionalidad al pensamiento, en especial en la búsqueda de sus más altos objetivos. Es tentadora la tesis destacada con especial ahínco por Martha Nussbaum en su conocida obra La fragilidad del bien, de una gran superación de los criterios filosóficos de la República; pero es preferible atender a la prudencia de no extremar posiciones4, cuando son muchas las muestras de atemperación de las fuerzas emocionales en el propio Fedro, y más aún en textos posteriores como el Filebo, el Político y Las leyes, donde de ningún modo la exaltación erótica preside el pensar5. Mas lo cierto es que en nuestro diálogo se ofrecen suficientes Conforme con Fierro (2008: 27), el eros en el Banquete (205a-b) enlaza belleza con bien, además se abre a una perspectiva universalista, con lo cual la individualidad de la experiencia erótica, diríamos, se supera por una vía ‚ética‛ pero sin obviar por ello los aspectos motivacionales. La autora, por otra parte, pone especial cuidado en mostrar cómo en la República hay un desarrollo clarificador de la noción de bien que se está manejando y a su vez del papel que deben jugar las ‚partes‛ anímicas para alcanzar los objetivos que se propone para el alma como un todo, específicamente en una perspectiva intelectualista (cf. p. 30). Mas, es precisamente esto último es lo que nos mantiene un poco lejos de la versión de la República. 4 Destaca Irwin (2000: 495-6) cómo en la República queda claro que el alma racional posee deseos eróticos, y que es acaso el modo de desarrollo de la propia actividad mental del filósofo; de ahí las curiosas descripciones sexuales de la búsqueda de la verdad (cf. en particular 490a-b). Por otra parte, como destaca Fierro (2008: 29-31), hay una imagen importante de ‚corrientes de deseo‛ al inicio del libro VI que debería reconsiderarse; allí se mencionan dos tendencias: una hacia la verdad y la sabiduría, la otra hacia la corporalidad y sus placeres, siempre poniendo a esta segunda en un plano negativo –esto no significa que los deseos de las partes inferiores sean malos, sino más bien que pueden y deben encausarse adecuadamente-. 5 Señala Crombie (1979: 285-6) que si tenemos en consideración Las leyes, veremos una posición ética bastante coherente en la ética platónica, la que llega a presentarse de forma consistente en la República –exceptuando las cuestiones relativas al placer, en las cuales se muestran marcas diferencias en los diálogos que antecedieron a la última obra política del filósofo-. No obstante, según este autor, en los textos tardíos hay un cambio de tonalidad o énfasis, pues se pone especial cuidado a lo cosmológico, frente los problemas de la cotidianidad y su particularidad que marcan los diálogos tempranos. Así, el Filebo presta ‚atención a: <<¿cu{l es nuestro lugar en el cosmos?>>; en vez de a: <<¿cómo podemos tener éxito en nuestras vidas?>>‛ (p. 286). 3 [2] argumentos para obligarnos a repensar las fortalezas que aportan nuestras pasiones en la indagación filosófica. Es en esta línea que queremos ver las alternativas que genera para la problemática moral. No sobra recordar que hablar de un ‚eros ético‛ puede parecer contraproducente, en la medida en que sugeriría que se desregulen nuestras tendencias apetitivas, y aunque en la República se le da cierto espacio a ello, aceptando su existencia y su aporte, de modo alguno se dan márgenes de libertad, y menos aún preponderancia. Por otra parte, Platón ha hecho antes ingentes esfuerzos por regular nuestra debilidad, dejando la idea de que con σωφροσύνη casi nos aseguramos una vida moral apropiada, en la medida en que es lo nuclear para explicar el autodominio (cf. en particular Rep. 430e-431b, Cármides 165d-e, Rep. 571d-572a y Banquete 196c). Mas, queremos, frente a ello, defender una ética que parta del desarrollo de algunos sentimientos, o que al menos explicite alternativas que fortalezcan el compromiso que racionalmente se postula. La pasión, creemos, lejos de instaurarse como una instigadora de nuestras más bajas tendencias, puede convertirse en una aliada, compañera ante circunstancias que devalúan nuestras suposiciones intelectivas6. No significa esto, evidentemente, que se busque recuperar las clásicas posiciones de un Adam Smith (Teoría de los sentimientos morales) o David Hume (Tratado de la naturaleza humana), sino la idea de que se necesita una suerte de conciliación entre extremos, a la manera pitagórica de armonizar absolutos que pueden generar puntos de intermediación –medias proporcionales- que no solo justifiquen el diálogo, sino también lo guíen y definan7. Como señala el propio Sócrates al arrepentirse de su primer discurso: ‚si, como en efecto lo es, el amor es un dios o algo divino, no podría ser malo‛ Conforme con Stanndard (1959), creemos que en el tema del eros la cuestión ética es crucial, se interprete o no positivamente. Este autor, haciendo una comparación entre el eros del Banquete y el del Fedro, diálogos que ve enlazados en una búsqueda de ordenar (jerarquizar) el erotismo, señala: ‚in both dialogues the outcome is the same: starting with an undifferentiated psychic force or motive power it is first necessary to re-direct or re-educate it when it is misdirected and by continuing the re-educative process the lover is led on to more exacting stages of moral and cognitive development until at such time the goal is reached‛ (p. 123). 7 Cercana podría estar nuestra interpretación de la perspectiva filosófica que ofrece Velleman (1999), en la medida en que precisamente trata de validar el amor como una pasión que tiene claros alcances éticos; no obstante, su preocupación principal está en responder al problema kantiano de la imparcialidad, frente a la apuesta personal, en algunos casos más ampliada, que nos mueve eróticamente. Para nosotros aquí el eros es una razón que da pie a la pasión, que es la que queremos rescatar para una ética platónica. 6 [3] (242e2-3). Es necesario resarcirse del pecado8 que se cometió atrás contra la verdad, el bien, la naturaleza, para poder reconciliarnos con la vida. Con facilidad podemos hablar de una ética desinteresada, pura, que se goza con la sola entrega por ideales absolutos; pero son palabras antes que verdaderas razones. Valga atender a nuestras necesidades más ciertas, aquellas que nos permitirán dar rienda suelta a lo que más importa, aunque con la consigna de que todo debe ser de alguna manera comedido: nos allegamos a nuestra subjetividad, pero a sabiendas de que nos ha de permitir alcanzar un bien más pleno, no cualquier otra cosa. El amor 9 La palinodia socrática nos lleva a pensar en el amor primariamente como un dios, y no un hijo de Penia, la pordiosera del Olimpo, de la que habla el Banquete (203b-c). Esto no significa, con todo, que los rasgos que muestra en nuestras vivencias eróticas deban ser leídos como puros y simples. Lo que realmente deberemos comprender es que estos acontecimientos deben ser incluidos dentro de las manifestaciones de lo mejor que tenemos10. Mas recordemos algunas de sus características más prominentes, las que curiosamente Sócrates ha explicitado en su primer discurso, cuando pone al amor en el mismo nivel de los apetitos más groseros y nefastos para un alma, relacionados todos con la intemperancia: ‚el deseo (ἐπιθυμία) que sin razón (ἄνευ λόγου) gobierna sobre el juicio (δόξης) que impulsa hacia lo recto, Sobre el carácter religioso –purificador- de la Palinodia socrática, mantenemos la perspectiva de la lectura de M. Demos 1997: 243-6. 9 Solo se tratará aquí la definición del amor en el Fedro, y propiamente la que ofrece el primer discurso de Sócrates. Evadimos el Banquete y el Lisis, sobre todo porque nos interesa la cuestión anímica y sus impulsos, y además, por supuesto, los textos en los que se opta por regular la sexualidad (República 402d y sigs., 559a y sigs., Leyes 835d y sigs.). Otra alternativa que no discutiremos es la condición de intermediador que suele verse en el eros, que acaso permita encontrar variables de unificación de muchos elementos en la obra platónica, como los que ve R. Demos (1934), para quien es este el medio que enlaza lo definido y lo indefinido, el límite y lo ilimitado, el flujo y lo universal e inteligible. 10 Nuestra lectura de la cuestión erótica está en las antípodas de versiones como la de Grube (1987), para quien la diferencia entre los dos discursos de Sócrates en este diálogo está nada más que en una extensión nominal del término ‚amor‛, que en el segundo se amplía recogiendo no solo fenómenos materiales y negativos, de naturaleza básicamente sexual, sino también los de carácter espiritual y trascendente. Para este autor la Palinodia resulta realmente una broma al lector, pues no solo no se arrepiente realmente, sino que además la censura de las locuras eróticas mundanas mantiene plena validez (cf. pp. 171-3). En paralelo a esto, Ferrari ve también una importante conciliación entre los dos discursos en la condena a la locura amorosa de tipo inferior junto con la alabanza a la de tipo divino (1992: 263). 8 [4] llevado por el goce (ἡδονήν) de lo hermoso, que es formidablemente robustecido (ἐρρωμένως ῥωσθεῖσα) por los deseos que le son congéneres ante la hermosura de los cuerpos, que vence en (este) tránsito (νικήσασα ἀγωγῇ), y que toma su nombre de esta misma fuerza, se llama amor‛ (238b7-c4). Ante semejante definición, por supuesto, deberían saltar nuestros mayores escrúpulos morales: un deseo que prescinda de racionalidad es el prototipo generador de anarquía. Recordando la imagen de paralelismo entre el alma y la comunidad política de la República (libro IV), diríamos que los trabajadores de la ciudad tomarían en sus manos la justicia sublevados frente a todo poder de orden y sensatez superiores, llevados no por el bien moral, expresado aquí en la búsqueda de la rectitud, sino por el placer que les habrá de generar el disfrute de la corporeidad. Con mayor razón se debe temer esto ante la fuerza con que acontecen los hechos: está claro que en el amor se vive la tentación de esos goces, que por cierto abren una gama de sensaciones complejas y arrebatadoras –como dirá el propio Sócrates en su palinodia: como una incontenible e incesante pasión (τὸν ἵμερον 251c8)-, que van desde ansiedades y dolores, hasta alegrías y disfrutes; pero que además no deja de alcanzar su objeto, en el que consuma con una fuerza enajenante, como venciendo en una cruenta batalla 11. Aunque la clave del amor está no en este logro final, sino en el propio tránsito, en esa fuerza que se desplaza incontenible, que no se detendrá sino hasta que haya desplegado completamente sus ímpetus12. Uno de los problemas fundamentales de la interpretación del texto platónico está en cuál es el objeto realmente que nos ha de mover: ciertamente es el amado, pero ¿qué de él? En la Escalinata del amor en el Banquete el paso por el individuo supone llegar incluso a despreciarlo después de haber visto lo que sigue; pero en el Fedro se podría mantener la idea de que el arrepentimiento se debe a que ese universalismo no es sincero. Aún así, como señala Vlastos (1981: 31), la cuestión es realmente compleja: ‚as a theory of the love of persons, this is its crux: What we are to love in persons is the ‘image’ of the Idea in them< if our love for them is to be only for their virtue and beauty, the individual, in the uniqueness and integrity of his or her individuality, will never be the object of our love.‛ Sobre este asunto son muy pertinentes las observaciones de White (2000: 399-403) a propósito de la validación tanto del amor al individuo, como a las cosas que representa o de las que este participa. 12 Aquí queremos evitar poner peso en la cuestión de la generación, la que, según la primera parte del relato de Diotima aportado por Sócrates en el Banquete, termina otorgándonos la inmortalidad (207c9-d2). En ese texto se afirma precisamente que el objeto fundamental del amor es la posesión constante del bien (ὁ ἔρως τοῦ τὸ ἀγαθὸν αὑτῷ εἶναι ἀεί {206a11-12}) y la práctica por la que esto se logra está en la procreación en la belleza que encontramos en lo corporal y en anímico (ἔστι γὰρ τοῦτο τόκος ἐν καλῷ καὶ κατὰ τὸ σῶμα καὶ κατὰ τὴν ψυχήν {b7-8}). Frente a ello, siguiendo a Bett (1986), podríamos afirmar que la clave del Fedro está en un incesante movimiento en busca de lo trascendente, para el caso de la belleza, y no en una suerte de acabamiento del proceso: ‚<they are just as important as reason itself to the soul's fulfilling of its final destiny; and this final destiny itself consists not of freedom from all change, 11 [5] No parecieran ser los mejores amigos para una vida ética semejantes excesos, los que han empezado por el olvido de lo que nos acompaña en nuestra vida de manera sostenible y prácticamente la aseguran: ‚(el alma enamorada) de todos se olvida, madres, hermanos, compañeros, y no dispone para nada de su hacienda, que se pierde por su desdén; las buenas normas y nobles costumbres (νομίμων δὲ καὶ εὐσχημόνων) con las que antes de esto se adornaba, las menosprecia todas, y así se prepara para ser esclava e ir a recostarse donde alguien le permitiría estar más cerca de su amor (πόθου)‛ (252a2-7). De conformidad con esto, parecería contraproducente que nos sumemos a una iniciativa moral que parte incluso de la ruptura con normas de uso cotidiano (νόμιμα) –recuérdese que esta palabra se usa para referir incluso ritos religiosos (funerarios, como se muestra en Tucídides III 58, 4)- y lo decoroso que debe acompañar una vida buena, y que además nos muestra furiosamente perturbados, al punto de no poder contenernos hasta terminar en la propia cama de nuestro objeto de deseo. Y, sin embargo, esas manifestaciones son el fruto de una divinidad, un ser cuya vida anímica, como se aclara en imágenes más adelante en el diálogo, sigue un sendero seguro, que posee dos corceles buenos y un auriga capaz de elevarle hasta la contemplación de lo supremo (246b y 247a-c). La locura 13 El primer paso de la palinodia socrática es el reconocimiento no de la naturaleza del amor, ni tampoco de la trascendencia de lo divino, cuestiones ya but of constant, albeit regular, motion‛ (p. 21); de ahí la propia necesidad de que las tres partes del alma sean inmortales. Con todo, conforme con Rist (1995: 53-59) la cuestión de la generación se puede encontrar sugerida en el propio Fedro. 13 Quizás sea un poco difícil encontrar una buena traducción para μανία, aunque hay un cierto consenso: Pucci usa ‚delirio‛; Cousin y Meunier, ‚délire‛; la tradición inglesa habla de madness (Fowler) o inspired frenzy (Liddell & Scott), en español Gil y Araujo hablan de ‚locura‛, mientras Lledó simplemente propone ‚manía‛. Tomando en cuenta los alcances que tendrá en el diálogo, Pieper señala lo inadecuado de hablar de una locura (madness), en la medida en que connota una irracionalidad o una insanidad, o de un delirio o frenesí (frenzy), que ‚suggests something poetic, romantic, non-essential, something that may even be arbitrarily induced by a drug‛ (1964: 49). Frente a ello, lo central en el di{logo habría de ser una pérdida del autodominio, de la independencia: ‚We do not act, but suffer something; something happens to us‛ (idem); por esta privación se cae en manos no de una droga sino de un poder divino, de ahí que sería preferible hablar de un ‚entusiasmo‛ (ἐνθουσιασμός) -Platón usa esta palabra pero en su forma como verbo-. Con todo, a nuestro modo de ver, la locura por el amado o incluso por lo hiperuranio, no corresponde a una relación estrictamente teológica: los dioses tienen un lugar intermedio, por muy favorecidos que se los quiera ver. [6] supuestas a las que en el desarrollo del discurso se llegará, sino de las bondades de la locura14, entendida como una donación de los dioses que permite acceder a la religiosidad tanto en su parte rogativa y cultual, como en la iniciática y purificadora; pero además a las artes y el propio enamoramiento filosófico, que es la meta por excelencia en la vida. Por supuesto, parece que estamos frente a actividades en las que lo nuclear es una suerte de arrobamiento que nos distancia de la vida práctica y, especialmente, de lo que nos exige la acción política; de manera que deberíamos mantener una cierta reticencia de la propuesta del texto para llevarlo a cuestiones éticas, que están relacionadas con una cotidianidad que exige racionalizaciones desde la sensatez o la prudencia. No obstante, debe considerarse que la denominada μανία, según destaca el propio Sócrates, ha generado históricamente τὰ μέγιστα τῶν ἀγαθῶν (244a), tanto en el plano individual como en el comunitario (b1-2); mientras que la σωφροσύνη –entiéndase como autocontrol o moderación15-, que se caracteriza por un cuerdo distanciamiento o sometimiento de la irracionalidad, más bien no alcanza a generar beneficio alguno, habida cuenta de que se trata de un producto humano (244d4-5)16. Por otra parte, en lo que compete al arte, cuya validación está decididamente relacionada con la locura –o con una intervención de divinidades en el sujeto creador o intérprete, como lo propone el Ión (533e3-8)-, termina cargando con la responsabilidad de la educación de las generaciones futuras (τοὺς ἐπιγιγνομένους παιδεύει [245a4-5]). Todo lo cual parece una afrenta a las propuestas éticas de la República, acaso la obra que queda en suspenso a partir de este otro diálogo17. Finalmente, la filosofía puede Valga apuntar la advertencia de Vlastos (1981: 27) de la necesidad de revisar la convergencia entre μανία y νοῦς que muestran obras como el Fedro y el Banquete, aquella que se lograría precisamente en el amor. Cuando decimos que no es la naturaleza de este último la que primero importa en la Palinodia, en realidad nos equivocamos, pues la locura es su expresión por excelencia, así como la contemplación resulta su mayor logro (no tanto la generación, como lo señalamos atrás). 15 En estos pasajes de las p{ginas 244 y 245 se utiliza m{s el verbo σωφρονέω (con excepción de 244d4), lo cual no cambia sustancialmente el concepto. Aunque a este propósito sí valga retomar lo que en 250b se explicará con contundencia: no hay un menosprecio de la σωφροσύνη en sentido pleno, sino de la imagen (ὁμοίωμα) de esta que se logra plasmar aquí, que puede ser evocadora, pero no una realidad significativa. El texto que hemos citado al inicio de este trabajo (256e4-257a2) es contundente al respecto. 16 Irwin (2000: 500) asume que la σωφροσύνη que se rechaza es la que se remite a lo ‚instrumental‛, esto es, la que permitiría manejar b{sicamente las partes no racionales de lo anímico y que, en última instancia, es una virtud de ‚fachada‛ que se llega a censurar también en la República (cf. también pp. 322-4). 17 Cf. en particular Nussbaum 1995: 276-7 y 294-5. Frente a ello, valga recordar la tesis de Irwin (2000: 501), quien recuerda que el filósofo que vuelve de la contemplación de lo formal para liberar a sus excompañeros de la caverna es visto como un ser ridículo e incompetente, por lo 14 [7] parecer una actividad de carácter contemplativo que renuncia a la concretitud para sobrevolar en busca de ideales trascendentes que no tienen mayor relación con lo ético, si atendemos a la lectura aristotélica de esto, que lo ve relacionado básicamente con costumbres (ἔθη) y virtudes como la propia σωφροσύνη en el plano ‚mortal‛ (cf. Ética nicomaquea 1003a3-7 y 17). Pero Platón nos lleva a comprender este tipo de visiones extáticas como pasos esenciales en la comprensión y justificación de lo normativo: por lejos que deba ir el filósofo en busca de sus ideales, eso no lo separa de su proyecto político, que implica no solo incidir en el poder sino también en la necesidad de llegar a tomarlo decididamente en algún momento. Con todo, antes de mirar lo de positivo que tiene esta pasión divina, podría insistirse en las consecuencias de su ausencia: ya hemos señalado que evidentemente nos perderíamos beneficios nada despreciables, como son los presagios, las exculpaciones, las obras artísticas y nuestras intuiciones eidéticas; pero lo más esencial está en la propia comprensión y aceptación de su papel en la constitución del alma, entre cuyas pasiones y operaciones no pueden faltar elementos que no se adhieren a los parámetros de la razón, más aún cuando la propia inmortalidad anímica depende del movimiento, y ciertamente el que nos caracteriza es el que proviene de nosotros mismos -aunque este en general responde a lo que el entorno le provoca-. A este propósito, la imagen de los caballos alados y el auriga es muy explícita: se trata de un grupo movido por intereses, deseos que no nacen de sí, sino de lo que llegan a contemplar o vislumbrar18. Se supone que lo mejor para semejante tripleta es perseguir lo que los dioses pueden alcanzar, pero, sea que lo logren o no, siempre están marcados por un horizonte que les apasiona y arrebata. Es cierto que es el grotesco corcel insurrecto el que carga con lo más radical de lo que enloquece, pues es el que se llena de ὕβρις y asume una postura que no le cabe, con arrogancia (253e3), además de ser sordo, indócil y que podría afirmarse que la filosofía para Platón en general sería leída como una especie de locura, sea por su referencia a un conocimiento por reminiscencia irreconciliable con la realidad que vivimos o por su búsqueda de ello como el horizonte epistémico fundamental. De esta manera, no habría una gran novedad en la propuesta del Fedro, al menos en comparación con la República y especialmente el Banquete, en el cual está claro que hay una suerte de arrobamiento erótico que explicita la propia racionalidad. Entre el Fedro y el Banquete, señala Ferrari (1992: 268), hay equiparación de objeto –la cuestión metafísica-, pero diferencia de ‚cliché‛: ‚in the Symposium, the chiché is ‘love promotes virtus’. In the Phaedrus it is ‘love is wild’‛. 18 Valga recordar que esta lectura de los deseos o ímpetus de las partes o géneros del alma podría hacerse corresponder con los planteamientos de la República (cf. 580d7-8), como señala claramente Kahn (1987: 81-91). [8] tender a encabritarse (σκιρτῶν βίᾳ), abalanzándose sobre lo que desea sin freno. Pero a esto no puede reducirse el fenómeno de nuestras pasiones y emociones, pues sería como tener la perspectiva del deprimido o del maniático frente a los mejores momentos de la vida –ambos pueden estar conscientes de lo que ocurre, pero su disfrute o aprovechamiento no es el más deseable-. Recordemos cómo los propios dioses a los que intentamos seguir, se dirigen a lo más alto del cielo, no por una ley de necesidad o por un ordenamiento determinado, sino por el deseo de alcanzar lo que les alimenta por excelencia: διάνοια y ἐπιστήμη (247d1-2), eso que aman como bien (ἀγαπάω -d3-) y les place plenamente (εὐπαθέω -d4-). En correspondencia con esto nosotros tenemos la posibilidad de acceder a sitiales superiores, si es que sumamos fuerzas aspirando gozos plenos. En ello, además, contamos con un aliado fundamental: nuestro caballo bueno está predispuesto para la cordura y pudor (σωφροσύνης τε καὶ αἰδοῦς {253d6}) que corresponden a quien se suma a un objetivo verdadero y gustoso, una δόξα (d7) que no se oculta en las sombras o palabras, sino que es plenitud, pese a que para el mismo no se manifiesta en todos sus extremos, habida cuenta de que es compañero en el impulso y no en la comprensión de lo contemplado (247c7-8). Paralelamente, el auriga, que para todos los efectos tiene los mismos ímpetus de los dioses y es el principal responsable de seguirlos, desdichadamente se ve sobrellevado por la dificultosa situación de ser líder de un grupo dispar y casi incontrolable, de modo tal que lo vemos con perturbaciones que no imaginamos en las divinidades. En efecto, en su mayor esfuerzo por alcanzar lo superior, nuestro cochero logra levantar la cabeza y contemplar aquella maravillosa trascendencia, por supuesto en el momento en que alcanza a acompañar a los dioses en su rotación (248a2-4); pero su tránsito con los corceles es tumultuoso y fatigoso (θορυβουμένη ὑπὸ τῶν ἵππων καὶ μόγις καθορῶσα) y el resultado del mismo es una suerte de desastre: ‚ella (el alma) algunas veces se levanta, otras se hunde, y con el esfuerzo (βιαζομένων) de sus caballos ve unas cosas, otras no. Todas las dem{s (almas), con un deseo vivaz (γλιχόμεναι), se acercan a lo alto, pero imposibilitadas, hacen el recorrido circular hundiéndose, pateándose y fustigándose mutuamente, al intentar (cada) una llegar a estar por delante de la(s) otra(s)‛ (248a5-b1). Por supuesto, semejante barullo, del que parecen desentenderse los dioses, genera un final a todas luces desventurado para los humanos, pues terminan cayendo en nuestro mundo, soportando el castigo de tener que incorporarse en [9] cuerpos e incluso en condiciones sociales poco deseables, determinadas por una ley justiciera, la de Adrastea, que otorga vidas distintas según el nivel de acceso que se haya tenido a la visión de lo supremo, así como sus merecimientos en vida (248c2 y sigs.). En este proceso se sufren toda clase de desgracias: se destrozan las plumas que permitían volar, se rompen piernas los corceles, de los tirones el caballo indómito llega a romperse su boca, de la cual han salido toda clase de insolencias (254c-d). Y parece que en todo ello hay un gran culpable, el licencioso corcel negro; mas no es esto completamente cierto, porque caben responsabilidades fuertes en sus compañeros, los cuales también pierden su compostura, enfurecidos contra aquel, no sabiendo cómo detenerlo y guiarlo. De hecho se habla de una κακίᾳ ἡνιόχων (248b2) como una de las razones, acaso principalísima, para que no se alcancen los objetivos que los dioses sí logran; una ‚incapacidad de auriga‛ que parece el natural producto de la falta de experiencia y de unas pasiones mal manejadas19. Este auriga nos hace recordar aquel tristemente célebre hijo de Helios, Faetón, que es incapaz de manejar el carro de su padre y termina perdiendo la vida en una aventura juvenil irreparable. Aunque no somos nosotros mortales como aquel, pues nos corresponde un castigo, que no deja de tener compensaciones: el alma encarnada, pese su desventura, en ocasiones se enfrenta a realidades que le permiten trascender con locura. En efecto, frente a la forma que mejor se plasma en este mundo, la belleza, se retrotrae a aquella experiencia en los cielos, y vuelven a presentarse en ella las mismas sensaciones: ‚cuando el auriga, al ver la cara del que le provoca amor y sentir por esta percepción que se acalora el alma toda, se llena de un cosquilleo y picaduras de nostalgia; mientras tanto, de los caballos el que obedecía al auriga, contenido en ese momento y siempre con reverencia, se reprime a sí mismo de no lanzarse hacia el amado. Pero el otro no respeta ni siquiera las picaduras de su auriga ni el látigo, y se precipita con la fuerza de sus saltos‛ (253e5-254a4). Ese calor y cosquilleo, que se unirán luego a angustias y dolores, son del alma en su conjunto; pero casi de inmediato se empiezan a distinguir los excesos, la lucha, la incontenible locura del ‚alma concupiscible‛ en su individualidad, la que tiene una fuerza y pujanza que pervierte las bondades de las otras fuerzas anímicas. Ferrari explica el fallo del auriga como una suerte de descuido producido por su propia emoción: ‚When arguing, the charioteer’s emotional attention had been focused on what we might call internal politics: establishing correct order in the team. But when he comes to recollect Beauty itself, his emotional attention is swept away by the object of this private memory, and he effectively forgets about his team‛ (1992: 266) 19 [10] Mas a la luz de lo que venimos considerando, el enamorado que pretende revalorarse, pasa por una impensada reacción frente a lo excelso, que trastorna toda su existencia, incluyendo aquellos elementos en los que hemos puesto mayor confianza, como son nuestras mejores emociones y razonamientos. Estos últimos, que bien podemos suponerlos identificadores de un ‚yo‛, resultan una fuerza más, una que intenta dar un horizonte de bien y de objetividad a lo que nuestro ser debería tender, pero igual termina mostrando inconsistencias, debilidades e incapacidades. Mas, la clave del platonismo no está en la tragedia, sino en la postulación de mejores mundos posibles. Así lo muestran los Diálogos políticos, e incluso los más críticos, donde siembre se abren alternativas, aunque sean difíciles de concretar, o sirven al menos como un horizonte que no demos perder de vista, aunque sepamos que los interlocutores no tienen forma de entender o aceptar lo que se postula como mejor. De manera que no todo está perdido: en efecto, es perfectamente posible llegar a contemplar alguna de las verdades superiores, aunque sea en parte (κατίδῃ τι τῶν ἀληθῶν {248c3-4}), lo cual es condición suficiente para mantenerse en el séquito de los dioses, que por demás no deja de ser numeroso. Por otra parte, conforme con la ley de Adrastea realmente existen variables en esta vida encarnada que son relativamente alcanzables: la mejor de las generaciones es un ideal de vida de los seres humanos libres, que se caracterizan ya sea por ser filósofos, amantes de la belleza, músicos o expertos en el amor (ἐρωτικός) (248d4-5). Ciertamente las estirpes más negativas son socialmente amplias, en la medida en que los artesanos y los labradores aparecen en un sétimo puesto; pero los últimos lugares, que incluso se calificarían como lo peor de la ciudad, son muy selectos, pues hablamos nada más de los sofistas, los demagogos y, finalmente, los tiranos. En correspondencia con esto, podríamos decir que solo algunos cuantos son tan desdichados que no son capaces de cerrar sus oídos al bien que se nos ofrece como posibilidad, que dejarían que sus fuerzas anímicas generen una nueva tragedia, porque sencillamente pierden la cordura y la sensatez de no contenerse, de dejarse llevar por sus tentaciones más radicales. El hecho mismo de que Platón esté dando prioridad a los amantes del arte y la belleza, y a los amantes en general, muestra una visión profundamente optimista de la vida, muy lejos de perspectivas que niegan instintos, deseos y pasiones. La locura misma que se describe como filosofía es una apoteosis del amor que puede caracterizar cualquier vida humana, a menos que esté realmente cercenada por [11] excesos fundados en el amor al poder por sí y a una palabra sin responsabilidad. Así las cosas, ¿estará la respuesta de lo que se nos propone en algún punto medio, acaso como el caballo bueno? En principio esto permitiría pensar en una comedida disposición. En efecto, el buen corcel ofrece su fortaleza al bienestar del conjunto, no pretendiendo nada para sí, ni siquiera en el momento en que suma su poder contra su compañero de tiro. No obstante, esta fuerza igualmente genera en el alma un encabritamiento muy particular: ‚retir{ndose ambos más lejos, el primero (el bueno) por la vergüenza y el estupor (αἰσχύνης τε καὶ θάμβους) empapa de sudor el alma toda‛ (254c3-5). Ese sudor es el fruto de una suerte de congoja que se manifiesta en la tensión entre lo que quisiera perseguir y lo que le exige el pundonor, pues vive la compensación que supone mantenerse entre extremos. Este caballo se define por amar el honor (τίμη) que se une a la moderación (σωφροσύνη) y la reverencia (o respeto -αἰδώ-), condiciones morales que corresponden con la meta por excelencia de la vida anímica, la ἀληθινῆς δόξα, de la cual se le declara compañero; de manera tal que resulta ser el aliado por definición del auriga. Mas, en las citadas desventuras del conjunto, termina colaborando con los malos manejos de su jefe, al punto de no poder ofrecer la citada moderación, cuando más se la ocupa. De esta manera, el medio no nos asegura el éxito, y pareciera que la cuestión debería más bien recaer en el auriga, aunque tendríamos que realizar cambios en nuestro manejo de nuestras fuerzas anímicas, sea por la vía de una armonización de las mismas, para ser efectivos en el alcance de nuestros objetivos, sea en el desarrollo de una verdadera comprensión de lo que a cada uno toca, entiende, asume y puede lograr. Por este camino queremos entender la complejidad del fenómeno moral, ese acontecimiento que, ya viniendo de fuera, de dentro, o de donde se quiera, logra determinarnos en lo más íntimo, abriendo posibilidades, pero a su vez estableciendo condicionamientos y necesidades, muchas de las cuales suspenden nuestro entender. El objeto del amor Si consideramos las discusiones socráticas, las que se reproducen en los primeros diálogos, así como algunas de los más importantes textos donde Platón explicita lo formal, especialmente la República, nos encontramos con una constante referencia a cuestiones de índole moral; y no solo al nivel del análisis del comportamiento, la formación o los modos de vida de las personas, sino [12] también de la propia determinación de los contenidos eidéticos. En el Fedro esto se confirma de una manera casi radical, pues el acontecimiento de la belleza acá, o de la plenitud de lo trascendente en lo más alto del cielo, está relacionado con virtudes éticas; incluso podría decirse que son tales virtudes lo que se ve: efectivamente, en este mundo se reproducen imitaciones de la justicia y la moderación (250b1-3), que son la razón fundamental que atrae al alma enamorada; en los senderos de los dioses se puede llegar a contemplar estas mismas, pero en toda su pureza: ἐν δὲ τῇ περιόδῳ καθορᾷ μὲν αὐτὴν δικαιοσύνην, καθορᾷ δὲ σωφροσύνην (247d5-6), junto a las cuales está el saber (ἐπιστήμη). Por eso a lo divino se le otorga, al lado de su belleza el epíteto de σοφόν y ἀγαθόν, ‚καὶ πᾶν ὅτι τοιοῦτον‛ (246d8-e1), esto es, las más plenas condiciones morales. Esto es evidentemente paradójico: se supone que la justicia habría de ser una virtud política, esto es, se realiza en un entorno social. Ciertamente podemos hablar de hacer justicia a las partes del alma, como darle un lugar y un ajuste adecuado a las pasiones de lo irascible en nosotros; pero esto es más una metáfora explicativa de la concordancia de lo disímil o complejo. Por otra parte, una moderación, en el sentido en que podemos pensarlo, se refiere a una contención frente a lo que causa desatino; sabemos que esto puede mostrarse en almas buenas, en los propios caballos de los dioses, pero es muy extraño que siendo lo que caracteriza estas entidades, resulte ser el objetivo que buscan en lo más alto. La pureza en estos casos introduce una variable que no nos resulta asequible, sobre todo porque no deberíamos suponer en lo trascendente personificaciones o supuestos antropomórficos, por lo que se hablaría de conceptos simples, sin aplicaciones en ningún sentido. Mas, sabemos que la trascendencia expondría la identidad de lo que aquí apenas entrevemos y una ética habría de indagar ello en calidad de principio orientador de lo inmanente. Sea esto explicable o no, en todo caso sí se supone que semejante horizonte permite en las almas una suerte de clarificación del sendero a seguir y las formas de mantenerse en este, porque se comprenden las razones de su misma impulsividad. A este propósito, es inevitable recordar la alegoría de la Caverna, en la que la luz no es otra cosa que la irradiación del bien, con minúscula y con mayúscula: el prisionero logra captar sus obras y su manifestación, pero no llega hasta ello en el sentido estricto, pues a lo sumo lo contempla en lo alto del cielo. Y realmente se logra lo que interesa, a saber, una dilucidación de lo que determina cada cosa en la realidad, además de una [13] suerte de conversión del sujeto, que le lleva a tomar la decisión de reinsertarse en la caverna en busca de sus ex compañeros de presidio. Platón en general curiosamente se cuida de no explayarse en lo que se ha visto o se ha de ver arriba, para poner más bien, en el caso del Fedro, un énfasis en las fuerzas impulsoras y su moralidad, que es el problema que deberíamos poder superar para alcanzar nuestros objetivos. En este sentido, desde la perspectiva de las almas humanas la cuestión no está en los fines que perseguimos, en la medida en que simplemente se trataría de hacer caso a lo que siguen los dioses, sino en ver cómo logramos mantenernos a su escolta. Es ello lo que nos hace comprender el amor como una gran pasión ética, que con una fuerza extraordinaria, a fin de cuentas, se vuelve eficaz cuando se contiene y aprovecha. Enamorarse es fácil, de hecho podríamos afirmar que es un acontecimiento que llega sin que necesariamente lo queramos, aunque tantas veces lo alimentamos con insistencias bien planeadas. No obstante, hacer de este una corriente a favor de nuestro ser y de lo que nuestro pensamiento asume como lo mejor, realmente es difícil. La carga de irracionalidad que conlleva nos dificulta cada paso, porque entramos en un mundo que ya no parece nuestro. En este sentido jugamos, por decirlo con una imagen, con fuego, uno que puede bien quemar nuestras alas, o, por el contrario, fortalecerlas sumandos deseos, pasión y razón. Mas, ¿cómo se controla una locura? Cuando el caballo concupiscente tira en busca del objeto de sus deseos, incurre en una suerte de crimen (ὡς δεινὰ καὶ παράνομα ἀναγκαζομένω {254b1}) que se sabe que va a generar mal. Este, además, al ser contenido con una violencia extrema, reacciona curiosamente con el lenguaje más soez, al punto de que el que se le rompa la boca parece estar plenamente justificado. Pero él tiene razón: ¿no es aquello lo que desea el alma en su conjunto? Él no hace otra cosa que intentar por todos los medios cumplir el cometido al que está llamado. Sabemos, ciertamente, que en semejante desplazamiento el problema es que el objeto amado exige reverencia, una suerte de temor religioso que nos mantenga a cierta distancia, pero a su vez acechándolo con inteligencia, esto es, con una suerte de prudencia que nos permita satisfacer deseos, pero también medirlos para evitar desenfrenos vergonzosos e ineficaces. La locura se ha de contener, aunque sea a la brava, pero sin dejar que se pierda ni se niegue, pues es el verdadero medio que necesitamos para reencontrarnos con lo que fuimos, somos y hemos de ser. [14] En la República se nos habían ofrecido algunas luces sobre lo que debemos hacer: buscar una armonía, musicalizar nuestra vida, dando un lugar a nuestras diferencias. En el Timeo el alma misma se entiende como una representación de la compleja escala musical que dibuja el universo como un todo, lo que creó el demiurgo con medias aritméticas, armónicas y geométricas. En el Fedro todo esto se mira con un cierto pesimismo, recordándonos que no somos dioses, que vale más que nos aferremos a lo que queremos para que, de alguna manera convencidos, podamos afrontar un horizonte todavía indiscernible. Desde el punto de vista ético, con todo, existen fortalezas que nos han de permitir afrontar las grandes y decisivas travesías que vendrán. El caballo indómito necesita σωφροσύνη y el auriga capacidad de liderazgo, ambos tienen un aliado que les puede ayudar y que se supone que no debe fallar en el momento de apremio. La cuestión está en practicar, desarrollar tácticas para el amor. Ya sabemos que las virtudes son actos continuados que se maduran con el tiempo y la insistencia. Un artista de la seducción no se hace de la noche a la mañana; los habrá más hábiles por naturaleza o más atractivos, pero la cuestión está en generar verdaderos maestros del amor. En ello, de todas maneras, tenemos modelos que seguir, y no hablamos de los dioses, que, a la vista de que la tienen fácil, no nos sirven como ejemplo. Más bien serían los propios filósofos, los amantes de lo bello o de las artes, o los que se gozan en el amor: los hijos de la primera gran generación. Pensemos en la efectividad de Sócrates, a quien normalmente lo recordamos en su vejez, cuando su arte estaba plenamente desarrollado: él es un verdadero seductor, que como señala Alcibíades en el Banquete, termina convirtiendo a su amado en un amante suyo, que de perseguidor pasa a ser perseguido. Y lo curioso es que como nuestro caballo indómito, es feo, incluso no habla con la soltura de otros, ni siquiera sabe algo; y sin embargo hasta de sus señuelos terminan enamorados los que le encuentran. Es cierto que el amor llega en la juventud de manera más irracional y fuerte, pero en cada uno de los pasos de la vida tiene sus avivamientos, expresados cada uno de manera muy particular: ¿quién de nosotros podrá olvidar, por ejemplo, el primer amor escolar, aquel que no logró su objetivo, porque era imposible? Cada vez las cosas se manifiestan distintas, no solo porque cambiamos, sino porque el propio objeto ya se hace otro, o simplemente no es el mismo. Mas hay maneras de lograr lo que queremos: la fórmula que estamos llamados a aprender con el Fedro, parece ser crecer con ello y en ello, [15] dejar de sentirlo un enemigo para convertirlo en un aliado, y así honrar al dios como es debido, convertidos a sus artes y destrezas. No puede ser malo algo que viene de lo alto, que vivimos y sentimos como lo más propio, que solo por incomprensión hemos querido negar y clausurar. Una ética erótica Para el alma el horizonte de la belleza es una suerte de remedio de sus desventuras, como dice Sócrates: ‚además de reverenciar al que posee la belleza encontró (en este) al único médico de sus mayores males‛ (252a7-b1). La sabemos caída, no estamos seguros siquiera de si podrá disfrutar de un futuro mejor. Pero para que ello sea conseguible, es necesario que reencaucemos nuestro propio ser: está claro que frente a lo bello se pierde la cabeza, si es que se es realmente seducido; pero esto no debería llevarnos al descontrol emocional y pasional. Tal cosa sencillamente nos anularía como amantes. Es necesario perseguir la idealidad –la belleza para el caso- transformándonos, como si fuese posible que la propia plenitud de lo hermoso se pudiera hacer realidad en nosotros. La persecución erótica no es una carrera enloquecida a descampado. El eros, en efecto, no es una mera pasión, y acaso lo menos sea ello; hay que darle una mayor capacidad de reacción. La locura no es una enajenación, es una potenciación de lo mejor que tenemos. Una ética con estas alternativas supone un juego complejo en el que asumimos un reto: amamos un fin que nos embelesa, y para alcanzarlo nos tenemos que adornar, primero para creer en nosotros mismos, pero además para operar un cambio efectivo en la articulación de nuestras capacidades, y así ‚tentar a la plenitud‛. Es cierto que ello no tiene por qué volver a vernos; no obstante, esto nos puede ayudar a convencernos de nuestras posibilidades y, así, de algún modo obligarnos en verdad. Mas, ¿constituye esto una verdadera ética? ¿Tenemos que cambiar aquello tan platónico de responder a la complejidad moral de la gente con virtudes, principios y reglas firmes y consecuentes? No necesariamente, pero sí podemos decir que se nos propone una urgente necesidad de replantear la comprensión de nuestro ser, dejando de lado tanta negación y señalamiento, para reaprender a aquilatar nuestra complejidad, dando espacios inteligentes y sostenibles a lo [16] que más nos cuesta manejar, permitiendo que lo que nos parece más disoluto sume su poder, para asumir una tarea de grandes proporciones20. Al describir el proceso soteriológico de los mejores, Platón establece una especie de correlación entre dos elementos que ahora podemos entender: ‚en efecto, habiendo culminado su vida, llegando a ser alados y ligeros, han vencido una de las tres luchas, las verdaderamente olímpicas; no hay bien mayor que puedan procurarle al ser humano la moderación humana ni la locura divina‛ (256b3-7). El filósofo no aclara cómo enlazar ni valorar estas dos condiciones que reunimos. Un poco después se declarará que tal moderación, en la medida en que niegue la intimidad con una actitud antierótica, genera mezquindad y mortalidad (256e3-5); de manera que lo virtuoso no solo no es garantía de bondad, sino que además puede generar una pérdida del horizonte. Mas, en la medida en que pueda corresponder con la locura divina, habrá de ser una aliada fundamental, como el corcel obediente. Así, una ética necesita fórmulas de direccionamiento y no podría sencillamente dejar que las pasiones impongan su extraordinario vigor; aunque no podrá evadir su maniática condición: es una suerte de locura la que nos podrá enrumbar hacia lo mejor, una que tiene que ser controlada, pero no puede descansar ni menos claudicar. Es evidente que las metas superiores no son soslayables y de algún modo todos las aceptamos, de ahí que lo que toca ver es si somos eficaces con las formulaciones que tipifican nuestra moralidad. Recordemos el texto con el que abrimos este trabajo (256e4-257a2): es claro que existe una temperancia humana que conlleva la pérdida de los horizontes, que nos dejará por este mundo por generaciones; hablamos de aquella que ha menospreciado el amor, como si la sola ordenanza del auriga pudiera mover nuestro carro, como si no ocupáramos de caballos; o visto en paralelo, como si desperdigando fuerzas tuviésemos la posibilidad de constituir una vida plena. Frente a ello, la moderación divina no parte de semejante torpeza, y es eficaz, y acaso ejemplar; aunque tampoco ello nos asegura el futuro: como hemos ya dicho atrás, nosotros tenemos una situación mucho más complicada. La estrategia tiene que reformularse. Es indispensable repensar lo erótico. El que se enamora no se entorpece de entendimiento, se apasiona por lo que quiere y empieza a medirse en su capacidad de asechanza; de lo contrario pocas o ninguna posibilidad de realización podrá tener. Al enloquecer por Sobre la identidad que debe lograrse, señala Price (1992: 245): ‚Yet the whole soul was feathered, as birds are, and the regrowth of its feathers, necessary for its wings to function again, affects all its parts. This symbolizes that the saving madness of love seizes all the soul; but the lower parts respond in ways that threaten its salvation‛. 20 [17] alcanzar lo que ve como mejor, su razón se transforma, reedifica sus trajines, y la pasión que vive es precisamente lo que le anima y constituye. Sabemos que ello puede tener consecuencias trágicas, pero es el juego de la vida: lo que puede desbocarse y termina destruyéndote, es también lo que puede llevarte a la salvación21. La ética deambula entre dos mundos aparentemente inconciliables, llevándonos a lo superior como si se pudiera participar de ello aquí. En este tránsito, ella no necesita explicitar lo que queremos, pues ya lo sabemos o sentimos, lo que logra es medir, organizar y orientar las fuerzas, incluyendo las de los propios aurigas: ellos no solo tiran de las riendas, animan con palabras y disposición. ¿Qué inteligencia es eficaz si no enloquece un poco con sus compañeras anímicas? Y si es ello lo más puro, objetivo y racional que tenemos, ¿cómo no apreciar el aporte vivencial de esas otras realidades que impulsan en el caminar? Hemos de recuperar nuestras ansias, tentaciones, locuras; para reconstituirlas, asirlas para que no se pierdan por la contingencia de su eventualidad. Es falso que solo podamos llegar a sentirnos nosotros mismos en los momentos de plena tranquilidad, paz y racionalidad, porque ello puede ayudar a comprender lo vivido, e incluso planear lo venidero, pero donde realmente nos medimos es en el trajín de nuestro transitar. En este juego, que nunca es sencillo, no se nos permite triunfar más que en unas cuantas ocasiones. Allí todo nos es cuesta arriba, como cuando se perseguía a los dioses en lo alto del cielo: metas inalcanzables, vidas ejemplares que no son como las nuestras, ‚buenas‛ costumbres que a la hora en que se ocupan resultan insuficientes o se olvidan, alianzas que se basan más en violencia e intolerancia que en armonía y convergencia. Pero por alguna locura que nos marca, no podemos dejar de intentarlo; nos apasiona tanto lo que deseamos que habremos de lanzarnos a su caza, por supuesto con la fortaleza de un espíritu filosófico adecuadamente erotizado. Por supuesto, aquí no pretendemos defender una perspectiva soteriológica, solo nos aprovechamos un poco de la imagen de Platón para plantear la cuestión de los horizontes vitales. A propósito de esto, valgan algunas sensatas palabras de M. Nussbaum: ‚La vida de la manía no es una vida de contemplación estable. Platón muestra que es más seguro escoger la existencia cerrada y ascética del Fedón (o una sexualidad indolora y sin compromisos como la que propugna Lisias). La mezquindad es en general más estable que la generosidad, lo cerrado más seguro que lo abierto, lo simple más armónico que lo complejo. Sin embargo, Platón reconoce en esta vida de riesgo (riesgo que empieza a parecer espléndido) existen fuentes de alimento del alma compleja que no se encuentran en ningún otro tipo de vida filosófica‛ (1995: 307). 21 [18] Con todo, valga recordar que sin ese entendimiento práctico que calma las ansiedades y aprovecha las oportunidades, estamos realmente perdidos. De manera tal que no podemos extremar posiciones, sea dando rienda suelta a la pasión, conteniéndola con violencia o quedando en un justo medio tranquilizador. Platón se muestra suficientemente ambiguo como para suponer una filosofía fundada en locuras y excentricidades, pero también una tendencia a organizar un plan estratégico para aprovecharse de la falta de inteligencia de las pasiones, para llevarlas a buen recaudo, con lo cual el modelo ético no cambiaría, sino tan solo el modus operandi de la racionalidad. Entre estas dos (o tres) aguas ha de venir la alternativa más sugerente. A ratos va a parecer que jugamos saltar de un lado al otro en una balanza en la que se ocuparía contrapesos constantes; aunque la propia armonía que permite pasiones y razón contenidas, a ratos debe saber suspender sus propios requerimientos. Así, conviene no descansar aquí, allá, o en medio, pues es demasiado peligroso dejarse seducir por la respuesta más sencilla. Bibliografía Aristóteles. Ethica Nicomachea. Oxford: Clarendon Press, 1962 (1894) –I. Bywater-. Bett, Richard. (1986). Immortality and the Nature of the Soul in the Phaedrus. 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