LA FILOSOFÌA Y LA INTEMPORALIDAD DE SU DÌA Ocasión propicia para mirar en los espejos del agua y del cielo; no sin antes escarbar la tierra y enlodado sentir su aroma así como esa indescriptible sensación de su endurecimiento en nuestra piel. Sostener un instante los millones de años de un fragmento de granito encontrado al azar, entendiendo que la ciencia lo “cataloga” y “explica” sólo para beneficio del mercader y el usurero. Buen día para la celebración de la autocrítica; por ejemplo soy profesor y ex profeso repito concepciones del Mundo o Sistemas teóricos de la realidad, de filósofos: la mayoría enredados en sus propias confusiones o contradicciones (avaladas por la lógica, por supuesto). Soy un viejo académico y repito sin cesar durante 40 años aquellas dos o tres ideas que se me ocurrieron cuando tenía veinte años. Escribo libros, los edito, invento miles de palabras y en relaciones sintácticas y semánticas brillantes; a veces arrogante, en otras en el plano de la pseudoausteridad. Catedrático, clérigo o libre pensador; hablamos en demasía, nos vanagloriamos de nuestros datos, informaciones, citas, erudición; pero siempre decimos las mismas cosas: sí; cosas carentes de esencialidad. ¿Pero qué es esto de lo esencial ? Tal vez el límite que desvela nuestra perfectibilidad o la ausencia absoluta de responder a la verdad del hombre y del Mundo. Luego, estamos también los infames como el que suscribe, que, de lo escrito, trata graciosamente del abuso del léxico vacío y él mismo hace algo peor; juega alrededor del problema crucial utilizando el mismo fárrago de palabras, sin una dirección clara que le asigne un sentido. Así que vamos juntos, demos un paseo y al recibir el sol uno siempre recuerda a Sócrates y luego de un tiempo prolongado; Hegel- Nietzsche –Heidegger- Sartre; presiente en la sangre la continuidad, la misma pregunta gritada en un extraño alarido mudo, herido y en llamas. Ahora, cada palabra es un esfuerzo sobrehumano; porque comienza a cada instante la construcción – desconstrucción. Las implicancias son obvias; el filosofar desciende, abrumado, a su tempo original. Y encuéntrase con el desafío eterno: la extraña búsqueda, el anhelo pluriforme de transformar este inefable y esquivo claroscuro, que denominamos realidad. Así la racionalidad impugna el “desconcierto”. Así; Sócrates aproxima tanto como puede al prójimo, provoca la chispa con piedras que no le pertenecen ni a él ni a nadie, para finalmente ver, al abrir su última puerta que la caterva se regodea entre los escombros. ¿Dónde está luego el ímpetu axiológico del filósofo? En que él siempre fue consciente de ello. Similar es la pasión del Nazareno, “amaos los unos a los otros” y al mismo tiempo saber: “mi reino no es de este Mundo”. La multitud, el Das Man Heideggeriano desea al transgresor, para luego despedazarlo. Tal vez, desde esta óptica uno puede descifrar un poco más las ideas de Nietzsche o la astucia de Sastre “reconciliándose” con “los otros” sin perder un instante la combatividad. “El hombre es una pasión inútil” pero pese a eso el filosofar no se detiene, el espíritu filosófico aparece y reaparece siempre inesperadamente, desde una luminosidad también inefable para recrearla. Por siempre transgresor, rebelde, libertario; coexistiendo con la materialidad, para retorcerla y destilar su esencia. No interesa si es en lo desierto o en los peligrosos caminos del bosque. Y si distinguimos lo esencial de lo verborrágico, de lo que se trata es de intentar superar nuestra condición humana: sin esperanza y sin claudicación. Carlos Erwin Burger