Dignas de honra

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Dignas de honra Rvda. Dra. Maricarmen Laureano 8 de marzo de 2014 Día Internacional de la Mujer La honra se relaciona con el aprecio o respeto que se siente por alguna persona. Casi siempre se trata de alguien que ha demostrado tener alguna virtud o capacidad, en cuya realización se destaca y como resultado llega el reconocimiento. En el antiguo mundo judío, por ser uno fundamentalmente patriarcal, generalmente los hombres eran quienes recibían honra, principalmente al ser prosperados. Esta prosperidad era reconocida, no solo por su desempeño en la sociedad, sino por tener a su haber esposa e hijos que se les sujetaban, quienes a su vez, de manera utilitaria, participaban de la producción, la que finalmente los hacía prósperos. Las mujeres eran consideradas como propiedad del varón, despojándolas de cualquier valor en sí mismas. El poco valor que se les concedían dependía del fruto de su trabajo doméstico en el ámbito privado de la casa. Ante un medio dominado por los hombres, las mujeres en las familias tenían el deber de honrar, primero a sus padres y luego a sus maridos. Esta honra debida a los varones se lograba por medio de un comportamiento moral intachable y mediante una sujeción absoluta e incuestionable. Dicha centralidad del varón hacía a las mujeres, no sujetos o protagonistas de sus propias historias, sino seres silentes, invisibles, anónimos, sin valor para sí mismas, o sea, sin posibilidad de honra. Sabemos que con el paso del tiempo, las mujeres fueron abriéndose paso en los distintos escenarios sociales, más allá del doméstico, donde a paso lento, se fue reconociendo su importancia, no sólo por su hacer, sino también por su ser. La lucha por los derechos humanos hizo, no sólo visibles a las mujeres, ubicándolas en un espacio en la historia, sino que además las hizo valiosas en sí mismas. Ya no como objetos, sino como seres humanos, personas; más allá de valor utilitario de lo que hacían por otros. Por otro lado, el trato digno de Jesús hacia las mujeres, permitió que éstas fuesen vistas y reconocidas como personas con nombres, sentimientos, pensamientos propios y con la capacidad para aportar, desde sus vidas, en el quehacer público y ministerial. Su interés por lo que les sucedía a ellas, lo que opinaban y la búsqueda por el bienestar que podían alcanzar para su futuro, las ubicó en una perspectiva de honra. En la persona de Jesús estaba la visión de un Dios Creador, que las había formado con sus propias manos, a imagen y semejanza suya. Al elevarlas a personas como hechura suya, obra de sus manos, recipientes de su aliento de vida, criaturas creadas bajo una decisión de su amor entrañable, las convertía en hijas dignas de honra. Este valor no está relacionado ni depende de lo que hace la mujer o de la aprobación de otras personas, puesto que se fundamenta en el sentido más genérico de su formación, en su propia persona. Al partir de su esencia, este valor no puede cambiarse con el tiempo, no está sujeto a la argumentación, ni a las influencias externas. Puesto que esta valorización es intrínseca y está dada por él que la creó, ya no hay cuestionamientos ni razones a las que hay que responder. Una vez reconocida y aceptada esta gran verdad, el siguiente paso sería comunicarla a las otras congéneres. Hay que buscar dignificarnos como hermanas de una misma raza. Una vez abrazamos este entendimiento, sentiremos la urgencia justa de hacer lo mismo con otras, que atrás en la historia no fueron dignamente honradas. Para cumplir con este cometido, no tenemos que ir muy lejos; busquemos en nuestras propias familias, nuestras madres, abuelas, hijas, etc., cuyas vidas y obras quedaron anónimas y evoquemos sus memorias ante las nuevas generaciones. Narremos a los demás sus historias, hagamos saber sus hazañas, mencionemos sus nombres, démosle autoría a las lecciones de vida que nos pasaron y que hoy nos hacen más sabias. Hagamos esto con vehemencia, pues si lo pensamos bien, ellas también son digas de honra. 
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