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Rebelión en la granja (fragmento), por George Orwell
Prodavinci · Monday, January 21st, 2013
“Napoleón se quedó observando
severamente a su auditorio; luego emitió
un gruñido agudo. Inmediatamente los
perros saltaron hacia delante, agarraron a
cuatro de los cerdos por las orejas y los
arrastraron, atemorizados y chillando de
dolor hasta los pies de Napoleón. Las
orejas de los cerdos estaban sangrando;
los perros habían probado sangre y por
unos instantes parecían enloquecidos.
Ante el asombro de todos, tres de ellos se
abalanzaron sobre Boxer. Éste los vio
venir y estiró su enorme casco, paró a uno
en el aire y lo sujetó contra el suelo. El
perro chilló pidiendo misericordia y los
otros huyeron con el rabo entre las
piernas. Boxer miró a Napoleón para
saber si debía continuar aplastando al
perro hasta matarlo o si debía soltarlo.
Napoleón pareció cambiar de semblante y le ordenó bruscamente que soltara al perro,
a lo cual Boxer levantó su pata y el can huyó maltrecho y gimiendo.
Pronto cesó el tumulto. Los cuatro cerdos esperaban temblando y con la culpabilidad
escrita en cada surco de sus rostros. Napoleón les exigió que confesaran sus crímenes.
Eran los mismos cuatro cerdos que habían protestado cuando Napoleón abolió las
reuniones de los domingos. Sin otra exigencia, confesaron que estuvieron en contacto
clandestinamente con Snowball desde su expulsión, colaboraron con él en la
destrucción del molino y convinieron en entregar la «Granja Animal» al señor
Frederick. Agregaron que Snowball había admitido, confidencialmente, que él era
agente secreto del señor Jones desde muchos años atrás. Cuando terminaron su
confesión, los perros, sin perder tiempo, les desgarraron las gargantas y, entre tanto,
Napoleón con voz terrible, preguntó si algún otro animal tenía algo que confesar.
Las tres gallinas, que fueron las cabecillas del conato de rebelión a causa de los
huevos, se adelantaron y declararon que Snowball se les había aparecido en sueños
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incitándolas a desobedecer las órdenes de Napoleón. También ellas fueron
destrozadas. Luego un ganso se adelantó y confesó que había ocultado seis espigas de
maíz durante la cosecha del año anterior y que se las había comido por la noche.
Luego una oveja admitió que hizo aguas en el bebedero, instigada a hacerlo, según
dijo, por Snowball, y otras dos ovejas confesaron que asesinaron a un viejo carnero,
muy adicto a Napoleón, persiguiéndole alrededor de una fogata cuando tosía. Todos
ellos fueron ejecutados allí mismo. Y así continuó la serie de confesiones y ejecuciones
hasta que una pila de cadáveres yacía a los pies de Napoleón y el aire estaba
impregnado con el olor de la sangre, olor que era desconocido desde la expulsión de
Jones.
Cuando terminó esto, los animales restantes, exceptuando los cerdos y los perros, se
alejaron juntos. Estaban estremecidos y consternados. No sabían qué era más
espantoso: si la traición de los animales que se conjuraron con Snowball o la cruel
represión que acababan de presenciar. Antaño hubo muchas veces escenas de
matanzas igualmente terribles, pero a todos les parecía mucho peor la de ahora, por
haber sucedido entre ellos mismos. Desde que Jones había abandonado la granja,
ningún animal mató a otro animal. Ni siquiera una rata. Llegaron a la pequeña loma
donde estaba el molino semiconstruído y, de común acuerdo, se recostaron todos,
como si se agruparan para calentarse: Clover, Muriel, Benjamín, las vacas, las ovejas y
toda una bandada de gansos y gallinas: todos, en verdad, exceptuando la gata, que
había desaparecido repentinamente, poco antes de que Napoleón ordenara a los
animales que se reunieran. Durante algún tiempo nadie habló. Únicamente Boxer
permanecía de pie batiendo su larga cola negra contra sus costados y emitiendo de
cuando en cuando un pequeño relincho de extrañeza. Finalmente dijo: «No
comprendo. Yo no hubiera creído que tales cosas pudieran ocurrir en nuestra granja.
Eso se debe seguramente a algún defecto nuestro. La solución, como yo la veo, es
trabajar más. Desde ahora me levantaré una hora más temprano todas las mañanas».
Y se alejó con su trote pesado en dirección a la cantera. Una vez allí juntó dos
carretadas de piedras y tiró de ellas hasta el molino, antes de acostarse.
(…)
VIII
Días después, cuando ya había desaparecido el terror producido por las ejecuciones,
algunos animales recordaron —o creyeron recordar— que el sexto mandamiento
decretaba: «Ningún animal matará a otro animal». Y aunque nadie quiso mencionarlo
al oído de los cerdos o de los perros, se tenía la sensación de que las matanzas que
habían tenido lugar no concordaban con aquello. Clover pidió a Benjamín que le leyera
el sexto mandamiento, y cuando Benjamín, como de costumbre, dijo que se negaba a
entrometerse en esos asuntos, se fue en busca de Muriel. Muriel le leyó el
Mandamiento. Decía así: «Ningún animal matará a otro animal sin motivo». Por una
razón u otra, las dos últimas palabras se les habían ido de la memoria a los animales.
Pero comprobaron que el Mandamiento no fue violado; porque, evidentemente, hubo
motivo sobrado para matar a los traidores que se coaligaron con Snowball.”
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