LA CASA DE BERNARDA ALBA Federico García Lorca TEMA 1: TEMAS PRINCIPALES Y SECUNDARIOS El tema central de esta obra de Lorca es el enfrentamiento entre una moral autoritaria, rígida y tradicional, (representada por Bernarda) y el deseo de libertad (encarnado por Adela, la hija menor, y María Josefa, la madre de Bernarda). Relacionado con este conflicto (al que se dedica un tema exclusivo de cara a la PAU, por lo que no lo desarrollaré aquí) aparecen otros asuntos, que voy a tratar a continuación: el papel de la mujer en la obra y la sociedad de la época, la hipocresía, la honra, el odio, la envidia y las diferencias sociales. Desde las primeras intervenciones se observa el papel de la mujer en la sociedad de la época: está marginada frente al hombre. Para mostrarlo con claridad, el autor enfrenta dos modelos de comportamiento femenino: el basado en una moral relajada (representado por Paca la Roseta, la hija de la Librada -los vecinos quieren lincharla porque ha matado a su hijo recién nacido- y la prostituta a la que contratan los segadores) y el basado en una determinada concepción de la decencia (a la que Bernarda somete a sus hijas). Las mujeres del primer grupo llevan una vida de aparente libertad. Por ejemplo, la primera de ellas, Paca la Roseta, es condenada moralmente y repudiada por la opinión de los vecinos tras acostarse, estando casada, con el hombre que la ha raptado (“es la única mujer mala que tenemos en el pueblo”, dice Bernarda). Así pues, el comportamiento femenino basado en la honra y en la decencia aparentes implica una sumisión a las normas sociales y convencionales, que discriminan a la mujer en beneficio del hombre. Se distingue netamente el trabajo de los hombres y mujeres: los primeros trabajarán en el campo, mientras que las mujeres cuidarán de la casa. Bernarda habla exageradamente de los “ocho años” que ha de durar el luto por la muerte de su marido, tiempo que podrán aprovechar las hijas en bordar el ajuar. Y dice: “Esto tiene ser mujer”; y añade: “Hilo y aguja para las hembras. Látigo y mula para el varón”. La intervención de Magdalena resume todo un sentir acerca de esta condición: “Malditas sean las mujeres”. En esta situación la mujer queda reprimida. No se le permite tener el contacto natural con el hombre, excepto a Angustias porque va a casarse con Pepe, y siempre dentro del recato y la decencia debidos a una mujer. Sin embargo, el hombre necesita dar salida a su instinto sexual, por lo que es comprensible que acuda a una prostituta para saciar sus ansias. Adela exclamará: “Se les perdona todo”; y añade Amelia: “Nacer mujer es el mayor castigo”. De igual modo, Poncia culpa a Adela de ser la responsable de lo que ocurre con Pepe el Romano, puesto que ella lo ha provocado, y “un hombre es un hombre”, lo que quiere indicar que la mujer es la que debe mantener a raya al hombre, que realiza su papel de macho. En otro momento dirá que los hombres van a lo suyo: terminan por irse a la taberna en vez de estar en casa, y la mujer ha de aceptar la situación. Las hijas de Bernarda verán en los hombres que trabajan fuera –los segadores-, que cantan alegres cuando vuelven de su trabajo, que disfrutan de la vida en los momentos de descanso, la libertad ansiada y que a ellas –por el hecho de ser mujeres- les está prohibido. Toda esta situación lleva a las hermanas a diversas actitudes: sumisión, resignación o rebeldía. Cada una de las hijas adopta una actitud diferente. Indudablemente, la actitud más frecuente de la mujer en esta época era la de sumisión o resignación, es decir, la aceptación de su propia condición como algo que no se podía cambiar. Y la rebeldía –tantas veces interna- era acallada por la fuerza tiránica de la autoridad. El matrimonio (con un hombre de su clase) es el único cauce permitido a la mujer para que salga del encierro, para que pueda satisfacer sus anhelos o su amor. Cuando este cauce está vedado o es difícil, el amor y el deseo han de tener salida por otros lugares: el amor escondido (y, según la moral imperante, prohibido), de espaldas a la sociedad y a la propia familia. Esto explica que Adela mantenga relaciones ilícitas con Pepe el Romano, novio de su hermana mayor, y es lo que desencadena el final trágico de la obra, que es el fin trágico de una mujer que se rebela contra un mundo, el representado por su madre, obsesionada con el temor al qué dirán. Precisamente el temor a las murmuraciones y la hipocresía que enmascara y oculta la realidad son dos motivos recurrentes en la obra. A Bernarda sólo le interesa mantener las apariencias ante los demás, preocupación que simbólicamente se refleja en su obsesión por la limpieza. El temor a las críticas de las vecinas es una constante en la vida del pueblo y marca la conducta de Bernarda, que, por ejemplo, se avergüenza de la locura de su madre; por el miedo a los comentarios de sus vecinas oculta a su madre y no permite que las vecinas la vean. Las hijas son conscientes del daño que causan las malas lenguas y se quejan amargamente de que sus vidas estén condicionadas por la opinión ajena: “De todo tiene la culpa esta crítica que no nos deja vivir” (dice Magdalena) o “Nos pudrimos por el qué dirán” (exclama Amelia). El mundo de las falsas apariencias y la necesidad de aparentar llega al punto máximo tras el suicidio de Adela: su madre quiere ocultar la realidad (“ha muerto virgen”) e impone “silencio”, como si nada extraño hubiera pasado. La hipocresía afecta también a Martirio, que finge alegrarse cuando se entera de que Pepe quiere casarse con su hermana Angustias, ante lo cual Magdalena le dice: “Nunca he podido resistir tu hipocresía”. También muestran su hipocresía Poncia y la Criada, que sienten rencor hacia Bernarda, pero ante ella se muestran sumisas. Otro ejemplo claro de hipocresía lo protagoniza la Criada al principio del acto I: muestra, cuando se queda sola en escena, su alegría ante la muerte del marido de Bernarda, que la acosaba, pero en cuanto oye que viene Bernarda y las mujeres del funeral da muestras de intenso dolor por su fallecimiento. Ligado al tema de las apariencias y vinculado al tema del amor, se desarrolla la obra el tema de la honra. Bernarda se mueve guiada por unos principios convencionales y rígidos que se apoyan en la tradición (“decencia”, “silencio”, “virginidad”, “obediencia”, “luto”, “así pasó en casa de mi padre y en casa de mi abuelo”...) y exigen un comportamiento público inmaculado, es decir, una imagen social u honra limpia e intachable. Es una moral tradicional regida por las convenciones sociales, que presionan a los individuos, puesto que se hallan sujetos al qué dirán, a la crítica y a la murmuración más feroces. Bernarda pretende que sus hijas se mantengan dentro del decoro debido; sin embargo, ella quiere saber lo que sucede en el pueblo, estar en el secreto de los vecinos. Respecto a las relaciones humanas, hay que decir que están dominadas por los sentimientos de odio y de envidia. Bernarda se convierte en objeto del odio de sus criadas, de la familia de su difunto esposo y de los vecinos del pueblo. Alimenta en sí misma el odio hasta tal punto que se convierte en un personaje detestable. También aparecen dichos sentimientos entre las hermanas: Angustias, la única que se va a casar y podrá salir de la casa, es odiada y envidiada por el resto de sus hermanas. Y, por su parte, ella también las odia. El odio, la envidia y los celos llevan a Martirio a acusar, finalmente, a su hermana Adela. Por otra parte, podemos observar a lo largo de la obra las diferencias sociales de la época. Se plantea una jerarquía social bien definida: en el estrato más elevado está Bernarda, a continuación Poncia, después la Criada, y finalmente, en una posición ínfima, la miseria absoluta, la degradación social, la injusticia humana, representadas por la Mendiga. Las relaciones humanas están jerarquizadas y dominadas por la crueldad y la mezquindad del que ocupa el estrato superior con quien se encuentra en una posición inferior; y por la sumisión resignada —teñida de odio— de quienes están en los escalones inferiores hacia Bernarda, que ocupa el lugar más elevado. Poncia ejerce su poder sobre quien se encuentra por debajo de ella: la Criada, a la que manda con autoridad y tiranía. Y ésta, a su vez, se permite ser despótica con la Mendiga que aparece al comienzo de la obra pidiendo las sobras de la comida. En Bernarda existe el orgullo de casta, la conciencia de que pertenece a una clase superior. A sus hijas les recuerda continuamente su condición, el haber nacido con “posibles”. Por esta razón prohibió a Martirio un noviazgo, y por ello le dice Bernarda a la Poncia: “Los hombres de aquí no son de su clase.” Y esta clase social aparece muy unida a la condición de ser mujer: “¿Es decente que una mujer de tu clase...?”, dice Bernarda a Angustias por estar mirando a los hombres por las rendijas de las ventanas. Por ello se ha de evitar el comportamiento considerado poco decente dentro de la familia. Sin embargo, entre las hijas existe una diferencia también. Todas son hijas de la misma madre, pero la mayor, Angustias, es hija de un primer marido. Angustias es la única heredera de aquel hombre, que le dejó en buena situación. Ello va a provocar las malas palabras, las envidias hacia esta hermana, pues su posición le permite acceder a lugares que ellas no pueden. Por ejemplo, es la prometida de Pepe el Romano, que se casa con ella por el dinero. La relación entre Bernarda y la Poncia es realmente curiosa. La criada lleva muchos años sirviéndola, y le da consejos, le advierte situaciones, le comenta lo que se dice. Pero Bernarda mantiene su orgullo de casta, de clase: “Me sirves y te pago. ¡Nada más!”. Entre ellas surge un odio callado, un rencor muy fuerte de la criada hacia el ama. Poncia conoce su propia inferioridad social y sus orígenes (la madre de la Poncia fue una cualquiera), lo que Bernarda le recuerda con cierta frecuencia.