HISTORIAS Jesús Serna Quijada Asier Triguero ORILLAS DEL ALGAR EL TÚNEL L ive en un pueblecito pesquero en el que nunca pasa nada. Quizá lo hayas visto dibujado sobre lienzo y olvidado en la pared de algún restaurante de mariscos en otro pueblo parecido a este. En otoño, con las mareas vivas, el puerto se seca dejando ver sus fondos arenosos. Le encanta contemplar los reflejos púrpuras que el aceite de los barcos deja en la superficie del agua. Le recuerdan a las camisetas que llevaba su madre cuando ella era pequeña. Se pone triste cuando el puerto se seca. Como si por ello también lo hiciese el recuerdo de su madre. Más allá, la carretera se extiende unas decenas de metros y se acaba, como en el decorado de los belenes navideños, en un túnel sin talento. Nunca ha visto lo que hay detrás de la curva que gira a la izquierda y que sume en la negrura a los coches, transportándolos al más allá. Cuando tenía siete años se sentaba con su amigo en el murito de la carretera y pasaban las horas fantaseando sobre el paradero de los osados viajantes que se atrevían a desaparecer tras esa puerta al otro mundo. Planetas verdes con anillos rosas, montes hechos de chucherías, pueblos gobernados por niños en los que siempre era domingo por la mañana… Sin saberlo, sin caer en la cuenta, se enamoraban perdidamente a cada fantasía construida más allá del túnel. Él tenía diez, y le fue imposible no crecer antes que ella. Tampoco pudo luchar por no desaparecer tras ese túnel en un coche que ignoraba, con la fuerza de un padre en paro, lo mucho que él deseaba quedarse en este lado. a mejor juventud la soñamos fumando maría a orillas del río Algar. Nos bañábamos en bolas y todavía creíamos en el amor. Teníamos los bolsillos rotos pero, aun así, planificábamos recorrer Europa en furgoneta. “Las venas de la tierra son nuestras venas”, gritábamos, “libertad”. Pero luego hicimos dinero y todos compramos nuestras cadenas: los hijos, las hipotecas, la democracia. Hicimos más dinero y ya no nos reconocíamos en ningún pasado. Llegaron los lujos y el confort, muertes fatales pero oportunas, cadenas más gruesas. Hasta que jodimos Europa. Entonces volvimos al Algar. Sin sangre, solos, soñamos los años felices que nunca llegamos a vivir. 20 V HISTORIAS Esa maldita garganta se tragó todo lo que le importaba y desde entonces la odia a muerte. Lleva siempre consigo una pequeña libreta en la que apunta los nombres de las personas que no le gustan y las manda hacia el túnel. La primera página está lacerada por furiosos trazos negros en círculos concéntricos. Todos los días dibuja unos cuantos más, aumentando la potencia devoradora de la garganta. No sabe lo que va a hacer cuando agote el espacio de la libreta. Utilizar otra no tendría sentido. Sólo ésta contiene el poder de mandar a los indeseables al túnel. La comenzó a utilizar con ocho años y medio, cuando su amigo se esfumó tras trazar esa ligera curva hacia el olvido. Siete años después, sus humedecidas y repletas páginas no dan abasto. Ahora, ella, exhibe su sombría adolescencia sentada en el mismo murito unos metros antes del túnel. A sus espaldas, el puerto, seco, revuelve sus entrañas. Su madre se fue por la noche, abandonándola a merced de la duda. ¿Se la habría tragado el túnel? Una nota bajo su almohada decía: “El mundo es muy grande, no permitas que este pueblo te lo oculte”. Su padre hizo como si no pasara nada. Ni un gesto, ni una charla. Aún continua así. Demasiado ocupado en cosas sin importancia. El nombre de su padre fue el primero en figurar en la libreta, el segundo, el de su amigo. Fue un día duro al que le siguió una semana gris en la que se olvido de comer y en la que le entró una tos horrible que hacía retumbar las paredes de las casitas mientras vagaba por las estrechas y empedradas calles de lo que por momentos se convertía en una cárcel llena de gritos de gaviota. Ni siquiera el sonido del agua acariciando el casco de madera de los barcos pesqueros o el tintineo de los cabos golpeando el mástil de los veleros amarrados en puerto conseguía serenarla. Ahora, ella, con unos injustos quince años, con la libreta mágica en su regazo a tan sólo un nombre de estar repleta, deja que el frío viento noroeste penetre en sus oídos mientras observa cómo los coches agravan su ronquido al entrar en el túnel. Los va contando mentalmente. El número sesenta y cuatro siempre ha tenido una especial significación para ella. En el treinta y dos le ha surgido una duda. Ha decidido solventarla de esta forma: dos motos son un coche, los camiones y autobuses no cuentan. El sesenta y tres es una furgoneta blanca ocupada por una pareja joven que, tras pasar el túnel, hace un comentario sobre ella referente a la leyenda urbana de la chica de la curva. El sesenta y cuatro es una insulsa berlina gris con matrícula holandesa. Ha llegado el momento. Abre la libreta y, en el único hueco que queda libre, en la última página, en la esquina inferior derecha, escribe el último nombre, el suyo: Alma. Tira la libreta al puerto seco y camina lentamente hacia el túnel. 21