Follet, Ken - La caída de los gigantes

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Y esperaron.
Pasó media hora, y después una hora más. Los hombres se inquietaban, se salían de
las filas y empezaban a charlar.
Al cabo de otra hora, Grunwald hizo sonar el silbato.
- ¡Preparaos! -bramó Otto-. ¡Ya llega!
Estalló un alboroto de órdenes. Los hombres se pusieron firmes rápidamente. Una
cara vana de vehículos llegó a la plaza.
La portezuela de un carro blindado se abrió, y un hombre ataviado con uniforme de
gen eral se apeó de él. Sin embargo, no se trataba del calvo Ludendorff. El visitante
especial se movía con torpeza, con la mano izquierda en el bolsillo de la guerrera, como
si tuviera el brazo herido.
Instantes después, Walter cayó en la cuenta de que era el mismísimo káiser. El
Generalmajor Schwarzkopf se acercó a él y lo saludó.
Cuando los hombres vieron quién era el visitante, los murmullos y las reacciones
fueron aumentando rápidamente hasta convertirse en un estallido de vítores. El
Generalmajor pareció enojarse en un primer momento ante aquella muestra de
indisciplina, pero el káiser esbozó una sonrisa benévola y Schwarzkopf recompuso de
inmediato un semblante de aprobación.
El káiser subió los escalones, se apostó en la plataforma del camión y agradeció la
ovación. Cuando el bullicio cesó al fin, empezó a hablar.
- ¡Alemanes! -dijo-. ¡Ha llegado la hora de la victoria!
Todos lo aclamaron de nuevo, y esta vez Walter se sumó a ellos.
II
A la una de la madrugada del jueves 21 de marzo, la brigada ocupaba ya su puesto en
la vanguardia, preparada para el ataque. Walter y los oficiales de su batallón se sentaron
en un refugio subterráneo, en la trinchera de la primera línea. Charlaban para aliviar la
tensión de la espera.
Gottfried von Kessel exponía la estrategia de Ludendorff.
- Esta ofensiva hacia el oeste abrirá una cuña entre los británicos y los franceses -dijo,
con la falsa seguridad de que solía hacer gala cuando trabajaban juntos en la embajada
ale mana de Londres-. Después girará hacia el norte, rodeará a los británicos por el
flanco derecho y los llevará hacia el canal de la Manc ha.
- No, no -opinó el teniente Von Braun, un hombre entrado en años-. La opción más
astuta es que, en cuanto hayamos penetrado en su primera línea, vayamos directos hacia
la costa atlántica. Imaginen una línea alemana prolongándose por todo el centro de
Francia y separando a los franceses de sus aliados… Von Kessel discrepó:
- ¡Pero entonces tendríamos enemigos al norte y al sur!
Un tercer hombre, el capitán Kellerman, se sumó a la conversación.
- Ludendorff girará hacia el sur -predijo-. Tenemos que tomar París. Eso es lo único
que cuenta.
- ¡París solo es simbólico! -repuso Von Kessel con desdén.
Especulaban; nadie sabía nada a ciencia cierta. Walter se sentía demasiado tenso para
escuchar una discusión sin sentido, por lo que decidió salir. Los hombres estaban
sentados en el suelo de la trinchera, aún tranquilos. Las horas previas a la batalla eran un
tiempo de reflexión y rezo. La sopa de cebada que habían cenado llevaba ternera, un
lujo escaso. Los ánimos eran buenos, todos presentían que el final de la guerra se
acercaba.
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