Estoy allá lejos, allí donde no estoy… desde el espejo me descubro ausente en el sitio en que estoy, ya que me veo allá lejos. Michel Foucault Al otro lado del espejo… …En el país de la pintura B. nos mira de reojo, como invitándonos a seguirla. La guía un ángel –mensajero, guardián de las puertas– que nos introduce en un espacio ilusionista de perspectiva infinita, a la manera de las urbes ideales quattrocentistas o de las ciudades metafísicas de De Chirico. Un espacio que es al tiempo una suerte de museo virtual: una galería de esculturas y cuadros-ventana con personajes, muchos de ellos pintores, como B., que se contemplan a sí mismos, autorretratos allo specchio, y que nos contemplan a nosotros, espectadores, desde el otro lado. En el punto de fuga, convergencia de todas las miradas, dos figuras parecen devolvernos, en arquetipo, nuestra propia imagen: el hombre vitruviano de Leonardo –el hombre, medida de todas las cosas– y, a su derecha, a modo de rima irónica, el maniquí chiriquiano de El trovador. ¿Adónde conducen todas estas miradas? Enigma de la pintura. Según Durero «la palabra perspectiva viene del latín y significa “mirar a través”». Para Alberti, «el cuadro era una ventana abierta», un marco a través del cual proyectar nuestra mirada. ¿Hacia dónde?, volvemos a preguntar. A un espacio mental, al decir de Leonardo –«la pittura é una cosa mentale»–: en el horizonte, el punto de fuga, vértice de la pirámide visual, y en el otro extremo, a modo de cono invertido, el ojo que mira. Mirar, miroir… El cuadro, como ilustra La vocación de la pintura de Brigitte Szenczi, es un laberinto de miradas que se entrecruzan, parecen perderse en la lejanía y acaban reflejándose unas en otras. La pintura es ese otro lado del espejo, aquel lugar que acoge nuestra mirada buscando reconocer lo que no puede ver, el yo que mira, «allá lejos, allí donde no estoy». Ese «espacio otro», como el espejo, donde se hace visible lo invisible. En La vocación de la pintura sólo una niña –la misma B., en otra época– permanece atenta a la protagonista de la escena principal: su propia imagen en otro tiempo, pero en el mismo lugar. Es la misma niña que en La caza se vuelve hacia nosotros haciéndonos partícipes –¿o tal vez conminándonos a guardar el secreto?– de lo que ve: la aparición fantasmagórica de unos jinetes de cacería, a la manera de Uccello. Personajes de otra época que parecen ajenos a nuestra presencia, sólo delatada por la mirada de B. ¿El espectador ve o es visto? Mirar es contemplar, specto, y también avizorar, espiar, speculor. Espectador-espejo. La pintura es una heterotopía del espacio y del tiempo, un «lugar otro» donde conviven tiempos paralelos en espacios contiguos. …En la estancia de las maravillas Pero, ¿cómo es ese «lugar otro» de la pintura? Si seguimos a la niña –y al conejo que la acompaña, como Alicia– entramos ahora, down the rabbit hole, en una estancia que se parece a las de nuestras propias casas, pero que está habitada por seres extraños y maravillosos. Nuestro mundo transfigurado en una suerte de escenario o drama alegórico de figuras emblemáticas: el tablero de ajedrez, el Unicornio y el León, la Reina Roja y la Reina Blanca, los peones… La habitación del espejo, la llama Szenczi, en homenaje a Lewis Carroll. Espejo de la vida, teatro del mundo, retablo de maravillas. Una especie de Wunderkammer o stanza delle meraviglie en la que, como aquellos gabinetes de coleccionista del pasado, repletos de rarezas y stravaganzze, se buscaba construir un microcosmos a imagen del macrocosmos, representar el universo. Pero no desde la repetición o la serie, que es empeño imposible, sino desde la excepción y lo excepcional, del exemplum o el emblema, que es la forma poética, si no la única, de dar sentido al mundo. Hilando en un nudo de relaciones simbólicas lo fragmentario y diverso. «Emblema»: ‘trabajo de mosaico’. Si el arte es un espejo del mundo o una Wunderkammer, sus procedimientos han de ser, siguiendo a Walter Benjamin, alegóricos. Así en el Barroco, época melancólica como la nuestra, pero así también en la modernidad –en los surrealistas, entre otros, tan afines al universo benjaminiano y al de nuestros artistas. Collage, fotomontaje, montaje cinematográfico: «alquimia de la imagen visual», al decir de Max Ernst. Esto es, apropiación, fragmentación, yuxtaposición. La obra de arte es un «puzle» con el que recomponer el espejo roto de la realidad, un paisaje de ruinas. El artista, según Benjamin, un «trapero», un chamarilero, un arqueólogo. La pintura, decíamos, como theatrum mundi. O teatrín, casa de muñecas. En Casa de muñecas nuestra niña-pintora se sitúa fuera de escena –¿o dentro?– jugando a inventar nuevas historias, a recrear cuentos, con el atrezzo de sus muebles en miniatura. En su vivienda de juguete, cada pieza se convierte en un escenario, detrás de cada puerta se esconde un misterio, el principio de un relato, sobre todo si está sellada, como en el cuento de Barba Azul. …En los laberintos de la imaginación De cuartos secretos, entradas cegadas que esconden pasadizos a lo fantástico y ventanas que se abren a paisajes imaginarios trata la pintura de Juan Antonio Mañas. Un universo mágico, reverso especular de su propio mundo, como en Alicia, es el que descubre Coraline en la novela de Gaiman detrás de una habitación tapiada. Y también en la versión de Mañas, Coraline y la puerta en el bosque: tras el umbral de la puerta, el bosque se transforma en agua. El agua, elemento informe, metáfora del inconsciente, es la arcilla con la que modelar sueños líquidos, visiones huidizas de una «realidad otra» que no es sino el «otro lado» de la nuestra. Apariciones fluctuantes que se diluyen en el aire, como las volutas del humo de un cigarrillo –Humo–, espectros que se reflejan en el cristal de una ventanilla –Memories. Figuras fantasmáticas que aparecen y desaparecen; fundidos encadenados, como en el cine. En otras pinturas de Mañas el cuento es la llave que conduce, por los corredores de la imaginación, al encuentro con lo maravilloso. En Nunca vino a verme Peter Pan un niño en la cama, con el libro aún abierto entre sus manos, invoca a su héroe, ajeno a la figura de Campanilla que ya se encuentra a su lado. Otro imagina La isla del tesoro en el jardín de su casa, a través de una ventana, mientras que una niña proyecta en el cristal a su Príncipe Azul. Lecturas que se prolongan en duermevela, apariciones que se introducen por los huecos que quedan entre la vigilia y el sueño, por todos aquellos resquicios por donde lo fantástico penetra en la realidad. La infancia es curiosa, necesita «aprehender», transgredir puertas prohibidas, rasgar la pared si hace falta –como en Sueños de papel– para mirar qué hay detrás. Pero mirar –del latín, miror: ‘admirar, interrogarse, asombrarse’– es algo más que ver. Implica un inquirir expectante a la búsqueda de un descubrimiento, de una revelación. Es el «ojo en estado salvaje», que reclamaban Breton y los surrealistas, el ojo sin párpado, la mirada virgen que se abre a lo maravilloso. Mirar, meraviglia… Nuestra mente es un palacio de innumerables salas, pasillos laberínticos y habitaciones cerradas. La imaginación o el sueño son las llaves que abren puertas y ventanas, que traspasan espejos. Volvamos, pues, nuestra mirada hacia adentro, al ojo interior, e internémonos, como propone Brigitte Szenczi, por el Laberinto del sueño. Recorramos de nuevo, a la inversa, como a través del espejo, las imágenes de esta exposición para llegar otra vez a La vocación de la pintura. Según me contó su autora, se inspiró en el recuerdo de un viaje a Florencia y en un sueño. A través del ESPEJO… ojepse led sevART a. ROSA GUTIÉRREZ HERRANZ