Identikit al fresco

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Hologramática literaria - Facultad de Ciencias Sociales - UNLZ
Año I, N° 1, V1 (2005-2006), ISSN 1668-5024
Identikit al fresco
Eduardo M. Blanco
Siempre me burlé de los identikit. Es que toda mi vida pensé que se trataba de un
recurso típico de las películas policiales de segunda, pero que jamás podría usarse en el
mundo real. Un retrato hecho sobre rasgos universales a partir de la descripción de una
persona alterada por las circunstancias de un caso delictivo no es algo serio. Y sin embargo
yo estoy preso por culpa de un identikit. O algo así.
Pero empecemos por el principio para que todo resulte más claro: La maté porque me
tenía harto. Creo que estaba en mi derecho. Es que las cosas son así; uno puede aguantar
durante un tiempo prudencial, pero todo tiene un límite y el mío no fue breve. Quiero decir,
soporté mucho, mucho tiempo. Para ser más preciso, tres años, cuatro meses y -de esto no
estoy tan seguro- cinco días.
Si digo que los departamentos modernos tienen paredes casi virtuales y que no dejan
pasar nada a través de ellas excepto el sonido, me arriesgo a que me llamen poco original.
Sin embargo es así. Tal vez yo sea un tipo demasiado tímido, pero lo cierto es que en mi
propio departamento, donde se escuchaba absolutamente cualquier sonido que pudiera
hacer, me cuidaba en extremo de no generar ningún ruido que molestara a algún vecino o
que me “delatara”, si se entiende lo que quiero decir. Y cuando uno es dispuesto para los
demás espera reciprocidad. La vieja del 97 era una santa y los hermanitos del 99 también,
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porque aunque escucharan la música un poco alta para mi gusto, eran discretos en cuanto al
horario.
Pero la de arriba...
Había algo que yo entendía perfectamente: vivía en el último piso, quiero decir, sobre
ella no había más que un techo y sobre éste las nubes, el sol, la luna o lo que fuera. Pero
ningún ser viviente que usara calzado.
La primera vez que subí para hablar con ella después de días de un arduo debate interno
sobre si debía hacerlo o no, le expliqué lo que en el párrafo de arriba acabo de expresar, y
que si bien comprendía que ella no podía imaginar lo que significaba un par de tacos
moviéndose indolentemente de una habitación a otra, bien podía de ahora en más cuidar
esta cuestión cambiando de calzado o caminando sin él. Lo hizo. Tal vez no como yo
hubiera querido, quiero decir... Ella caminaba con los talones. No con la planta del pie: con
los talones. Y fuerte. No digo que lo hiciera a propósito. Tal vez reminiscencias de algún
vidrio clavado en su piel o quizás algo de frío. No lo sé. Pero yo la oía. Sin embargo,
aquellos mazazos acolchados eran preferibles al taconeo descarado que tan harto me tenía.
De todos modos los logros nunca son completos. Tal vez lo hiciera desde antes y yo
preocupado por la famosa caminata no me daba cuenta, pero todos los día a las once de la
noche ella comenzaba a correr muebles en su habitación.
Lo primero que pensé es que tenía un sillón-cama y debía abrirlo cada noche, pero no
era el ruido de una bisagra, sino exactamente el de las patas de algún mueble arrastrándose
de un lugar a otro.
Tuvo que pasar otro tiempo prudencial hasta que me decidiera a golpear el techo de mi
cuarto para lograr que se diera cuenta de que lo que estaba haciendo era una falta de
respeto.
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Es probable que no escuchara. Es verdad que yo al principio golpeaba tímidamente,
pero en días subsiguientes, ya sofocado y con el corazón a punto de salírseme del pecho,
opté por usar el mango de un escobillón.
No me escuchó, o no quiso. Y si bien no puedo afirmarlo -ahora es tarde para
preguntárselo a ella- me inclino por la segunda opción, porque días después me la encontré
a punto de tomar el ascensor y viendo que me acercaba hacia ella cerró la puerta delante de
mis narices como si yo fuera invisible.
Ese fue el principio de la guerra.
Se me ocurrió que no habría nada mejor que mi ruidosa vecina probase de su propio
veneno. Así, cada mañana -me levanto extremadamente temprano por hábito, no por
obligación- subía a la terraza para perturbar su sueño. Al principio fui sobrio: dejaba caer
bolitas de vidrio, de esas con las que jugábamos cuando éramos chicos, una por una en un
total de diez y durante una semana exacta. No sé qué reacción esperaba que ella tuviese,
pero lo cierto es que yo esperaba algo. Tal vez escuchar el ruido de su persiana abriéndose
para verificar qué estaba pasando. Algo. Pero nada.
Entonces fui más contundente. Comencé a golpear con un martillo y luego me dirigía
hasta un sector desde donde podía ver si ella subía a la terraza para enterarse de lo que
pasaba: nunca lo hizo. Ni siquiera se lo comentó al encargado del edificio, y lo sé porque
yo mismo le referí que escuchaba ruidos extraños muy temprano todos los días; a lo que él
me contestó que le parecía raro porque nadie le había mencionado nada de eso en ninguna
oportunidad. Obtener esa respuesta y ver todo rojo fue instantáneo.
De más está decir que el ruido de los muebles siguió su curso habitual, y que el taconeo
recrudeció también me parece obvio; como es obvio que terminé cansándome y tomé la
decisión final.
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Me llevó tiempo, pero no hubiera podido hacerlo sin ayuda de Internet: “La Biblioteca
de Alejandría al alcance de su mano”.
Averigüé que existe una sustancia gaseosa (que no revelaré para que nadie diga que
hago apología del crimen) que al cabo de unas horas no deja rastros en el organismo y es
fatal para el ser humano, produciendo una muerte por paro cardíaco no sin una interesante
cuota de sufrimiento físico. Lástima.
El tema es que luego de haber realizado un trabajo de ingeniería casera, conseguí
trasladar desde la terraza una delgada manguera de plástico que daba a la carcaza del
equipo de aire acondicionado del departamento de mi torturadora víctima. Así,
pacientemente, dejé que el gas inundara la habitación donde ella dormía y luego me fui a
escuchar.
Pero esta vez, oír ruidos era todo un placer; imaginaba sus convulsiones, cómo caían las
cosas que probablemente tenía sobre su mesa de noche, cómo su cráneo daba contra el
parquet, cómo... Y finalmente, después de tanto tiempo: El Silencio.
Recuerdo que entré en éxtasis. Sé que tomé mucho vino y alguna otra cosa más y que
después, tan excitado como me sentía, salí a buscar compañía paga, de esa que no te
pregunta cómo te llamás o si venís de matar a alguien, con tal de que abras tu billetera sin
protestar.
Después de aquella noche me dediqué a esperar. Sabía que encontrarían el cadáver, que
el olor ocasionaría un pequeño escándalo en el edificio, alguna nota periodística relatando
cómo la víctima había sido hallada en un charco de su propia sangre, las preguntas de la
policía... Y así fue.
Declaré sin miedo, disfrutando de ese jueguito que conocía gracias a Hollywood -que
por cierto en nada se parece a la realidad- y de mi feliz impunidad cuando respondí que la
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pobre chica era muy silenciosa y que además, por mucho que caminara, no se escuchaba
prácticamente nada a través del techo.
Pero creo ya haber dicho que nada es perfecto, porque esa noche, cuando me acosté
para dormir en mi cama una vez más, ahora sí libre de todo ruido molesto, no me di cuenta
de la manchita roja. Era tan imperceptible al principio...
La cuestión es que al día siguiente de haber hecho mi declaración tocaron el timbre de
mi departamento. Era la policía. Me dijeron que puesto que yo era el vecino que vivía
debajo del alojamiento de la víctima tal vez podría ayudarlos “reconociendo” sonidos que
ellos realizarían en el piso superior. Es obvio que no me agradaba semejante idea, pues iban
a descubrir mi pequeña mentira escuchando nítidamente los pasos del oficial sobre nuestras
cabezas. Pero no fue necesario.
Invité a mis verdugos a pasar a mi habitación y automáticamente todos levantamos la
cabeza hacia el techo. Era del tamaño de una mano, pero tan nítida, tan precisa en su
diseño... La manchita roja que yo no había percibido y que había crecido con el correr de
las horas era de la sangre de mi víctima. Normal, si se tiene en cuenta que dio con su frente
en el piso y que es probable que los líquidos se hayan filtrado al cabo de unos días, pero...
Los que ven la foto que tomaron los peritos y que conservo conmigo en la celda
empalidecen o empiezan a reír como poseídos, porque no saben si les estoy jugando una
broma o si deben aceptar lo inadmisible. Es la imagen de la mancha roja sobre el techo de
mi habitación. Es también mi retrato más acabado y exacto, casi fotográfico; la
reproducción fiel y precisa de todos y cada uno de mis rasgos. En pocas palabras: mi
identikit.
Al fresco, claro.
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NOTICIA SOBRE EL AUTOR
Eduardo M. Blanco (Temperley, Provincia de Buenos Aires, 1966) es Profesor en Letras
por la Universidad Nacional de Lomas de Zamora. Su natural talento unido a una innata
sensibilidad lo han llevado a incursionar en diferentes campos artísticos con pareja calidad.
Excelente dibujante, escritor esmerado, consumado actor de music hall, traductor
escrupuloso y, ante todo, entusiasta inquisidor de las diversas manifestaciones del género
fantástico, Blanco no cesa de ensayar nuevas posibilidades expresivas.
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