a.- Os. 6, 1-6: Quiero misericordia y no sacrificios. b.- Lc. 18, 9-14: Parábola del fariseo y del publicano. La primera lectura es una invitación del profeta a volver a Dios, en el contexto de una liturgia penitencial, ante el peligro inminente de una invasión asiria. Querer el perdón divino será no sólo reconocer las culpas cometidas sino reconocer la preocupación constante del Señor que los ha castigado y sanado para volver a tener vida (v.2). Querer conocerle mejor, significa que ÉL venga a su pueblo, como aurora y lluvia temprana, se deja conocer, de quien le busca con amor. Yahvé reconoce que el amor de su pueblo ha sido como nube mañanera y rocío que pasa (v. 4). Finalmente les recuerda la acción de sus enviados los profetas: “Por eso les he hecho trizas por los profetas, los he matado por las palabras de mi boca, y mi juicio surgirá como la luz. Porque yo quiero amor, no sacrificio, conocimiento de Dios, más que holocaustos.” (vv. 5-6). La intención del profeta el pueblo retorne a la verdadera religión que nace de la adhesión interior. La referencia velada a “algunos”, que hace Jesús es claramente dirigida a los fariseos, si bien esta secta judía ha desaparecido, todavía en la Iglesia existen personas que reflejan esta actitud de presentar los propios méritos a Dios, haber cumplido la ley, para asegurarse supuestos derechos delante de Dios. Tienen la seguridad de ser santos, justos, entrar en el cielo, porque han rendido, han cumplido la Ley. Todo se cimienta en la confianza en sí mismos. Con estos sentimientos cultivados en su espíritu desprecia al pobre, al pueblo ignorante; posee una propia justicia con la que juzga al prójimo, pero paradojalmente a sí mismo (cfr. Jn. 7, 49; Lc. 6, 37). El símil que pone Jesús, tiene por fin ilustrar dos estilos de relacionarse con Dios en su templo. Dos hombres suben al templo, a orar, ser justificados el día del juicio. La oración del judío es de pie (cfr. Mc. 11, 25), musitando la plegaria (cfr. 1Sam. 1, 13), lo que dice lo cree con pleno convencimiento, se encuentra ante Dios que todo lo sabe (cfr. Mt. 6, 8). Como buen judío alaba y da gracias, como fariseo es justo; en su oración se descubre la confianza en su propia justicia y desprecio del prójimo: no roba, es justo, es fiel en su matrimonio, ayuna dos veces por semana, lo normal era una vez (cfr. Lev. 16, 29), hace obras de supererogación, que expiaban las faltas del pueblo. Da el diezmo de lo mandado, trigo, aceite y vino y todo lo que posee, aunque eran los productores los que estaban obligados no los que compraban (cfr. Mt. 23, 23; Dt. 12, 17; Sal. 17, 2-5). De la acción de gracias a Dios, pasa a la alabanza no de Dios sino del propio yo, porque no es como los demás hombres, ayuna, paga el diezmo, es el justo, desprecia a los otros. El publicano, el otro hombre, está al final del templo, el fariseo está adelante, de alguna forma están apartados el uno del otro. Este publicano, es un segregado, repudiado como pecador por los justos fariseos. Permanece lejos porque no es digno de estar ante personas tan santas. No levanta los ojos al cielo, no soporta el mirar de Dios, todo Santo. Un gesto de penitencia, se golpea el pecho, centro de su espíritu, lamenta su culpa. Su oración es la del pobre de espíritu: “Oh Dios. Ten misericordia de mí, que soy pecador” (v. 13; cfr. Sal. 50, 3), es la confesión de un pecador. Si quería ser perdonado, según la mentalidad farisaica, debía devolver lo robado y además debía dar parte de su propiedad. El publicano, solo esperaba misericordia de Yahvé, que aceptara su “corazón contrito” (Sal. 51, 19), le perdonara su pecado. Jesús, declara justificado ante Dios al publicano, y no el fariseo orgulloso (v. 14). Esta sentencia da para hablar: porque si se compara el tipo de justicia aplicada parecería un escándalo que Dios justificase al publicano y no al fariseo. ¿Será que Dios se complace más en el arrepentimiento del publicano y no en los méritos y justicia del fariseo? ¿Si Dios rechaza al fariseo, donde quedan sus méritos? ¿Acaso Dios, posee un nuevo parámetro de justicia? En la nueva economía de la salvación, el hombre alcanza la justicia, no por sus propios méritos, sino como un don de Dios. La respuesta o colaboración con Dios la exige como acto de fe, es sólo corresponder a un don que ÉL nos anticipo en el Bautismo. La única y verdadera justicia es ser partícipes del Reino de Dios, que sacia el hambre y sed de justicia y de paz, de verdad y amor que todo hombre lleva en su vida (cfr. Mt. 5, 3; 5, 20). La sentencia final que pronuncia Jesús, anticipa el juicio final, quien se ensalza, es decir, pone su confianza sólo en sí mismo, será humillado por Dios; el que reconoce su debilidad, insuficiencia y se considera menos que los demás, Jesús lo alaba es, decir, lo ensalza. Dios lo justifica. En esta Cuaresma, vivamos con humildad nuestra pobre condición de pecadores para que abiertos a la gracia de Dios asumamos nuestras exigencias de fe. Teresa de Jesús a los que se inician en la oración de quietud les recomienda no dejarse llevar tanto por el uso del entendimiento con consideraciones muy compuestas sino por la humildad el publicano. “También se mueve el entendimiento a dar gracias muy compuestas; mas la voluntad con sosiego, con un no osar alzar los ojos con el publicano (Lc 18, 13), hace más hacimiento de gracias que cuanto el entendimiento con trastornar la retórica por ventura puede hacer. En fin, aquí no se ha de dejar del todo la oración mental, ni algunas palabras aun vocales, si quisieren alguna vez o pudieren; porque si la quietud es grande, puédese mal hablar, si no es con mucha pena.” (Vida 15,9). Padre Julio Gonzalez Carretti OCD