FILOSOFÍA DE LA EXIGENCIA: HACIA UNA ÉTICA DEL SENTIDO Tres transformaciones del espíritu os menciono: cómo el espíritu se convierte en camello, y el camello en león, y el león, por fin, en niño. ¿ Qué es pesado ? así pregunta el espíritu paciente, y se arrodilla igual que el camello, y quiere que se le cargue bien. Crear valores nuevos - tampoco el león es aún capaz de hacerlo: más crearse libertad para un nuevo crear - eso sí es capaz de hacerlo el poder del león. Pero decidme, hermanos míos, ¿ qué es capaz de hacer el niño que ni siquiera el león ha podido hacerlo ?. ¿ Por qué el león rapaz tiene que convertirse todavía en niño ?. Inocencia es el niño, y olvido, un nuevo comienzo, un juego, una rueda que se mueve por sí misma, un primer movimiento, un santo decir sí. Sí, hermanos míos, para el juego del crear se precisa un santo decir sí: el espíritu quiere ahora su voluntad, el retirado del mundo conquista ahora su mundo. F. Nietzsche. Así habló Zaratustra. Ha sido mi intención encabezar de esta forma el presente ensayo ya que todo él se alimenta directamente de las ideas que en el siglo pasado empezara Nietzsche ha preconizar. No voy a continuar su extensa argumentación acerca del superhombre, pero sí daré una visión personal sobre una posible filosofía derivada enmarcada en el contexto de la postmodernidad. Una reflexión que gire alrededor de la existencia no puede dejar de lado la finitud de la misma y lo que ello supone. Desde el momento en que empezamos a ser conscientes de lo que representa la posibilidad de estar vivo, disponemos de la capacidad de poner en marcha una ética teleológica que articule nuestras acciones. A su vez, la sucesión de aconteceres va configurando la forma en que cada uno de nosotros afrontamos las distintas situaciones, cotidianas o no. Pero existe una condición de la que no hay escapatoria y que viene impuesta por la capacidad de aprendizaje del ser humano. Este aprendizaje se deslinda en dos vertientes: la experiencia teórica o conocimiento teórico y la experiencia práctica o praxis. De este modo, la primera nos sirve -psicológicamente hablando- para saber en todo momento cuál es nuestro nivel óptimo de reto en función de los recursos propios, y la segunda actúa de referente a la hora de elegir qué caminos son los más adecuados para alcanzar los fines propuestos. La filosofía de la exigencia cobra sentido a partir de este momento, en el cual tenemos que elegir racionalmente pero también intuitiva y emocionalmente. El enfoque racional de los problemas concernientes a nuestras creencias y a nuestras acciones, ya ha sido tratado extensamente desde la revolución francesa hasta nuestros días. Así, la idea base sobre la que descansa mi discurso gira alrededor de la concepción que se tiene de la vida, y por ende de su vivencia. Parto de una premisa a primera vista desconcertante: “ está todo inventado ”. El sentido de esta frase puede ser tan ambiguo como queramos; el sentido que yo le doy hace mención a la repercusión de nuestros actos y creencias. No quiero decir que todo sea intrascendente, pero sí que la intrascendencia es inmanente a la percepción de la vida porque, al fin y al cabo, todo lo percibible estará siempre implícito en la naturaleza. No obstante, el origen de coordenadas de mi análisis se ubica en la insignificancia del pensamiento humano, en su, a priori, absurda voluntad tanto de verdad como de poder. Voy ahora a describir cómo se estructura y se desarrolla la Filosofía de la exigencia. Primero se debe dotar a la vida de sentido. Para ello acudo a las palabras de Ortega, para quien la vida cobra sentido cuando se hace de ella una aspiración a no renunciar a nada. Segundo, debe existir un metafin o proyecto de vida, que en este caso es la maximización del placer propio y la optimización de la inteligencia merced a una dedicación continuada por adquirir conocimientos de cualquier índole, pero siempre que sea posible, bajo la tutela de expertos. Por ejemplo, no sería eficiente estudiar la carrera de derecho asistiendo solamente a juicios. Para el individuo exigente la ciencia, el arte, la política, la filosofía... todo está relacionado. Al saber que la realidad es una ficción generada a través de la codificación en nuestro cerebro de percepciones, surge en él un interés basado en la curiosidad que alimenta una sed de conocimiento constante. Disfruta aprendiendo porque paralelamente experimenta el placer de ser progresivamente más rico, riqueza que se traduce en la capacidad creciente de combatir el miedo inherente una vida -más contingente que predecible- con experiencia, razonamiento e imaginación, potenciados previamente por el estudio lento y profundo de las cosas. Y como tercer aspecto básico de la filosofía de la exigencia, aprender que los problemas no existen como tales sino como momentos de incompetencia pasajeros, es decir, como alguien dijo “capacitado nunca se está, adaptado siempre”. Asumir este último punto no es tarea fácil si la vida se experimenta como un azar. Por eso se hace tan necesario para el practicante de esta filosofía potenciar el autogobierno, la autosuficiencia y la autoestabilidad. Aquí, tal y como sucediese con el denominado Giro Copernicano llevado a cabo por Kant, se pretende que el agente exigencial se autoexija una moral interior dependiente lo menos posible de las conductas exteriores, a saber, libre pero responsable, y paralelamente que la búsqueda desinteresada de la verdad individual no sólo sea un deber sino una fuente inagotable de goce y bienestar. Para alcanzar un nivel suficiente de autoestima es preciso ser solidario y tolerante, pero no en la acepción cristiana del término sino en un sentido humanista. Entiendo la solidaridad como un acto de fe racional en el hombre sea cual sea su naturaleza; entiendo por tolerancia la pacífica convivencia entre los hombre y con las minorías étnicas asumiendo que las diferencias entre humanos no son la causa de su enfrentamiento sino la consecuencia del mismo. El agente de la exigencia confía en el ser humano sin la obligación de respetarlo, porque su amor exigente no puede soportar la subjetiva percepción de alienación ajena. Sólo en casos de máxima desorganización se mantiene al margen y deja que prosiga la enajenación sin causar mayores trastornos. Sin embargo, la cualidad más pesada de llevar para el agente exigencial es el amor incondicional hacia sí mismo. Su amor propio le sitúa en un estado de constante autosuperación, lo que le reporta no pocos sufrimientos. La peor consecuencia es una disminución paulatina del tono vital al comprobar que en su carrera hacia su perfección, se está quedando solo; le compensa que al quedarse solo se encuentra a sí mismo. Además, existe otro inconveniente. Cuando se tiene la capacidad de ver claro virtud que no va necesariamente unida al agente exigencial- resultado de toda una vida de esfuerzo por eliminar del entendimiento la contaminación ejercida por el pensamiento conformista y no exigente, en ocasiones se percibe la irresolubilidad de algunas cosas y ello obliga a renunciar a muchas otras, pero no por el descuido de no haberlas percibido sino por la inutilidad de continuar luchando por ellas. Y si por algo paga el hombre el precio más alto es cuando renuncia a una creencia pasionalmente construida. Es bien cierto que la autoexigencia implica seguir construyendo pero no lo es menos que el verdadero aprender consiste en echar por tierra lo que ya se aprendió. El agente exigencial experimenta su vida de la misma forma que un atleta, porque él es un deportista incansable que desarrolla harmónicamente cuerpo y mente. El arrojo que le caracteriza proviene de la alegría vital con que afronta cada momento por comprometido que parezca. Mas como es consciente de la inexistencia de problemas per se, sabe relajarse y concentrarse al mismo tiempo. Cuando su exigencia moral está bien diseñada, desprecia el poder y valora la solidaridad entre los seres humanos motivado por la capacidad de “sympatheia” cuidadosamente trabajada a lo largo del tiempo. Claro está que su autoexigencia le hace ser egoísta, pero es inteligente y ha aprendido a no conformarse con lo más próximo e inmediato, supeditando así los fines a corto o medio plazo a los fines últimos. Su ética es una ética sin religión, sin retóricas ni sentencias categóricas. El placer individual es su bien más codiciado aunque para ello, debido a su afán de no renunciar a nada, se vea obligado en ocasiones a compartirlo o reducirlo temporalmente en vistas a originar instantes de disfrute colectivos. Pero cuando las circunstancias de la vida se lo permiten, los sentimientos de autoestima que experimenta son de una plenitud indescriptible. Los únicos límites infranqueables aparte de los meramente físicos como la muerte, son los creados por el fanatismo. Ante una demostración de dogmatismo incontrolada, el agente exigencial da media vuelta y se instaura en una resignación positiva dejando que la insensatez haga y deshaga a sus anchas. Entiende que se ha superado el umbral de la racionalidad y que a veces, ni siquiera existen ideologías que sustenten dichas movilizaciones. Frente a semejante barbarie, él no tiene nada que hacer salvo huir del empobrecimiento intelectual. El agente ama la vida inteligente y no soporta la alienación moral. Teniendo en cuenta que el agente exigencial suele vivir en sociedad, y que la autonomía moral exige de los ciudadanos el rechazo de toda norma basada en la autoridad, nuestras acciones y creencias no podrán justificarse recurriendo a los dictados absurdos de dioses, sacerdotes o tiranos políticos por lo que será muy importante la capacidad argumentadora de los individuos exigentes en toda clase de cuestiones. Sin embargo, el individuo o agente exigente sabe estar por encima de su propia moral, como sabía el león de Nietszche liberarse para un nuevo crear, para satisfacer una nueva necesidad en nuestro caso. Las trastornos mentales dejan de tener sentido cuando una meta ocupa el lugar prioritario en su jerarquía de valores, intereses o deseos. El agente exigencial sabe ser niño y con esa inocencia característica empezar de nuevo, ejercer su voluntad “en un mundo que ahora es el suyo”. Pero el agente también es humano, y todo el ímpetu que arroja a la vida puede causarle hondas heridas si no aprende a controlar sus emociones. Para el agente exigente toda oportunidad de crecimiento, ya sea intelectual o sentimental, tiene valor y no precio lo que le obliga a permanecer con los sentidos abiertos y con la sensibilidad en estado de alerta. Es su autoexigencia de perfección la que le induce a no ser algo que entorpezca la evolución de su medio ambiente. Así, nunca dramatiza su dolor o su alegría pues conoce que la trascendencia desarmoniza si se la toma en serio. Aunque en ocasiones, el desgarro que le produce la evidencia de verse incomprendido y maltratado es difícilmente superable, máxime cuando el agente siente la vida bajo un humanismo radical que dice sí al hombre y no a la cosa. Además, el afán de superación buscando siempre estar a la altura de sí mismo va erosionando su natural resistencia al agotamiento, a punto tal que vivir puede llegar a convertirse en un infierno lleno de insatisfacción. Para evitarlo dispone de la humildad, de la dignidad que le otorga su exigencia y de la razón como elemento rector, aunque su condicionamiento natural es en ocasiones más poderoso. El agente, entonces, ve su vida prendida de alfileres pues la inseguridad que le ocasiona tanta duda sin respuesta (se siente como un animal racional saturado) le sume en una locura cuasicontrolada, capaz de hundirlo si no sale del fatal estado mental en el que se encuentra. Al final, el agente logra vencer la batalla al recordar que está todo inventado, y llevando a la práctica su pensamiento más valioso: el no dejarse colonizar por la pasividad dando continuidad al estado beligerante necesario para no salvarse del rejuvenecimiento y del medro, del santo decir sí.