andaban descorazonados y hasta hicieron rogativas por si el espíritu del mal se había .-adueñado de las vides, pero nada se consiguió. Entonces se pensó en don Ildefonso, por si aquel mago de las plantas podía hacer algo. ¡ Y vaya si lo hizo ! ¡ Como que realizó un verdadero milagro ! Pues al cabo de muchos días de recoger hojas de la vid y mirar con lupas y anteojos un polvillo que tenían, que parecía roña, dio con el mal y puso remedio tan eficaz, que se salvó en gran parte la cosecha y no volvió a aparecer en mucho tiempo la enfermedad.» Era, en efecto, el mildeto, terrible plaga que estudió prodigiosamente, como pocos, y cuya invasión atajó. Más tarde supe que era el arbitro logrones en cuestiones científicas, y que de aquel Instituto, en que yo hacía mis primeras armas de bachillerato, había sido modelo de maestros durante cuarenta y cuatro años. Q u e su sabiduría y benquerencia le habían conquistado el sitial de la dirección del primer centro docente de la provincia. ¡Y cosa rara, que hasta sus compañeros de Claustro habían llegado a adorarle ! Que del poder magnético de su pedagogía y su didáctica surgió la estela de discípulos que siguieron sus huellas hasta en la misma profesión. Y, por último, que años después de su muerte, un Alcalde conservador y de enjundia, quiso conservar el buen nombre de Zubia dando su nombre á un pintoresco paseo de la capital logroñoea, cercano al Instituto, donde el sabio, día por día había ido dejando jirones de su precioso espíritu para instruir y educar a la juventud bulliciosa, ramas floridas del árbol de la patria, que son su esperanza. Pensad, los que leáis, cómo mi mente, con todos estos juicios iba reconstituyendo la eximia figura del botánico logrones,, cómo se agrandaba por momentos, cómo el noble estímulo de la emulación iba aguijoneando mi espíritu, y comprenderéis mis deseos de estudiar las cuestiones de la Naturaleza. Grande y excelsa era para mi la figura de Zubia, pero creció, sin límites, como crece el horizonte sensible, al ascender al pináculo de su flora riojana, y vi desde esa altura tan pequeñas otras vidas científicas... que su bullir oficial era despreciable zumbido de abejas, que en lugar de regurgitar las mieles del saber, vomitan el veneno de su aguijón. Don Ildefonso Zubia no fué