Con la sangre despierta

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Con la sangre despierta
El primer arribo a esa ciudad narrado por
once escritores latinoamericanos © 2009
Guía de ruta y prólogo
Juan Manuel Villalobos
Andrew Graham-Yooll / Londres
Rodrigo Rey Rosa / Tánger
Horacio Castellanos Moya / Toronto
Ednodio Quintero / Tokio
Santiago Roncagliolo / Madrid
Rodrigo Fresán / Caracas
Guillermo Fadanelli / Berlín
Ricardo Sumalavia / Seúl
Rafael Gumucio / Nueva York
Alma Guillermoprieto / Managua
Francisco Goldman / Ciudad de México
Todos los derechos reservados.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, transmitida
o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor.
Título de la versión original
Primera edición en español: 2009
Traducción
Copyright © Editorial Sexto Piso S.A. de C.V., 2009
San Miguel # 36
Colonia Barrio San Lucas
Coyoacán, 04030
México D.F., México
Sexto Piso España, S.L.
c/Monte Esquinza 13, 4º Dcha.
28010, Madrid, España
www.sextopiso.com
Diseño
Estudio Joaquín Gallegos
Impreso en España
Índice
prólogo
Juan Manuel Villalobos
londres, 1976 Andrew Graham-Yooll
9
33
tánger, 1980 Rodrigo Rey Rosa
101
toronto, 1979
Horacio Castellanos Moya
125
tokio, 2006
Ednodio Quintero
151
madrid, 2000
Santiago Roncagliolo
caracas, 1975 Rodrigo Fresán
9
33
berlín, 2007 Guillermo Fadanelli
101
seúl, 1997
Ricardo Sumalavia
125
nueva york, 2002
Rafael Gumucio
151
managua, 1978
Alma Guillermoprieto
ciudad de méxico, 1984
Alma G uillermoprieto
9
33
PRÓLOGO
Juan Manuel Villalobos
Tardé varios años en comprender que llegar una vez, era volver;
que llegar a vivir, por primera vez, a una ciudad nueva, cuando
aún sus calles nos susurran al oído sus nombres desconocidos,
era interpretar una historia que había pasado a formar parte
de la nuestra; era apropiarse de todos los signos, de todos los
códigos, de las sorpresas y desventuras que había deparado y
depararía en el futuro, en el pasado, esa ciudad que se había
convertido en propia; era unirnos a un diálogo que el tiempo
no interrumpiría; era sentirse parte de un lugar cuyo nombre
ya nos pertenecía.
Llegar por primera vez. Volver. Fue el tiempo, la costum­
bre, mis hábitos, lo que hizo que durante doce años pensase
que mi verdadero hogar era el aeropuerto de Barajas. Me fui
y volví a Madrid, frecuentemente en todo ese tiempo. Y aún, si
vuelvo, es justo allí que una puerta se abre hacia un univer­
so donde las calles me hablan; salía siempre del aeropuerto y
volvía siempre al aeropuerto, solo, acompañado, sin que nadie
me esperara la mayoría de las veces, únicamente Madrid. Sentía
entonces lo que en ningún otro lugar, en ninguna otra frontera,
sentí jamás: que acababa de llegar a casa; mi casa.
De aquellos múltiples encuentros y despedidas, conser­
vo una imagen: gansos gigantes en fila, en reposo, vistos des­
de los ventanales de las salas de espera, listos para despegar
uno detrás de otro en busca de su próximo destino, despi­
diéndose de un sitio para llegar a uno nuevo, aves libres para
los que la vida es aterrizar, permanecer y, luego, sin saber
a dónde, ni cómo, ni por qué, marcharse. Llegar por prime­
ra vez. Volver. Descubrir que la ciudad es uno. Que el secreto
está en volar.
¿Qué mundo infinito hay detrás de cada arribo? ¿Qué uni­
verso sensible se abre ante lo desconocido, ante una ciudad que
se pisa por primera vez, que algún día se dejará de pisar? Las
once crónicas que conforman este libro —solicitadas, escritas
y reunidas especialmente para esta antología— hablan sobre
la experiencia del arribo, sobre la salida urgente rumbo a un
exilio, una revolución, un viaje, una beca, un amor, una invita­
ción, un deseo: irse, llegar, vivir; despegar, aterrizar, permane­
cer y, luego, sabiendo que es imposible ser el mismo, decir
adiós, despedirse con un nombre tatuado en la piel: dejar una
ciudad, una conversación, un pedazo de nuestra vida. Los once
autores de este libro se refieren al gozo —a veces al dolor— del
descubrimiento primero de una ciudad en la que se vivió, en la
que se fue extranjero para dejar de serlo o simplemente serlo
para siempre, de un lugar que terminó siendo parte de la piel
de cada uno, como es parte de la piel del mundo, como somos
todos parte; de una ciudad que el tiempo les hizo reclamarla
como suya —el tiempo y la distancia y la nostalgia—, como yo
reclamé a Madrid como mía cuando mi vida y la costumbre así
terminó exigiéndolo.
Este libro representa un homenaje al pasado, al recuerdo
del que cada uno fue allí donde alguna vez llegó por primera
vez, pero es también un homenaje al presente, a lo que hoy, cada
uno de estos once escritores en nuestra lengua, es: su pasado,
su presente, su piel; su memoria, su palabra escrita.
Ésta es, podría ser, la historia sensual de un encuentro,
de once; el retrato de una conquista: la del lugar que exigía de
cada uno permanecer con los sentidos bien alerta; con la san­
gre despierta.
Ciudad de México, septiembre de 2009
12
LONDRES, 1976
Andrew Graham-Yooll
13
A Londres debo muchas vidas: la mía, la de mi familia. Ingla­
terra nos permitió arribar a un futuro que en Buenos Aires
nunca veríamos. La primera sensación de triunfo es el alivio.
Llegamos con el cuerpo intacto, el alma herida. Con el tiempo
sabríamos que morir en la Argentina era un acto inútil, que
había que purgar la mente del miedo, parte de disipar la culpa
por haber sobrevivido. El miedo de mirar atrás prevalece, pero
a nadie importa. Con el tiempo todo se funde y es pasado. Sa­
limos de Buenos Aires el primer día de primavera, llegamos a
Londres el segundo día de otoño. Así de simple, sin adjetivos
ni lamentos. Los ingleses prefieren las cosas sin melodrama.
Todo comenzó en 1976.
Primero, hay que enseñar a los niños que este lugar es di­
ferente; es acá, no estamos más allá. La necesidad surge cuan­
do el varón pregunta si una casa se puede proteger con un solo
custodio y sin armas. En aquella casa hay un hombre, albañil
o jardinero, apoyado contra la puerta de un respetable hogar
suburbano, igual a cientos en ambos lados de la calle, de esos
que se ven en películas inglesas de los años 60. En Buenos
Aires la guardia siempre era de dos o tres. Enorme fortuna fue
disfrutar la indiferencia que producían nuestras circunstan­
cias. Se pierden todos los derechos al ingresar en tierra ajena.
El huésped debe entender las reglas de inmediato. Por ejem­
plo, está mal visto buscar aclaraciones o asistencia en fin de
semana. Hay que esperar hasta el lunes. Es natural, cada uno
tiene sus problemas.
Hábilmente, la ex metrópoli imperial absorbe todo y lo
transforma. Londres convence que la patria, como la vida y
la virginidad, sólo se pierde una vez. Los ingleses prefieren el
vocablo expatriación: es mudanza de hogar, de país, de empleo,
excluye el drama del exilio que para el inglés es una ficción. El
relato de lo vivido debe ser la verdad, si bien ni una palabra
necesita ser creída, porque a lo desconocido llamamos ficción
y cuando no comprendemos el lenguaje le decimos fantasía. El
exilio es verdad, ficción y fantasía. La memoria tiene predilección
por el recuerdo aceptable, aunque sea difícil de comprender.
¿Cómo puede uno enamorarse de un país al que no pertenece? Es
como querer amar a una mujer cuando en la mente lleva a otra.
Conviene comenzar por las cosas pequeñas. Londres:
¿dónde más en el mundo se detenía el tráfico con sólo pisar
las rayas del cruce peatonal? ¿En qué gran capital había tanto
espacio y seguridad en los taxis? Nunca habíamos visto en la
calle a policías sin armas. Los nuestros cargaban tantos fierros
que parecían una herrería ambulante. ¿Dónde había tende­
ros que le decían al cliente “mi amor”, my love? En las estacio­
nes del ferrocarril operaban los “busca trenes”, train spotters;
excéntricos individuos de cualquier edad que anotaban los
números de las máquinas para luego observar cuántas veces
pasarían nuevamente. Locura local. ¿En qué capital se podía
hallar una vida relativamente tranquila? Un año en Londres
equivalía a la tensión de diez minutos en Roma o Río de Janeiro;
ni hablemos de Nueva York. ¿Y Buenos Aires? Allá la vida era
la muerte. ¿Dónde en el mundo coexistía en forma tan palpa­
ble la vida con los personajes de la literatura infantil que fue
exportada al Imperio como parte de La Pax Británica? El osito
Pooh de Christopher Robin, la historia de Peter Pan, y los per­
sonajes perennes de las novelas de Jane Austen (1775-1817) y de
Charles Dickens (1812-1870). ¿En qué otro lugar sería posible
limar asperezas mediante la agilidad del pragmatismo? Toda
crítica a lo hallado, desde la comida a la situación en Irlanda
del Norte, era refutada con paciencia: “Es muy difícil para el
extranjero entender a nuestro país”. La felicidad de la super­
vivencia del recién llegado supera el estado de incertidumbre,
luego se descompone en una larga lista de hechos, menores,
importantes…, dudosos. Qué bueno llegar a Londres mientras
16
brilla el sol, cuando la gente habla, conversa, comenta su tema
favorito, el clima, la lluvia, el pronóstico, en forma intensa, antes
que el cielo se cubra de gris, y la gente ya no hable y piense en
el suicidio. Era una revelación auscultar los interiores de las
casas, cortinas abiertas, mirar hasta el último rincón donde
llegan los agudos rayos del sol. Inspeccionar cada hogar ajeno
es picardía privada, es compartir el domicilio de desconocidos.
El cuidado desorden de las matas de narcisos, o de rosales, en
los parques públicos llena la vida de color. En esa indiscipli­
na silvestre y a la vez severa los ingleses hacen sus picnic, en
Hyde Park, Hampstead Heath, Wimbledon Common, puntos de
reunión social en los meses de julio y agosto. En el culto al sol
del norte los hombres se desnudan hasta sus calzoncillos, las
mujeres ventilan la blanquísima piel de sus pechos que parecían
culminar en preciosos pezones grandes como pocillos de café.
Es muy natural, ¿entiende? En las plazas, bancos de madera, a
salvo del vandalismo, aparecen dedicados a la memoria de al­
guna Señorita Brown que durante 30 años consumió ahí sus
scones cada tarde.
Parecía natural gritar, “Londres, I love you! por permitir­
me estar aquí”. Poco serio. La costumbre lejana frena seme­
jante expresión. Gritar puede conducir al arresto. Aquí, una
declaración de amor en voz alta era impensable. Los ingleses
no son románticos: saben apoyar, respaldar, asegurar, son es­
toicos y a veces sólidos, pero jamás románticos.
The Daily Telegraph, matutino conservador, me empleó como
redactor (sub-editor): había arribado, empleado en un diario
en la calle Fleet, de Londres. La calle estaba poblada de mitos,
cerveza, camaradería y peripecias exageradas. Tres siglos de
historia alimentaban las más variadas fantasías. ¿Qué dirían
los muchachos en Buenos Aires al saberme instalado en el cen­
tro mundial del periodismo de habla inglesa? No dirían nada.
A pocas noches de llegar a la redacción un colega preguntó:
“¿Ya has tenido relaciones sexuales en Londres?”. Asentí, sin
aclarar que parecía natural en un matrimonio joven. “Ustedes,
los extranjeros que vienen de allá, ¿se dejan puesto el pijama
17
durante el acto sexual? Deben sentir mucho frío aquí”. La pre­
gunta parecía una humorada pero podía ser en serio. Ya lo ad­
virtió el húngaro György Mikes (1912-1987), en su libro, Cómo
ser un extranjero: Manual para principiantes y alumnos avanzados/
How to be an Alien: A Handbook for Beginners and Advanced Pupils (1946): “Los ingleses no tienen relaciones sexuales, tienen
bolsas de agua caliente”.
El Telegraph sirvió como puerta a un préstamo hipotecario
sin dificultad. El de la inmobiliaria informó con vehemencia al
empleado del banco que yo era blanco, hablaba en inglés y tra­
bajaba en el Telegraph. Listo. Nos fuimos a vivir a Golders Green,
barrio judío donde los judíos son más judíos que en Israel o
Nueva York. A eso estábamos acostumbrados. La inglesada en
la Argentina, como yo, son más británicos que los ingleses en
el Parlamento. Nos preguntamos cómo habíamos llegado a ser
exiliados en la tierra de mis padres, del padre de mi padre y
de generaciones anteriores a ellos. Los españoles ya se lo han
preguntado en Buenos Aires, ida y vuelta a Galicia. Golders
Green estaba a una estación de Metro (The Tube) de Hampstead,
suburbio alguna vez poblado por socialistas, hoy por millona­
rios, probablemente socialistas, y artistas. Sobre Hampstead
Hill, en el café Farquharson, el austro-búlgaro Elías Canetti
(1905-1994) tomaba café, despotricaba contra las mujeres in­
glesas y acusaba a toda la intelectualidad londinense de tener
mentalidad limitada. A pesar de lo desagradable de los comen­
tarios de Canetti lo que más deseaba yo era “sentarme a sus
pies”, como alguna vez hizo el poeta Francisco “Paco” Urondo
(1930-1976) para escuchar al entrerriano Juan L. Ortiz (18961978). A Canetti quería escucharlo hablar de la creación de Auto
da fe/Die Blendung (1935) o de Masa y poder, su estudio sobre el
movimiento de masas en Europa que le valió el Nobel en 1981.
Canetti buscaba solamente el oído exiliado para quejarse de los
ingleses entre quienes vivía desde su arribo de Viena en 1938.
No fue una asociación promisoria. Yo buscaba un buen café,
que no había. En Buenos Aires “tomar un cafecito” era ritual
y se pedía con índice y pulgar apenas separados. En Londres
18
servían algo como un balde lleno de leche con un chorrito de
sustancia oscura. Ya me lo había advertido el fileteador Luisito
Zorz, “no te vayas, inglés. Acordate lo que dijo (Enrique) Cadí­
camo (1900-1999): si te vas, ¿dónde vas a encontrar medialunas
como las de Buenos Aires? Ni en Mar del Plata…”.
El poeta Alan Ross (1922-2001) editor de la revista London Magazine, me convidó almuerzos, anécdotas de cricket tan
interminables e incomprensibles como las reglas del juego y,
generoso, publicó mis crónicas literarias de viaje sobre South
America. Ross me informó que había llegado tarde para pre­
sentarme como un “wealthy Argentine” o “argentino acaudala­
do” que habían hecho furor en Londres antes de iniciarse la
guerra en 1939. Además, no tenía conexión con los espías co­
munistas homosexuales y ningún lazo con la India, centro de
una moda post imperial.
Renuncié al Telegraph y me fui a la redacción de The Guardian, donde los columnistas liberales son conservadores que
aconsejan votar al laborismo. Sin pasiones propias y sin im­
portarles las de otros, los británicos ven a su reino como segu­
ro y tranquilo. Las opiniones se manifiestan en forma breve,
terminante, pero es un placer escuchar a un inglés decir con
total certeza que no está seguro. Siempre se recala en la ironía
como recurso más contundente. Durante siglos la forma más
aceptable para el diálogo era el intercambio epistolar. En el país
guerrero se evitaba levantar la voz. Allá en Buenos Aires nos pe­
leábamos a gritos y con el grito ejercíamos la política. Las au­
toridades proclamaban que éramos un país de paz mientras
alentaban el asesinato. Puede elaborarse una teoría de todo
esto: en los países fríos se habla en voz baja y las inclemencias
del tiempo llevaron al desarrollo de un correo eficiente y la vida
trascurre bajo techo. En los países cálidos los servicios pos­
tales son ineficientes, se privilegia el contacto personal para
elaborar promesas que no se cumplen porque las palabras se
las lleva el viento.
El periodista polaco Ryszard Kapus´ciński (1932-2007)
alguna vez dijo que no podía escribir un libro sobre Inglaterra
19
porque los ingleses nunca se excitan por nada. A primera vis­
ta, es lo más atractivo de la isla. El periodista norteamerica­
no Bernard Nossiter (1926-1992) escribió que Londres era la
última gran capital habitable, donde el horizonte no había sido
taponado por las excrecencias de las inmobiliarias (Reino Unido:
Un futuro que funciona / Britain: A Future that Works. Londres, 1978).
En general el británico logra ignorar a todo individuo que
no conoce. Los extranjeros son indeseables, pero nadie lo dice.
Los extranjeros son como la gripe, son algo que sucede y que
siempre vuelve, imposible deshacerse de ellos pero no se les
puede dar importancia. Prevalecen los viejos clichés. Los fo­
rasteros son temibles como ente: los alemanes porque hacen
guerra, los italianos porque seducen a las mujeres rubias, los
franceses porque emiten un vaho a ajo y los japoneses porque
se mueven en manadas. En Buenos Aires medimos a la gente
en términos de posesiones, por el número de llaves que cuel­
gan de una cadenita atada al cinturón.
Buscamos refugio en los núcleos latinoamericanos, un
grupo más bien pequeño dado que el mundo hispano había
tenido poca relación con el reino de habla inglesa. Se formaban
reuniones amables, cálidas, pobladas de fantasmas del pasa­
do. Vivíamos aquí, mirábamos allá. Los chilenos, también los
bolivianos, parecían mejor organizados, no tanto los urugua­
yos. Mis compatriotas argentinos buscaban lástima por sus
circunstancias y exploraban acomodos académicos, becas, y
puestos universitarios. Cubanos había pocos en Londres, di­
vididos en grupos favorables a Fidel Castro o a su implacable
crítico desde 1965, el novelista Guillermo Cabrera Infante
(1929-2005), que residía en un “bunker” que parecía “Little
Havana” en Gloucester Road.
¿Cómo se descubre un país, una ciudad? Simple, hay que
dejar de mirarlo desde afuera. Conozco la idea. Es como regresar
a un lugar en el que nunca he estado, una ansiedad que pueden
transmitir escritores, poetas, que retienen en su creación un
pasado que no es propio. ¿Cómo lograr la novedad en lo que está
muy trillado? En su capítulo “La filosofía del turismo” del libro
20
La nueva Jerusalem (1920), el inglés G.K.Chesterton (1874-1936)
halló con fastidio que todo lo que descubría había sido visto.
“Puede ser una contradicción esperar lo inesperable. Puede ser
simple locura anticipar la sorpresa o buscar el asombro”. Aquí,
en lo que fue el centro del mundo, sus lectores ya habían visto
esto mismo con anterioridad, en Robert Browning (1812-1899),
poeta inglés, en Pensamientos de entre casa desde el exterior/HomeThoughts from Abroad (1842). También el gran W.H.Auden (19071973), en su magnífico poema Mira, forastero/Look, stranger (1936)
advertía la belleza y la mezquindad de su isla. Extraño a Auden:
al saber de su deceso en Viena en septiembre de 1973 le envidié
la muerte. En Buenos Aires me sorprendió una leve indigna­
ción, “ah, viejo puto, tú sí que lograste evadir a esta catástrofe
que niega a toda poesía”. Para superar la sensación de pérdida
lo instalaba en Buenos Aires, en Santiago, en Montevideo, en
alguno de los infiernos en que vivíamos. Raro. Ni su obsesiva
relectura en Londres me lo devolvió. Elegí otros autores. Había
ratos en que George Orwell (1903-1950), con cuyos textos fui
criado en otro Buenos Aires, inspiraba el romance que buscaba
en Inglaterra, la tierra de mis padres donde yo era extranjero.
“La suavidad, la hipocresía, la desconsideración, el respeto por
la ley y el odio a los uniformes quedarán, junto con los pasteles
de grasa y los cielos nublados… Inglaterra siempre será Ingla­
terra” (El león y el unicornio y oros ensayos, 1940). Esa era la visión
de Inglaterra que recibí en la infancia.
En la isla, sin embargo, la confusión intelectual era con­
siderable. ¿Cuál es su ser nacional? Se siente una fuerte sensa­
ción de nación aunque parecería que sólo la guerra impone
la identidad, sólo el heroísmo en combate recibe respeto. Las
impresiones transmitidas a los que no vivimos aquí antes son
las que más perduran, mucho después del arribo. Pesa en la
memoria la pregunta paterna, “¿por qué el mundo no puede ser
como Inglaterra?”. Parecía un interrogante razonable cuando
éramos niños. Es parte de la memoria de nuestros mayores.
Los ingleses tienen el único país en el mundo al que todo
el que ahí nació ha podido volver, siempre. Inglaterra nunca
21
estuvo cerrada para los ingleses como han sido cerradas para
propios tantas fronteras. Están convencidos que su país no
tiene pasado que purgar, ninguna memoria que amenace su
futuro. No han visto ni pogromos, ni holocaustos, ni campos
de concentración. El terruño inglés es “home” (hogar) y les es
incomprensible que alguien no lo vea así. Para un anglo-ar­
gentino ese “home” había sido descrito por Mark Girouard
(1931) en Regreso a Camelot: La hidalguía y el caballero inglés /
The Return to Camelot: Chivalry and the English Gentleman (1981),
“Siempre estaba dispuesto a dar de su tiempo para ayudar a
los menos afortunados. Era un opositor honorable y buen per­
dedor, hacía deportes por el placer del juego y no para ganar.
No se ufanaba, no le interesaba el dinero”. El mundo llama a
eso el “espíritu de fair play”. A medida que pasan las décadas es
un horror descubrir que hay hooligans en todos los deportes,
que a nadie gusta perder y por ende los ingleses no son buenos
perdedores. Eso hacía que los ingleses fueran iguales al resto
de la humanidad. Hasta había mendigos de tez blanca en las
aceras, bajo frazadas rotas, con perros mejor alimentados que
sus dueños. El centro del imperio parecía una república en vías
de subdesarrollo.
¿Existió alguna vez el caballero inglés? Supuestamen­
te estábamos entre ellos. Lejos de la isla había parecido que
poblaban todo el reino. Eran los constructores de imperios,
fabricantes de bicicletas Raleigh y faroles Lucas, de coches
de juguete (o colección) marca Matchbox o Dinky, del juego de
Meccano, de publicidad que había dado la vuelta al mundo ofre­
ciendo “Ovaltine” (nuestra Ovomaltina, quizá) como bebida
fortificante para niños, o automóviles Morris. Eran ingenieros
de ferrocarriles, líneas férreas que tendían a lo ancho y alto de
la Argentina, como lo hizo mi bisabuelo que llegó allá por 1860
para dibujar el trazado de vías. ¿Dónde quedaba ese país que
producía caballeros ingleses? “Vivimos en una de las islas más
hermosas del mundo, cosa que muchas veces olvidamos… Este
país fue diseñado por Dios como un paraíso terrenal… Aun
ahora el encanto prevalece”. Esas líneas pertenecen al escri­
22
tor J.B. Priestley (1894-1984) en La belleza de Gran Bretaña / The
Beauty of Britain (1935). Ellas me lo aseguraban.
Traté de dejar de ser argentino y entrenarme a ser britá­
nico, ni siquiera un escocés de la tierra de mi padre porque no
hablaba su idioma, ni comprendía su fútbol. Tenía que ser in­
glés con apellido escocés.
En una carta de Sigmund Freud (1856-1939) desde Hamps­
tead, al norte de Londres, a su hermano Alexander, el 22 de ju­
nio de 1938, escribió: “Esta Inglaterra, ya lo verás por ti mismo,
y a pesar de todo que te pueda parecer extraño, curioso y difícil,
de lo que hay bastante, es un país bendecido por la felicidad,
habitado por gente hospitalaria y bien intencionada…”. En
Londres abunda esa gente, me dijeron. El novelista V.S.Naipaul
(1932) recibió el título de caballero como premio a sus publica­
ciones y se convirtió en Sir Vidiadhar Surajprasad Naipaul en
1989. Muchos años después de abandonar la casa con los dos
leones en el frente donde vivió con su padre indio, en 64 Main
Road, Chaguanas, Trinidad, me comentó que “el exilio siem­
pre se inicia como un acto involuntario. Yo vine a Londres por
voluntad propia, tu decisión, ¿no fue igual?”. En 1919, Vladimir
Nabokov (1899-1977) fue llevado de Rusia a Inglaterra, y aprendió
inglés, luego francés. Su escritura fue una búsqueda de otra
identidad, nunca como exiliado.
Fui en busca de otras vidas, otras formas. Cerca de la re­
dacción de The Guardian, en Farringdon Road, había un pub,
The Surprise, poco elegante, diferente a los que muestran los
folletos de turismo. Reflejo de decadencia, permitía a sus clien­
tes ser como son, decadentes, obreros postales del más bajo
escalafón, gente que quiere soñarse Peter Pan para no admitir
que muchas veces son Pinocho. Para los “Argies” que conocían
su Buenos Aires, se parecía a los piringundines de la calle 25
de mayo, salvando diferencias en el nivel de iluminación y los
precios de las bebidas. La Sorpresa estaba bien iluminado y la
cerveza era barata. Entre los parroquianos que me encanta­
ron con su conversación y consejo había un cura irlandés que
anunció de inmediato: “Seré sacerdote, pero soy un hombre
23
sensual. Si supiera usted lo que tengo que escuchar en el confe­
sionario. ¡Cristo! Qué basura. Disfruto de la escena aquí. ¿Qué
voy a tomar? Una Guinness, naturalmente”. Se agregaba un
paquistaní, funcionario del Banco Mundial, que iba al The
Surprise para intercambiar el lenguaje más vulgar de su urdu
nativo con los empleados del cercano correo de Mount Plea­
sant. Había unos seis clientes jóvenes, muy bien vestidos que
parecían fugados de alguna parte. Había albañiles y mecáni­
cos, periodistas venidos de Fleet Street, trabajadores socia­
les. Todos compartían una secreta sensación de culpa por estar
disfrutando el jovial interior de ese pub. Cerca de las diez de
cada noche de día hábil, horario más bien tranquilo, las mu­
jeres que trabajaban la calle en la cercana estación de King’s
Cross, subían a un tablado vistiendo corpiños, medias de red,
y bragas que parecían parches de esos usados para tapar un ojo.
Saludaban, luego caminaban entre los clientes con un vaso
vacío recolectando dinero. Más se llenaba ese vaso de una pinta,
mejor prometía ser la función. Salvando alguna moda en ropas,
parecían salidas de la novela Tom Jones (1749) del inglés Henry
Fielding (1707-1754). Al tocar la hora, las mujeres (hasta tres
por vez) se quitaban los pequeños trapos que les quedaban.
Apenas si sonreían, jamás se tocaban entre ellas, se abrían de
piernas y los pechos rebalsaban sus manos. Los nativos de la
isla se babeaban con la vista de los pezones color azabache de
las asiáticas. Los paquistaníes enloquecían engullendo contor­
no y rincones de las más rubias y de tez más lechosa. Ningún
hombre parecía demorar la vista en la horqueta femenina, todos
disfrutábamos la voluptuosidad y la camaradería de la cultu­
ra más baja. Nadie lo negaba cuando el show terminaba y en
el bar se encargaban las últimas copas antes del cierre de las
23 horas. La fiesta se acabó a raíz de un artículo en el tabloide
The Sun, periódico de gran venta y curiosa moralina. La última
escena fue divertida. Siempre hubo un cliente, bajito, pelado,
que alentaba con adjetivos absurdos a las mujeres. Un día una
de las damitas lo hizo inclinar la cabeza hacia el escenario y se
sentó sobre él. Al retirarse, la pelada brillaba con el sudor de
24
la entrepierna femenina. “¡Eso seguro que me hará crecer el
pelo!”, exclamó el hombre. La mujer lanzó una carcajada, sus
pechos saltaban con su risa celebratoria. Y cayó la policía.
Londres, mi Londres, ciudad que me facilitó nueva vida,
siempre mi segundo hogar, nunca mi lugar en la tierra.
25
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