1 CABALLEROS CON ESPADAS DE AGUA (Discurso

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CABALLEROS CON ESPADAS DE AGUA
(Discurso Profesor Honoris Causa por la Universidad Nacional de San Cristóbal de Huamanga
1998)
Este texto es la transcripción del discurso de Eugenio Barba en la ceremonia en la que el
rector de la Universidad Nacional de San Cristóbal de Huamanga, Ayacucho (Perú).
“Si la historia de los demás se vuelve tu propia historia, tú has comenzado a comprender el
mundo”. Esta frase del anarquista italiano Enrico Malatesta condensa y exprime mi deuda hacia un
núcleo de hombres y mujeres que al comienzo del siglo XX cambiaron el cuerpo y el alma del
teatro de mi continente. Los reformadores europeos, con sus palabras de fuego, sus heridas y
obsesiones, se volvieron los caballeros de un Apocalipsis innovador que demolió paradigmas
culturales y modelos técnicos seculares, toda la estructura de entretenimiento y frivolidad de un
oficio considerado como empresa económica.
Este Apocalipsis generó un nuevo origen con una pluralidad de visiones, métodos, procesos
pedagógicos, finalidades artísticas y objetivos. Así, mientras se acaba la “Tradición” del teatro
europeo, se instala la modernidad con fundadores de “pequeñas tradiciones”, intentos de descubrir,
a través del teatro, su necesidad para el individuo y la sociedad.
Una obsesión aúna estos caballeros tan individualistas: trascender su oficio y, negándolo,
extraer de su práctica un valor inexplorado e ineludible. Craig, Stanislavski, Meyerhold, Copeau,
Artaud, Brecht eran caballeros que blandían espadas de agua para herir corazones. Revalorizaron la
parte sumergida del iceberg teatral, lo que se escondía en su propia cultura europea. Integraron en
su trabajo las formas populares del music-hall, circo, cabaret, deporte y la espectacularidad de las
ceremonias religiosas. Este descubrimiento no sólo fue intracultural, en lo que se refiere a la parte
olvidada de la propia cultura, sino también intercultural, una postura de curiosidad y respeto
profesional hacia otras tradiciones hasta entonces tratadas como mero exotismo.
Estas son algunas de las razones que me hacen considerar a los reformadores como mis
antepasados. Quiero mantener en vida su herencia de revuelta, disidencia y obstinación solitaria,
consciente al mismo tiempo que a mi rededor otros son llevados por impulsos similares que se
realizan de manera distinta según los contextos en que operan. Como para mis antepasados, también
para mí el contacto con otras culturas ha sido fuente de energías. Cuando observo mi largo camino
profesional, tengo que reconocer lo importante que ha sido el hecho de compartir proyectos,
nostalgias, entusiasmos, controversias y vínculos afectivos con hombres y mujeres de los teatros de
Latinoamérica.
Vine por primera vez a Latinoamérica en 1973, de manera anónima, en un viaje que durante
dos meses me condujo de Bolivia hasta México. En los autobuses y los trenes, en las capitales y en
las aldeas olvidadas mi estado de ánimo oscilaba entre el asombro y el miedo, la desorientación y
una conmiseración que me daba vergüenza. Las mil facetas de una realidad fulgurante de contrastes
me confundían como un misterio tremendo y fascinante. Sin embargo tenía la sensación de seguir
huellas parcialmente conocidas. Tal vez porque me crié en un humilde pueblo del sur de Italia,
impregnado de catolicismo barroco y vestigios de la dominación española. En este viaje de turista
solitario e inseguro, plantó sus raíces el espectáculo ¡Ven! Y el día será nuestro que entrelaza la
incertidumbre, el terror y la intransigencia de los emigrantes europeos, indigentes o perseguidos, y
de las poblaciones indígenas del continente americano.
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Fue con ese espectáculo que el Odin Teatret vino por primera vez a Latinoamérica, al Festival
de Caracas en 1976. Otra vez reviví la experiencia del asombro y de la desorientación frente a la
variedad y profusión de grupos teatrales latinoamericanos. Toda mi geografía profesional fue
sacudida por un terremoto. No era un conocimiento abstracto, sino el calor y el placer de nuevas
amistades, voces y temperamentos tan variados, animados de tensiones tan cercanas de la mías.
Eran mis primeros y leales amigos de este continente, el Libre Teatro Libre de Córdoba, el Cleta de
México, la Candelaria de Bogotá, Contradanza de Caracas, el Teatro Libre de San Salvador. Sin
embargo el ápice de esta sensación fraternal la viví con Mario Delgado y sus actores Lucho
Ramírez, Ricardo Santillana, Malco Oliveros y Carlos Cuevas. Constituían el Cuatrotablas de Lima,
este grupo que tanto ha significado en la vida del Odin Teatret y en mi relación con vuestro
continente.
Muchos de mis nuevos amigos estuvieron conmigo algunos meses más tarde en el Festival
BITEF en Belgrado, el Encuentro de la UNESCO en el cual expresé la visión de un Tercer Teatro.
Me guiaba la asociación del Tercer Estado de la revolución francesa, la discriminación hacia el
tercer sexo y obviamente el tercer mundo. Pero el impacto decisivo provenía del conocimiento de la
realidad latinoamericana. Allá había tropezado con un teatro agitado por pasiones parecidas a las
mías, a las de los reformadores europeos, fundadores solitarios de pequeñas tradiciones. Había
hallado un oficio cuyo sentido de responsabilidad social era también búsqueda individual, una
practica artística que se alejaba tanto de la cultura teatral en auge en la parte rica del planeta, como
de sus manifestaciones experimentales. El Tercer Teatro era la manifestación concreta, en varias
partes del mundo, de una sed de dignidad y de valores.
Los grupos teatrales continuaron a reuniéndose, primero en Bergamo (Italia) en 1977 y luego
en Ayacucho (Perú), en 1978. Mario Delgado y Cuatrotablas fueron los temerarios organizadores
del Primer Encuentro de teatro de grupo en America Latina. Invitados por ellos, el Odín Teatret
llegó a Ayacucho, a esta ciudad que con el tiempo se ha vuelto parte de nuestra patria ideal.
El Encuentro fue un hito, estremecido de sorpresas, discusiones, disputas, cariño, rechazos y
amistades. Era una fase particular en la historia de vuestro continente. La política represiva, las
dictaduras, la guerrilla eran partes de vuestra vida cotidiana. Exactamente por las mismas fechas, en
esta universidad de Ayacucho, veía la luz El Sendero Luminoso, un movimiento armado contra el
estado. El horror de la realidad y de la historia alrededor nuestro deslumbraron a mucha gente de
teatro, le hicieron descuidar que el actor es un caballero que hiere los corazones con una espada de
agua. Pensaron forjar estas espadas con frases revolucionarias y lemas políticos, y non con la llama
de motivaciones íntimas, a través de acciones coherentes en un oficio que es una forma de arte y de
vida, continuidad y ejemplo, entusiasmo y monotonía que los años transfiguran en tradición y
herencia.
El Encuentro de Ayacucho me obligó a reflexionar. La larga experiencia del Odin Teatret, un
grupo de excluidos autodidactas que habían conquistado una autonomía artística y técnica fuera del
sistema teatral europeo, era negada por algunos con palabras como “formalismo” o “imperialismo
cultural”. Yo hablaba de aprendizaje, de precisión técnica, del ethos del actor, y me contestaban con
discursos políticos revolucionarios. Toda la biografía del Odín era entendida en categorías de
estética gringa, de europeos ricos. El compromiso profesional de nuestro grupo de emigrantes sin
raíces nacionales era interpretado como el privilegio de quien vive en una nación que puede
permitirse el lujo de tener laboratorios teatrales.
En Ayacucho intuí la exigencia de otro idioma que transcendiera la manera de expresar mi
experiencia para contactarme profesionalmente con los demás. Sentí la necesidad de otro lenguaje
para acercarme a los grupos latinoamericanos, dialogar con sus actores y directores sin encallarse en
los filtros de las estéticas o los prejuicios y coartadas que llamamos identidad cultural. Es aquí,
entre estas históricas montañas que rodean vuestra ciudad, que mis primeras reflexiones sobre
Antropología Teatral tienen sus raíces.
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Todos necesitamos raíces. Sobretodo nosotros los del Odin, que no tenemos una patria común
y visitamos sin cesa lugares y contextos distintos. Es importante no ser esclavos de este “oficio del
viaje”, es necesario negarlo transformándolo en la paradoja de un tránsito que echa raíces.
Ayacucho es una de estas raíces. Porque cuando hablo de raíces, me refiero a personas bien
precisas, a relaciones que se prolongan en el tiempo y se entrelazan con nuevas relaciones, a
encuentros recientes. Algunos de nosotros tienen raíces en una tierra, otros en el cielo, en valores
encarnados en la coherencia de individuos que hemos elegido como nuestros tótems, nuestros
penates, nuestros hermanos mayores. No hablo de categorías abstractas, sino de ejemplos concretos.
El de Grotowski, el de Atahualpa del Cioppo. Yo soy el producto de una biografía, los
acontecimientos de la Historia se mezclan y reaccionan con mis experiencias personales y destilan
una brújula emotiva, un núcleo de valores vitales para mí, mis raíces.
Cada teatro está arraigado a muchos contextos, y éstos deciden cada vez su carga subversiva,
la incisividad o frivolidad de sus resultados. El lugar donde trabaja un grupo asume connotaciones
políticas. El sentido es opuesto si su actividad se desarrolla en un añejo teatro de una capital o en el
galpón de una aldea aislada. Una representación adquiere méritos opuestos si se presenta aquí, en la
plaza del barrio de San Juan Bautista o en el moderno edificio del Festival de Berlín. Siempre me ha
acompañado el recuerdo de una representación de Esperando a Godot en 1968 en Bolivia, un año
después el asesinado del Che Guevara. La asociación de este texto “absurdo” con los
acontecimientos de su contemporaneidad era tan aplastante que la representación fue prohibida en
seguida.
Pero, más allá de los contextos sociales y de una biografía personal, todos los actores tienen
algo en común: un cuerpo y una voz animados por procesos mentales. El actor disciplina su
presencia somática y sus procesos psíquicos, crea acciones dinámicas y las modela en formas
densas de informaciones para arrastrar a los espectadores por un recorrido sensorial y narrativo. El
actor dirige un flujo de energías que hacen vibrar los nexos que atan cada espectador a su
comunidad, y que evocan igualmente vivencias individuales, heridas, humillaciones, iluminaciones
personales. El espectáculo-en-vida irradia la capacidad de hablar a cada espectador y susurrarle algo
profundamente íntimo.
Esa capacidad está arraigada al oficio del actor, a la eficacia de sus acciones y presupone una
competencia técnica. Cómo ser eficaz para los espectadores es un problema que todos los actores
comparten a pesar de las diferencias políticas y estéticas o de género espectacular. La Antropología
Teatral se concentra sobre los principios que permiten desarrollar individualmente esta eficacia.
Estudia el nivel fundamental del arte del actor, el de la presencia escénica. Es el grado técnico
elemental, que puede ser analizado imparcialmente y permite un diálogo objetivo, estimulante y
fértil para ambas partes a pesar de las inclinaciones personales y los contextos diferentes. Hoy,
después de veinte años, la Antropología Teatral se ha vuelto un auxilio corriente para el principiante
y para el experto, es objeto de sesiones de encuentro y investigación a través de la ISTA, la
International School of Theatre Anthropology, es una disciplina aceptada y aplicada en los teatros y
en las universidades. Otra vez quisiera subrayar que fue en Ayacucho donde empezó mi largo
camino hasta ella.
Estoy orgulloso del reconocimiento que la Universidad Nacional de San Cristóbal de
Huamanga me confiere y que en realidad otorga a todos los miembros del Odin Teatret que ustedes
ven sentados a mi rededor. Juntos logramos superar nuestra inferioridad de emigrantes, juntos
convertimos esta exclusión en un oficio nutrido por la obstinación, juntos protegemos nuestra
pequeña tradición que tiene antepasados y herederos rebeldes. Nunca tuvimos la esperanza de
cambiar la sociedad, pero nunca nos desesperamos. Siempre fuimos conscientes de que un buen
espectáculo no mejora el mundo, pero que uno malo lo empeora. Nuestro trabajo se dirige al
innumerable pueblo de los muertos que nos miran con aceptación o rechazo. Pero sabemos que
nuestros espectadores más preciados todavía no han nacido.
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Doy las gracias a esta Universidad sobretodo porque este homenaje de hoy recompensa toda
una cultura teatral, la de los teatros de grupo, nuestra cultura, queridos amigos latinoamericanos
aquí presentes que me habéis acompañado a lo largo de mi camino. Siento una profunda emoción.
En ocasiones de festejo y celebración parece que ya no quedan enemigos. Es bello no tener
adversarios, pero cada día cuando te miras al espejo ves a tu peor enemigo. Yo quisiera que todos
nosotros pensáramos en Ayacucho cuando nos asaltaran la desesperación y el cansancio, la
indiferencia y la rutina, cuando una voz en nosotros susurrará “ya no tiene sentido”. Que este
momento de proximidad fraterna y orgullo de nuestras diferencias reviva en nuestros sentidos
cuando los conflictos y las tensiones laceran la amistad, la lealtad, la confianza y devastan lo que un
grupo ha construido con años de sacrificios. El Odin conoce bien estas crisis. Sin embargo siempre
nos reconfortó el recuerdo de ustedes, amigos latinoamericanos, el recuerdo de su alegría y
obstinación en las duras condiciones en que trabajan, el recuerdo de su compromiso que llevan en
sus brazos como un bebé vulnerable.
Quisiera que Iben termine con una canción. Proviene de un espectáculo que ella hizo con
César Brie, un actor argentino que trabajó en el Odin. Es una canción sobre el dolor del exilio y el
sueño de regresar a la patria. Pero nosotros sabemos que nuestra verdadera patria tiene sus raíces en
el cielo y las únicas estrellas que nos guían en la oscuridad de este mundo son nuestros valores.
Cuando te veo entre flores
con tus campos y tus montañas
son tan grandes tus llanuras
y tan nevadas tus montañas.
Eres un ramo de flores
que mi corazón perfuma.
Oye mi voz,
oye mi voz
tierra mía,
que en sueños
vengo a verte
porque no puedo de veras.
Eres un ramo de flores
tierra mía.
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