MARTES 27 21’30 h. SEXO, MENTIRAS Y CINTAS DE VIDEO (1989) EE.UU. 101 min. Título Orig.- Sex, lies and videotape. Director, guión y montaje.- Steven Soderbergh. Fotografía.Walt Lloyd (CFI Color). Música.- Cliff Martínez. Productor.- Robert Newmeyer y John Hardy. Producción.- Outlaw Productions. Intérpretes.- James Spader (Graham Dalton), Andie McDowell (Ann Millaney Bishop), Peter Gallagher (John Millaney), Laura San Giacomo (Cynthia Bishop), Rob Wawter (el psiquiatra), Steven Brill (el vaquero), David Foll (el amigo de John), Earl Taylor (el propietario). v.o.s.e. Palma de Oro a la mejor película, Premio de la Crítica y Premio al mejor actor (James Spader) en el Festival de Cannes 1 candidatura a los Oscars: Guión original Música de sala: Ocean’s twelve (2004) de Steven Soderbergh Banda sonora original compuesta por David Holmes Crítica del estreno (1989) Físicamente, Steven Soderbergh -un desconocido elevado a la gloria tras una Palma de Oro en Cannes y la bendición papal de Wim Wenders- parece una versión juvenil del George C. Scott cejijunto, reconcentrado y con un vago aire maligno que debutó en El buscavidas (The hustler, Robert Rossen, 1961). Pero su película, que responde a un título decididamente exótico, le revela como un astuto, interesante cruce de Woody Allen y Eric Rohmer. Se trata de una cinta exquisitamente conversacional -por emplear un barbarismo ahora en boga que ignora el término coloquial- y claustrofóbica, como podría ser Mi noche con Maud (Ma nuit chez Maud, Eric Rohmer, 1969). Y hay aquí muchas cosas de esa película. La diferencia principal -a favor de Rohmer, añadiría el cronista- es que los personajes se pasan el tiempo hablando de filosofía, de religión, de literatura y otros temas cultos, cuando el verdadero tema subyacente del diálogo, y nunca explícito, es el sexo. Los personajes de Soderbergh, que es también el autor del guión, se pasan, por el contrario, el tiempo hablando de sexo, lo meditan, lo analizan, lo estudian, lo viven literalmente... pero no lo practican -o si lo hacen, como el marido y la hermana de la atribulada heroína, es una flagrante concesión a la vulgaridad-. Es posible que esa actitud marque la línea de la moda que se llevará esta temporada, a menos que sea un reflejo -¿consciente? ¿inconsciente?- del sentimiento tácito de que ésa es la manera más segura de hacer el amor en estos tiempos de SIDA. (Hay otro aspecto a destacar en esta estrategia singular, que es la deliberada complicación de una serie de conversaciones sobre el sexo como espejo de una sociedad, una civilización, y eso confiere un indudable interés a la película. No es una estrategia nueva, ciertamente; antes la había empleado Jules Feiffer en “Conocimiento carnal”, y mucho, mucho antes Pietro Aretino en “Diálogo de damas”.) Soderbergh, por otra parte, observa -casi podríamos decir que escucha- estos diálogos desde una perspectiva discreta pero abiertamente satírica. Abundan los chistes de diván de psiquiatra, como en las comedias neuróticas de Allen, y el director obtiene a veces excelentes momentos humorísticos dejando a sus personajes decir las mayores tonterías con toda la naturalidad del mundo y como si fueran verdades infusas. La mejor escena, probablemente, es aquella en la que el una pizca enigmático visitante le confiesa a la engañada esposa de su viejo compañero de estudios que es impotente, con la misma naturalidad que si se declarara abstemio, por ejemplo. Es un momento realmente divertido, a la vez que sugiere una clásica argucia de seductor. Y hay una seducción, desde luego. Pero resulta que en ese juego de mentiras nuestro hombre dijo la verdad, que tiene una personalidad atormentada, que le impulsa a una extraña y personal investigación videográfica -el vídeo como arma de seducción, de satisfacción- sobre la sexualidad femenina, y que parece ser también su única gratificación sexual. Es una idea extravagante pero estimulante, que Soderbergh explora menos que explota para tomar un tono progresivamente grave, como para decirnos que sus caricaturas son, en realidad, seres humanos y que su farsa es la capa superficial de un drama muy serio. Demasiado para lo que la frágil estructura de la película puede soportar. Pero no cabe duda de que su trabajo es inteligente, que saca un partido óptimo de muy escasos elementos: cuatro personajes bien interpretados, especialmente las mujeres, con esa simpática revelación que es Laura San Giacomo- y otros tantos escenarios. En suma, una primera película decididamente prometedora. Confiemos en que la canonización de bote pronto a los 26 años no perjudique la carrera de este chico de Baton Rouge, Louisiana: deseémosle suerte. Texto: José Luis Guarner, rev. Fotogramas, octubre 1989 Reseña –catorce años después- (2003): El gran éxito de la ópera prima de Soderbergh es que consiguiera la Palma de Oro en Cannes. Su principal problema es, también, que la ganara y que Wenders refutara la decisión considerando además que la película marcaba la línea a seguir para el futuro del cine. Dicho así por un cineasta inquieto que, en 1989, aún no había perdido el norte, y vista la película de inmediato, sin que el tiempo le diera aún un vuelco importante, la verdad es que todo parecía venirle demasiado grande a un film de factura simplemente correcta, en las antípodas del cine independiente estadounidense realizado hasta entonces -de Kenneth Anger a Jim Jarmusch pasando por Jonas Mekas, Shirley Clarke y John Cassavetes-, más bienintencionado que plenamente logrado, escueto en el plano formal, aunque eso no sea un defecto, y ciertamente hábil en su plasmación del vacío emocional y la rutina sexual. Soderbergh se acoge más o menos a la estructura del ángel caído: Graham Dalton, el personaje encarnado por James Spader, uno de los máximos beneficiarios del éxito comercial de la película, reaparece inesperadamente en una tranquila ciudad de Louisiana llevando consigo unas cintas de vídeo y una sucesión de mentiras patológicas que hacen mella en los otros tres personajes del relato: el hipócrita John Millaney (Peter Gallagher), su esposa Ann (Andie MacDowell) y su amante Cynthia (Laura San Giacomo). Graham recurre sibilinamente al recuerdo de la amistad con el primero para intimar con la segunda, aunque su impotencia sexual, compensada por el almacenamiento de esas cintas videográficas en las que aparecen varias mujeres confesando sus actividades sexuales, y la negativa de Ann a encarar sus problemas y frustraciones, recluida en el confort pequeño burgués de su hogar, impiden que esa relación de mutuo afecto pueda llegar a cristalizar. La callada atracción entre Graham y Ann contrasta con los feroces encuentros sexuales de John y Cynthia, hermana de su esposa, y hasta las puertas de ésta llama Graham para socavar aún más los cimientos de este triángulo sentimental urdido a la sombra de esas casas bien pintadas y ordenadas donde, como en la vida de Ann, nunca pasa nada digno de mención. SEXO, MENTIRAS Y CINTAS DE VIDEO se abre con un travelling sobre el asfalto. La cámara ralentiza poco a poco su movimiento para pasar a una escueta presentación de los personajes sobre el fondo sonoro de la conversación de Ann y su psiquiatra: Soderbergh ya aprovechó en su debut las posibilidades de la alternancia de sonidos e imágenes que no tienen porqué corresponder entre sí, el contraste entre lo que se dijo y lo que puede verse. El descenso de la velocidad del travelling refleja también, inconscientemente, lo que es la película, que arranca más firme de lo que concluye pese a la fuerza, no contemplada en ningún otro momento del film, de la secuencia en la que se unen vectorialmente los tres elementos del título: John golpea a Graham para ver a continuación el video que éste ha grabado a Ann confesando algunas de sus ideas y sensaciones sexuales. Texto: Quim Casas, Estudio: “Steven Soderbergh, el independiente que nunca quiso serlo”, rev. Dirigido, febrero 2003