Orgullo y prejuicio

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Jane Austen
Orgullo
y prejuicio
ORGULLO Y PREJUICIO
Autora: Jane Austen
Primera publicación en papel: 1813
Colección Clásicos Universales
Diseño y composición: Manuel Rodríguez
© de esta edición electrónica: 2013, liberbooks.com
info@liberbooks.com / www.liberbooks.com
Jane Austen
ORGULLO
Y
PREJUICIO
Índice
Capítulo I . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9
***
Capítulo X . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 54
***
Capítulo XX . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 127
***
Capítulo XXX. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 189
***
Capítulo XL . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 247
***
Capítulo L . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 332
***
Capítulo LX . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 411
Capítulo I
T
odo el mundo considera que un hombre soltero y
de buena posición necesita una esposa. Esta creencia
está tan metida en el ánimo de las personas de su alrededor, que todas las madres de familia que le conocen le
consideran una posible propiedad de alguna de sus hijas,
sin tener para nada en cuenta los sentimientos que él pueda poseer a su llegada a cualquier parte para establecerse
en ella.
—Oye, Bennet —le decía a éste su esposa—. ¿No sabes
que Netherfield tiene al fin un inquilino? Pues sí, está alquilado. Mistress Long ha venido y me dio esta noticia —y
al ver que míster Bennet no contestaba, prosiguió su mujer
con impaciencia—: ¿No te interesa saber quién alquiló esa
casa?
—Ya veo que estás rabiando por decirlo; así que me
resignaré a escucharte.
Ella no esperó que se lo dijera de nuevo, por lo que
dijo al punto:
—Mistress Long asegura que Netherfield está arrendado
por un muchacho muy rico que llegó el lunes del norte
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de Inglaterra en una silla de postas tirada por cuatro caballos, y, al verlo, se quedó tan satisfecho, que le dijo a
míster Morris que por San Miguel quiere que esté todo
arreglado; pero la semana que viene ya habrá allí algunos
de los criados de su servidumbre.
—¿Cómo se llama? ¿Y qué estado tiene?
—Míster Bingley. Es soltero, pero muy rico; lo menos
tiene cinco mil libras anuales de renta. ¡Qué suerte para
una de nuestras hijas, querido!
—¿Qué tienen que ver nuestras hijas en eso? ¿Qué les
importa a ellas?
—¡Por Dios, Bennet! No seas tan torpe. Pienso casar a
una de ellas con ese muchacho.
—¿Es que él tiene ese propósito al venir a vivir en esta
vecindad?
—¡Vamos, no seas simple! ¡Qué ha de proyectar él! Pero
es posible que se enamore de alguna, y por eso es conveniente que te apresures a visitarle.
—No veo por qué lo he de hacer. Ves tú con tus hijas,
si te parece, o deja que vayan ellas solas, que tal vez sea
lo mejor, porque, como sigues siendo muy guapa, tal vez
a él le gustes más que todas tus hijas.
—No me adules tanto. Es verdad que no se me puede
llamar fea y fui bastante pasable a su debido tiempo; pero
cuando una mujer tiene cinco hijas mayores ya no puede
pensar en sí misma.
—Porque en la mayoría de casos así la mujer ya no tiene
belleza de qué preocuparse.
—Bueno, querido. Prométeme que visitarás a míster Bingley en cuanto llegue.
—No te prometo nada.
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Orgullo y prejuicio
—Piensa en tus hijas y en lo conveniente que sería para
alguna de ellas. Te advierto que tanto sir Guillermo como
su mujer, lady Lucas, han decidido ser de los primeros en
visitarle, por eso mismo. Ya sabes que no acostumbran
a hacerlo nunca con los recién llegados. Tú has de hacer
otro tanto, porque, sino, nosotras no podremos conocerle.
—Eres demasiado meticulosa. Estoy por decirte que
míster Bingley se va a alegrar mucho de verte por su casa;
por mi parte, le escribiré unas líneas para darle mi consentimiento paternal si quiere casarse con alguna de las
chicas, pero te advierto que le recomendaré especialmente
a Isabel.
—¡Qué no se te ocurra hacer una cosa semejante! Isabel
no es mejor que las otras en ningún sentido. No tiene ni
la mitad de la belleza de Juana ni la alegría de Lidia. ¡No
sé por qué la prefieres a las demás!
—Tampoco ninguna de ellas tiene nada de particular.
Todas son tan tontas y tan ignorantes como otras muchachas, pero Isabel es un poco más inteligente.
—¡Bennet! ¿Cómo te atreves a decir eso de nuestras propias hijas? ¡De qué modo más despectivo acabas de hablar
de ellas! ¡No tienes ninguna clase de consideración para
mis pobres nervios!
—Te equivocas, mujer. Siento un grandísimo respeto
por ellos. ¡Hace tantos años que los conozco!... Lo menos
por espacio de veinte te los oigo mencionar.
—¡Oh, Dios mío! ¡Cuánto sufro!
—¡Bueno! Pero confío en que te mejores y tengas tiempo
de ver llegar por aquí a una porción de muchachos con
cuatro o cinco mil libras anuales de renta.
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—Aunque venga todo un regimiento de ellos no nos
servirá de nada si no empiezas por visitarlos tú.
—Bien. Te prometo que cuando se haya reunido en la
vecindad un regimiento semejante los visitaré a todos uno
por uno.
Míster Bennet tenía un carácter tan caprichoso, ingenioso y sarcástico, que, a pesar de haber vivido en común
por espacio de veinte años, su esposa no le había entendido todavía. Ella era mucho más vulgar y comprensible
para todo el mundo. De carácter desigual, poco instruida
y medianamente inteligente. Cuando estaba de mal humor
se figuraba que era coca de los nervios. La mayor ilusión
de su vida consistía en casar bien a sus hijas, y se moría
por las visitas y los comadreos.
II
M
íster Bennet, a pesar de haber estado repitiendo a
su mujer una y otra vez que no pensaba visitar a
Bingley, fue uno de los primeros en hacerlo; hasta el día
siguiente de ello no se enteró nadie; pero como sea que se
puso a contemplar a su segunda hija, que se dedicaba a
arreglarse un sombrero, dijo:
—Isabel me parece que le gustará a míster Bingley.
—Si no visitamos a ese joven, ¿cómo quieres que podamos
conocer sus gustos? —intervino su esposa, llena de pesar.
—Mamá, no olvide usted que le veremos en las reuniones públicas y que, además, mistress Long prometió que
nos lo presentará.
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Orgullo y prejuicio
—No lo creo. Es una mujer muy hipócrita y egoísta, y
como, además, tiene dos sobrinas para casar, no espero
nada de ella.
—En esto estoy completamente de acuerdo contigo, y
me alegro de que no tengas que depender para nada de
esa señora —dijo míster Bennet.
Su mujer no dijo nada, pero empezó a reñir, iracunda,
a su hija:
—¡Catalina! ¡No tosas de esa manera! ¡Me estás destrozando los nervios!
—Lo que es esa chiquilla no sabe toser con discreción y
oportunidad —aseguró su padre.
—No toso para divertirme—dijo la aludida con enfado—.
Isabel, ¿cuándo será tu primer baile?
—Dentro de una quincena.
—Sí —intervino su madre—; y mistress Long no regresará
hasta un día antes, por lo que no podría presentárnoslo
aunque quisiera, ya que no lo podrá conocer ella misma.
—Bueno, mujer. Entonces tomas tú la delantera y se lo
presentas a ella.
—¡Dios mío! ¡Es completamente imposible! ¡Si yo misma no le conoceré! ¿Por qué te diviertes en atormentarme?
—Te felicito por tu discreción. Tienes mucha razón
al decir que no puedes conocer en quince días a míster
Bingley, porque son muy pocos días para conocer a una
persona. Pero, si no lo hacemos nosotros, otro se nos adelantará, y como tal vez a ella le parezca un acto delicado
el que no quieras ser tú la que te encargues de ello, lo voy
a hacer yo mismo.
Las jóvenes miraron a su padre, pero mistress Bennet
dijo al punto:
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—¡Vaya una simpleza!
—¡Qué dices, mujer! ¿Acaso te parece que una cosa tan
importante como una presentación puede ser una estupidez? No estoy de acuerdo contigo, no. ¿Qué te parece a ti,
María? Tú que eres tan estudiosa y reflexiva, que hasta sospecho que te dedicas a copiar lo que lees en ciertos libracos.
La aludida quiso decir alguna frase sabihonda, pero no
dio con ninguna.
—Bueno. Volvamos a míster Bingley, mientras María
encuentra algo que decir.
—¡Ya estoy harta de oír ese nombre! —dijo su esposa,
indignada.
—¿Por qué no me los has dicho antes? ¡Qué lástima no
haberlo sabido a tiempo, porque me habría ahorrado la
visita que le hice esta mañana! Pero ahora ya no me es
posible volverme atrás y hacer ver que no le conozco.
Logró el efecto que se había propuesto, pues todas las
mujeres de su casa se quedaron pasmadas al oírle. Su mujer exclamó, después de los primeros momentos de alegría,
que no había esperado menos de él.
—¡Qué bueno eres, Bennet! Ya sabía que acabarías por
convencerte de lo que yo te decía. Quieres demasiado a tus
bijas para pasar por alto una presentación tan importante.
¡Qué feliz me siento! ¡Qué broma más graciosa la tuya en
mantener el secreto tan bien guardado!
—Catalina, ya puedes toser todo lo que quieras, hija —
dijo su padre marchándose, aburrido de las efusiones del
entusiasmo de su mujer.
Ésta exclamó:
—Hijitas, ¡qué padre más buenísimo que tenéis! No se
le puede echar en cara que no os quiera bastante, ni a
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mí tampoco. Podéis creerme si os digo que a nuestros
años no es nada agradable hacer nuevas amistades, pero
pasamos por todo con tal de veros contentas a vosotras.
Lidia, cariño mío, estoy segura de que, aunque eres la más
chiquitina entre tus hermanas, míster Bingley también te
sacará a bailar.
—¡Oh! No me da nada de miedo, porque, aunque sea
la más joven, también soy la más alta de todas —dijo Lidia
frescamente.
Pasaron toda la velada haciendo suposiciones sobre
cuándo devolvería la visita el recién llegado y qué día sería
idóneo para que ellos le convidaran a comer en su casa.
III
M
istress Bennet, ayudada por sus hijas, estuvo asediando a su marido a fin de que les describiera
cómo era míster Bingley, y, a pesar de hacer prodigios
de ingenio y astucia en sus preguntas más o menos francas o disimuladas, no lograron saber lo que se habían
propuesto averiguar. Entonces se volvieron a su vecina
lady Lucas, que les dijo que a lord Williams, su marido,
le había gustado mucho aquel joven. Era simpatiquísimo,
de una extremada juventud y muy guapo: por si esto no
fueran bastante buenas noticias, les aseguró que pensaba
presentarse en la reunión proyectada con un grupo de sus
amigos forasteros. ¡Aquello era que ni hecho de encargo!
Si le gustaba el baile, había grandes probabilidades de que
se llegara a enamorar. Todo eran esperanzas felices.
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Mistress Bennet le confiaba a su marido, ilusionada:
Si lograra que una de mis hijas se estableciera como
señora de Netherfield y todas las demás se casaran bien,
me sentiría recompensada por todos mis afanes!
Bingley devolvió la visita a míster Bennet sin lograr ver
a una sola de las hijas de la casa, aunque había ido con el
deseo de contemplarlas, ya que a sus oídos habían llegado noticias de que eran muy lindas; tuvo que contentarse
con cambiar unas palabras de cumplido con el padre de
aquéllas, y a los diez minutos justos abandonaba la biblioteca. Las chicas tuvieron más suerte, porque, sin que él las
apercibiera, le contemplaron desde una de las ventanas de
arriba y viéndole subir a su caballo, vestido con un traje
de montar azul.
No tardaron en mandarle una invitación para que fuera a comer con ellos, y cuando más entretenida estaba
la dueña de la casa pensando en la preparación de los
manjares más adecuados, hubieron de dejarlo todo en suspenso porque les llegó un aviso de que míster Bingley se
marchaba a Londres por unos días y se veía en la precisión
de declinar el honor..., etc.
Esto hizo muy mala impresión a mistress Bennet, que
empezó a pensar qué clase de asuntos podían ser los que
reclamaban en la capital a un muchacho recién llegado
al condado de Hertford, sobresaltándose ante la idea de
que hubiera de estar siempre viajando de acá para allá.
Al confiar sus temores a lady Lucas, ésta se los disipó
sugiriendo que lo más probable sería que hubiera ido a
buscar a unos cuantos amigos para pasarlo mejor la noche
del baile. Pronto empezaron a decir por todas partes que
traería nada menos que a una docena de señoras y a media
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de caballeros. Todas las chicas se sintieron consternadas
al saber la cantidad de mujeres que se iban a reunir allí,
pero un día antes volvió el sosiego a sus corazones, oyendo decir que sólo había traído a cinco de sus hermanas
y a una de sus primas: media docena escasa, gracias a
Dios.
Cuando, por fin, los forasteros penetraron en el salón
de baile, todos pudieron ver que no eran más que cinco
en total: es decir, Bingley, sus dos hermanas, el marido de
la mayor de ellas y otro muchacho.
Hizo muy buen efecto el aspecto de gentleman de Bingley, sus modales simpáticos y lo agradable y correcto
de sus facciones. Sus hermanas eran muy distinguidas y
vestían a la última moda. Mister Hurst, el cuñado de Bingley, era un señor sin importancia, pero míster Darcy llamó poderosamente la atención, tanto por su aire de gran
señor, como por lo airoso de su porte y lo hermoso de su
rostro. En un dos por tres se corrió la noticia de que, además, poseía diez mil libras anuales de renta. Los hombres
afirmaban que tenía un aire muy distinguido, y las mujeres se decían unas a otras que era mucho más guapo que
Bingley; pero cuando, después de contemplarle la mitad
del tiempo llenos de admiración, cayeron en la cuenta de
que tenía unos modales orgullosos y altaneros, aquello se
disipó como por ensalmo, y, a pesar del gran valor de sus
propiedades del condado de Derby, todos declararon, con
rara unanimidad, que era un tipo desagradable, antipático, y que su amigo valía mil veces más que él.
La vivacidad y la simpatía de míster Bingley hizo que
pronto hubiera sido presentado a la mayor parte de las
personas importantes del salón. Bailó casi todas las dan-
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zas y dijo que pensaba dar un baile en Netherfield. Todos
quedaron encantados, notando cada vez más el gran contraste que había entre los dos amigos.
Darcy sólo bailó un par de veces, una con mistress
Hurst y otra con miss Bingley. No quiso ser presentado a
ninguna otra señora, y se estuvo paseando todo el tiempo
por allí, cambiando alguna que otra palabra, de vez en
cuando, con los amigos con los que se había presentado
en el baile. Era el tipo más orgulloso del mundo, y todos deseaban que no volviera a aparecer por allí. Sobre
todo mistress Bennet le había cogido una profundísima
antipatía al ver que se había permitido la insolencia de
despreciar a una de sus hijas.
Había tan pocos caballeros, que Isabel Bennet tuvo
que quedarse sin pareja dos veces consecutivas, y lo peor
de todo es que la mitad del tiempo lo pasó sentada tan
cerca de donde estaba Darcy, oyendo, sin proponérselo,
la conversación que éste sostuvo con Bingley.
—Acércate, Darcy —le dijo este último—. Tienes que bailar. No me gusta verte tan solo, porque resulta una simpleza en este lugar en que nos hallamos.
—¡Yo no bailo! Ya sabes que es una cosa que aborrezco
hacer, a menos que mi pareja no sea una muchacha muy
conocida. Ahora, y aquí, me resultaría una cosa insoportable, porque tus dos hermanas ya tienen pareja, y en todo
el salón no veo una sola mujer que me anime a acercarme
a ella.
—Ni por un imperio consentiría yo en aburrirme como
lo estás haciendo tú. Nunca vi unas muchachas más simpáticas como éstas, y, además, hay una porción de ellas
que son una preciosidad.
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—La única que puede llamarse guapa, de todas las aquí
reunidas, es esa con que tú estás bailando —exclamó Darcy, aludiendo a Juana Bennet.
—¡Oh, sí! ¡Es la joven más preciosa que vi nunca! Pero
precisamente a tu espalda está sentada una de sus hermanas, que es muy linda y seguramente simpática como ella
sola; déjame que te presente.
—¿Cómo? —preguntó Darcy, volviéndose por un segundo para mirar; pero al ver que Isabel cruzaba su mirada
con la de él, dijo fríamente—: No está mal, pero no es
bastante guapa para tentarme, y tampoco estoy de humor
para aceptar la compañía de una muchacha desairada por
otros hombres. No pierdas más el tiempo tratando de convencerme. Lo mejor es que te dediques a tu pareja.
Bingley hizo lo que su amigo le aconsejaba y éste se
fue de allí, mientras que Isabel se sentía mohína por el
incidente. Pero era ingeniosa y sabía ver el lado ridículo
de las cosas, por lo que contó a sus amigas aquello con
mucha gracia.
Toda la familia se quedó muy contenta de la fiesta.
La madre, porque vio que su hija mayor había sido muy
admirada por los moradores de Netherfield, pues incluso
las hermanas de Bingley la distinguieron mucho: Juana
también estaba contenta por su propio éxito, aunque con
más serenidad que su madre. María fue llamada por miss
Bingley, la muchacha más amable de la vecindad; Catalina
y Lidia no perdieron un solo baile, lo que para ellas era
el colmo de la dicha, y todas volvieron a Longbourn, que
era su pueblo, llenas de satisfacción, hallando que míster
Bennet aún estaba levantado, sentado en su biblioteca y
olvidándose de la hora en la grata compañía de un libro
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interesante de su gusto. También había esperado la vuelta
de ellas con cierto sentimiento de curiosidad, por saber
qué le había parecido a su esposa la velada.
—¡Oh, Bennet ¡Qué noche más encantadora! ¡Qué baile! Me hubiera gustado mucho que te hubieras decidido a
acompañarme a él. Juana ha sido admiradísima por todo
el mundo y míster Bingley no se ha cansado de bailar
con ella. ¡Nada menos que por dos veces la sacó! ¿Te das
cuenta de lo que eso quiere decir? ¡Dos veces! Y ella ha
sido la única, entre todas las que había allí, a la que ha
solicitado por segunda vez. La primera fue a la de Lucas,
pero estoy segura de que no le gustó nada, y es natural;
pero cuando bailó con Juana parecía entusiasmado; por
eso quiso saber al momento quién era; le fue presentada,
y le volvió a pedir el baile siguiente; después bailó con la
de Long, luego con María Lucas y otra vez con Juana, y
el siguiente con Isabel...
—Si hubiera pensado en mí, no habría bailado ni la
mitad de lo que me dices. ¡No me des más tabarra! ¿Por
qué no se torcería un pie al empezar!
—¡Yo estoy contentísima de él! Sus hermanas son encantadoras y él no puede ser más guapo. Pero el vestido
de la señora de Hurst es de una elegancia que...
Míster Bennet protestó con más energía ante la descripción que se le venía encima, por lo que su esposa cambió
de tema, tratando del desaire que Darcy le hizo a Isabel,
recargando el cuadro de negras tiritas, cediendo a su rencor maternal.
—Pero estoy segura de que ella no ha perdido nada con
no gustarle, porque no puede darse un individuo más antipático que ese, feo, orgulloso e insoportable. Nadie le
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Orgullo y prejuicio
podía aguantar. No hacía más que pasearse de un lado a
otro para darse importancia. ¡Que mi hija no es bastante
hermosa para sacarla a bailar! ¿Lo oyes? Si hubieras estada allí podrías haberle dado una lección.
IV
A
l quedarse a solas las dos hermanas mayores, Juana
le dijo a Isabel:
—Me parece que Bingley es lo que deben ser todos los jó­venes: sencillo, ingenioso, alegre y bien educado en todo.
—Y, además, es muy guapo, que también es-una cosa
conveniente para un joven. Por lo tanto, es perfecto.
—Yo me sentí muy halagada al ver que me sacaba a
bailar por dos veces. No esperaba nada semejante.
—¿Que no lo esperabas? Pues yo, sí. Tú siempre te quedas sorprendida por las atenciones que te demuestran; yo,
nunca. ¿Qué tiene de particular que te sacara otra vez?
Ya se había dado cuenta de que tú eras más guapa que
ninguna de las otras muchachas que estábamos allí; pero
no tienes por qué agradecerle nada. Claro que eso es muy
agradable, y no veo nada malo en que te guste. ¿Cuántos
tontos te han gustado en tu vida?
—¡Por Dios, Isabel!
—¡Oh! Tú misma sabes que te gusta todo el mundo y
nunca ves los defectos de nadie. Para ti todo es perfecto;
nunca hablaste mal de persona alguna.
—No me gusta censurar a nadie, es verdad, pero además
digo lo que pienso.
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Jane Austen
—Ya lo sé, ya, y por eso te admiro más aún. ¡Mira que
ser tan juiciosa y tan modesta, y no ver nunca la falta de
juicio de los demás!... Se puede fingir el candor, pero ser
sinceramente cándida sin proponértelo, mirando siempre
lo bueno de las personas y callándote lo malo, es una cosa
que sólo tú sabes hacer. ¿También te gustarán las hermanas de ese chico? Sin embargo, no son como él.
—Al principio parece que no, pero cuando él habla con
ellas son muy amables. La soltera vivirá con él para dirigir
la casa, y nosotras tendremos en ella una nueva amiga.
Isabel no replicó, aunque las palabras de su hermana
la dejaron llena de escepticismo sobre el pronóstico que
le acababa de hacer. Tenía una observación mucho más
aguda que la de Juana y su juicio era también mucho más
independiente, por lo que, según lo que pudo observar
en aquellas jóvenes, no le gustaron nada. Es cierto que se
trataba de señoras muy bien educadas y amables cuando
les convenía, pero también eran muy orgullosas y llenas
de vanidad.
Eran hermosas; fueron educadas en uno de los mejores
colegios de Londres, tenían veinte mil libras y acostumbraban a gastar mucho más de lo conveniente, tratándose con
personas de condición muy elevada, por lo que tendían a
considerarse a sí mismas que estaban por encima de todos
los demás de su propia clase, porque el dinero que tenían
provenía de los negocios hechos por su padre en el comercio, cosa de que solían olvidarse con lamentable frecuencia, para no recordar más sino que su familia era muy respetada en el norte de Inglaterra. Su hermano heredó de su
padre cien mil libras. Aquel señor tenía pensado comprar
tierras y establecerse en alguna parte como squire, pero
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Orgullo y prejuicio
no vivió bastante para realizar su ilusión. Su hijo pensaba
hacerlo, pero, dado su carácter poco constante, desde el
momento que ya tenía una casa alquilada, con todas las
comodidades del propietario sin sus obligaciones, era casi
seguro que dejara la cosa para cuando tuviera hijos.
También sus hermanas deseaban verle establecerse
como señor de algunas importantes tierras, pues, aunque
por entonces no era más que inquilino de una casa muy
hermosa, les gustaba sobremanera ponerse como amas
de casa a la cabecera de la mesa, presidiéndola, y mistress
Hurst, cuyo marido, aunque de buena casa, no era un
hombre acaudalado, se aprovechaba de la generosidad de
su hermano para darse buena vida a su lado, siempre que
lo juzgaba conveniente.
Cuando Bingley fue a ver la casa que le habían ponderado tanto, apenas hacía un par de años que había llegado
a la mayor edad; la visitó detenidamente por espacio de
unos minutos, le gustó y la alquiló ipso facto.
Darcy era su gran amigo, por contraste con lo opuesto
de sus respectivos caracteres, pues Bingley era franco, sincero y afectuoso por naturaleza, y poseía una gran ductilidad de temperamento para adaptarse al de los demás, a
los que admiraba, sin, por eso, dejar de estar satisfecho de
su propia manera de ser. Darcy era mucho más inteligente
que Bingley, además de más listo y con unas opiniones
llenas de firmeza de que el otro carecía. Pero Bingley le
aventajaba en su aspecto general, porque las maneras llenas de reserva y altanería de su amigo le enajenaban las
simpatías de todo el mundo.
Cada uno se puso a hablar, según su temperamento,
acerca del baile de Meryton. Bingley juraba que nunca
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Jane Austen
se había divertido tanto; todo era agradable, simpático
y bello; sobre todo Juana Bennet era una perfección de
mujer. Darcy aseguró que no había visto apenas una sola
belleza ni nada que pudiera llamarse elegante entre aquella
reunión de gente insubstancial, descortés y estúpida. No
podía negar que la mayor de las Bennet no estaba mal,
pero parecía un poco tonta, ya que sonreía con demasiada
frecuencia.
Las hermanas de Bingley le daban la razón, aunque
añadían que aquella muchacha era de su gusto y muy
guapa, además de tener un carácter muy agradable que
las incitaba a querer seguir tratándose con ellas más íntimamente.
Con esto Bingley pareció quedar autorizado a pensar
en Juana a su gusto, ya que sus hermanas acababan de
declarar que valía la pena de tenerla por amiga.
V
A
cierta distancia de Longbourn vivían los amigos con
los que los Bennet sostenían relaciones más regulares.
Éstos no eran otros que sir William Lucas, que, después de
pertenecer al comercio de Meryton, quedó convertido en
baronet, gracias a una alocución que dirigió a su Graciosa
Majestad siendo alcalde del pueblo. Desde entonces se
consideró una persona demasiado importante para seguir
dedicado a los negocios mercantiles, impropios del elevado rango a que había sido ascendido, por lo que, dejando
su antigua residencia, se trasladó a una casa algo alejada
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Orgullo y prejuicio
del pueblo, que desde aquellos momentos bautizó con el
nombre de «Villa Lucas», donde se dedicó a pensar en su
importancia, a la vez que cultivaba las amistades con el
mayor esmero, porque no se había vuelto soberbio, sino,
al contrario, desde su presentación en la corte demostraba
ser la cortesía personificada, que se avenía admirablemente con su carácter sociable e inofensivo.
Lady Lucas también era una buena mujer, aunque no
fuera la amiga más apropiada para mistress Bennet, ya
que tenía una porción de hijas casaderas, y la mayor de
ellas, que había cumplido los veintisiete años, era la amiga
íntima de Isabel, porque también demostraba ser la más
juiciosa e inteligente de todas.
Al día siguiente al del baile las Lucas visitaron a sus
amigas las Bennet.
—Para ti no empezó mal el baile, porque fuiste la primera a la que sacó míster Bingley —dijo mistress Bennet,
para iniciar la conversación.
—Sí, señora; pero la segunda que sacó a bailar parecía
que le gustaba más.
—¡Oh! ¿Hablas de Juana? Sí, bailó con ella un par de
veces, y pareció que no le disgustaba; hasta creo haberle
oído decir algo de eso, una cosa referente a míster Robinson.
—Tal vez sea lo mismo que le oí decir yo. Cuando le
preguntó este señor a míster Bingley qué tal le parecía el
baile y si hallaba en él a muchas chicas guapas y cuál de
ellas era la más hermosa, contestó al momento: «¡Oh!
¡No hay duda que entre todas sobresale la mayor de las
Bennet!».
—¡Vamos!
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