Los guardianes de la colina del viento

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arquelología
Los guardianes
de la colina
del viento
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Q
TexTo: Mª Jesús Cañellas
FoTos: ProyeCTo QubbeT el Hawa y eQuiPo “ViaJeros del Nilo”
ubbet el Hawa, la Colina del Viento, es una de las necrópolis
más importantes de Egipto. Durante cientos de años los Príncipes que
regían el destino de la frontera sur de ese país buscaron su Eternidad
en esta elevación con forma de mastaba, situada frente a Asuán. Un
equipo español de arqueólogos, egiptólogos, restauradores, geólogos,
arquitectos, forenses y geógrafos, dirigidos por el profesor de Historia
Antigua de la Universidad de Jaén, Alejandro Jiménez Serrano excava
desde 2008 en ese yacimiento en el que se calcula que hay más de
cuatrocientas tumbas, la mayoría ocultas por la arena del desierto. Un
grupo de socios de la SGE les visitó durante su campaña de este año.
Este es su relato.
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A
Qubbet el Hawa se sube por las escaleras que conducen a la tumba de un
noble llamado Junes y que fue nomarca de la región en el 2.200 A.C. Es
una cuesta larga y empinada que termina en la impresionante sepultura de aquel
príncipe. Mientras se recupera el resuello, merece la pena dirigir la vista atrás, hacia el Nilo que divide el mundo de los vivos del de los muertos. En medio de sus
aguas surge verde y esplendorosa aunque afeada por un espantoso hotel, Elefantina, la isla que marcaba el final de la primera catarata y en la que hace cinco mil
trescientos años los egipcios decidieron construir una ciudad. Su nombre era Abu
que se puede traducir como marfil o elefante. Era un lugar sagrado pues los egipcios creían que en la Primera Catarata nacía el río divino. Pero también era un lugar de enorme importancia estratégica. Frontera política con Nubia y paso obligado de las caravanas comerciales que llegaban cargadas de productos procedentes
de África, sus canteras nutrían de granito rosa, sienita, a los constructores de pirámides y templos. Sus príncipes eran muy poderosos y a imagen y semejanza de sus
faraones quisieron vivir la eternidad en tumbas que reflejasen sus riquezas y poder.
La colina con forma de mastaba, la zona más alta de Asuán, orientada hacia la sagrada salida del sol, era el lugar idóneo para levantar su necrópolis.
Sin embargo la necrópolis tardó mucho en llamar la atención de los viajeros
europeos y hasta que en 1819 se publicó el viaje a Nubia de Johan Burckhard,
no se tenía noticia escrita de las tumbas. Disfrazado de comerciante sirio este
geógrafo suizo llegó a Asuan en 1813. Su relato de Qubbet es muy breve. “En la
orilla Oeste –escribe– algo al norte de Asuan, hay un antiguo convento. En las
rocas que tiene debajo hay muchos sepulcros antiguos, tallados en roca. Consisten en una cámara cuadrada, cubierta de jeroglíficos, con pilares sin capiteles.
Los griegos han hecho capillas en casi todos ellos. Ninguno ha sido excavado”.
UNA EXCAVACIÓN A LAS ÓRDENES DE UN GENERAL:
LAS MANIOBRAS ARQUEOLÓGICAS DE GRENFELL
Las primeras excavaciones oficiales comenzaron en 1885. Asuán estaba bajo el
control de los británicos que desde esta ciudad fronteriza querían defender sus
intereses tanto en Egipto como en Sudán Ese año el agente consular británico
en Asuán, Mustafá Shakir, informó a las autoridades de que un número importante de antigüedades procedentes de la colina estaban siendo vendidas a
los turistas y dado el valor artístico de muchas de ellas, solicitaba permiso para
excavar en la zona. Las piezas que encontró llamaron la atención del general
encargado de mantener la seguridad de la frontera, sir Francis Grenfell, quien
acordó con el Servicio de Antigüedades egipcio hacerse él cargo de ese trabajo.
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Grenfell costeó de su bolsillo la excavación. La mano de obra fueron sus propios
soldados egipcios y la dirección recayó en un subalterno suyo, el mayor Plunkett
quien en tan solo dos meses sacó a la luz veinte tumbas y reconstruyó una rampa. En un año fue tal desastre egiptológico el que hicieron que tuvieron que
pedir ayuda al Museo Británico. Así llegó a Qubbet Wallis Budge, que acabaría
convirtiéndose en una de las grandes leyendas de la egiptología británica.
Wallis Budge terminó la excavación de algunas de las tumbas descubiertas,
entre ellas la de Sarenput II. “Cuando entramos en la cámara en la que está el
nicho o santuario bellamente pintado –describe el egiptólogo– encontramos a
mano derecha un gran túnel excavado toscamente en la sólida roca y una tarde
una partida de nosotros fue a explorar este pasaje para encontrar hacia donde
conducía. Después de proveernos con luces y cuerdas entramos. Vimos que se
torcía a la izquierda y que descendía rápidamente. Después de unos minutos
nuestro caminó se paró ante un agujero cuadrado de unos cinco metros. Tras
atar una cuerda a uno de los pilares descendimos acompañados por una lluvia
de pequeñas piedras y polvo. Cuando hubo descendido el último de nosotros nos
dimos cuenta de que aparentemente el agujero no conducía a ninguna parte. Un
examen más de cerca nos mostró que en uno de los lados había adobes secados
al sol dispuestos de forma ordenada. Removimos algunos de ellos, no sin problemas, y pudimos pasar a gatas a lo que después comprobamos que se trataba
de un segundo agujero. En este encontramos de nuevo un muro de ladrillos
que conducían a un tercer agujero. En ese momento el aire era muy cálido y
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opresivo y estaba en tan malas condiciones que las velas iluminaban levemente.
Después de buscar encontramos en una esquina un hueco de sesenta centímetros
que conducía a un pasaje muy estrecho de poco menos de medio metro. Pasamos
uno a uno y encontramos que al otro lado había un pozo cuyos laterales habían
sido cuidadosamente alisados. Ese pozo estaba lleno de piedras de pequeño tamaño. Creo que era el lugar de descanso del sarcófago de Sarenput. Tras medirlo descubrí que estaba exactamente debajo del santuario”.
Budge no encontró nada espectacular en esa tumba. Tampoco en la de Sarenput I,
abuelo del anterior, en la que excavó durante seis semanas. El mismo reconoció
que todo el mundo en Asuán estaba decepcionado con ese resultado. Budge
no tardó en regresar a Londres. Llevaba numerosas copias de las inscripciones
que había descubierto en Qubbet. Nunca se pudieron estudiar: el director del
Departamento de Egipto y Oriente Próximo del Museo Británico las traspapeló
y se perdieron.
EL VIAJERO DEL NILO: GONZENBACH
Las excavaciones en Qubbet continuaron con más pena que gloria. Así lo refleja
la descripción que del lugar hizo en 1889 Gonzenbach, un adinerado viajero
suizo que decidió recorrer el Nilo, en dahabiya, con su familia. “Penosamente,
hundiéndosenos los pies en la arena –describe en su Viaje por el Nilo– trepamos
hasta donde se encuentran las cámaras sepulcrales. Los antiguos egipcios habían
construido una ancha escalera de piedra por medio de la cual se llegaba a todos
los puntos donde había sepulcros; esa escalera existe todavía pero la arena la ha
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soterrado de tal modo que es preferible hacer la ascensión al sesgo, valiéndose
para experimentar menos fatiga de una cuerda sujeta por sus extremos a barras
de hierro. En lo alto encontramos a un indígena picado de viruelas y vestido
de verde, el cual, con su manojo de llaves en la mano, se dio a conocer como el
guardián de los sepulcros”
Gonzenbach describe también los huesos, cráneos y restos de ataúdes y de collares
de las momias revueltos en la arena que pisaban y como se habían reunido en una
de las cámaras numerosos hallazgos “cuya venta se destinaba a financiar la excavación”. “Lo mejor –puntualiza– ya se ha vendido pero de entre lo que queda aún
se puede escoger y adquirir por pocas piastras bonitos recuerdos de esos adornos
sepulcrales enterrados hacia miles de años”. Le llamaron mucho la atención los cien
tarros de pintura dejados por un artista en una de las cámaras y el sepulcro de un
aficionado a la navegación en el que habían hallado un modelo de madera de una
dahabiya con su tripulación, objeto que ya formaba parte de la colección privada
de Grenfell. Gonzenbach y su familia se quedaron un tiempo en Qubbet con el
sueño de presenciar el hallazgo de un sepulcro. No tuvieron suerte. “Los sepulcros
– reconoce– no faltan pero la dificultad está en hallar los verdaderos puntos de
ataque para su descubrimiento. Cuando se mira desde abajo nada parece más fácil
que hallar una cámara sepulcral pues la montaña ofrece el aspecto de tener varios
pisos de galerías que conducen a tales cámaras pero una vez comenzado el trabajo
se encuentra muy pronto que sin una feliz casualidad es muy fácil perder el tiempo.
La ladera está muy tendida, llenando la arena amarilla del desierto todos los huecos. Sea cual fuere el punto donde se comience el ataque tropiécese con una capa de
arena debajo de la cual hay otra que llega hasta el pie de la montaña y así al proseguir la excavación fluye sin cesar la arena que está más arriba. Es como trabajar
debajo del agua sin paredes ni bóvedas de contención”
UN PIGMEO EN LA CORTE DEL FARAÓN
Más suerte tuvo Ernesto Schiaparelli quien llegó a Qubbet en 1892. Supo escoger
su punto de ataque, la ladera noroeste, y allí encontró una de las tumbas que contiene una de las biografías más importantes de la Historia, la de Herjuf, un noble
egipcio que vivió hacia 2250 A.C. Su tumba no es de las más grandes de la necrópolis pero tanto el dintel como la jamba de la puerta de entrada a su hipogeo están
llenos de inscripciones jeroglíficas y de escenas de ofrendas al difunto en las que se
detallan los títulos del príncipe (“Jefe de todos los países extranjeros del Oriente y
Occidente”, “el que lleva a su Señor todos los productos de los países extranjeros”,
“Jefe del Alto Egipto”, “Jefe de los portadores del Sello Real”, “Sacerdote lector”
y “Jefe del ejército”) y se cuenta que el faraón, Merenra I ordenó a Herjuf y a su
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padre reabrir los lazos comerciales con el Nilo Central que habían cesado debido a
la llegada de nuevos pueblos procedentes del Sáhara . Realizaron tres viajes al país
de Yam y Libia de donde trajeron amuletos, marfil, semillas, animales y objetos
de lujo. Gracias a estos textos han podido conocerse muchos datos organizativos
comerciales de aquella época y una visión única de la geopolítica de Nubia. Por
si solos son un documento clave pero, además, al norte de la puerta hay un texto
independiente, la carta que el rey niño Pepi II dirigió personalmente a Herjuf, un
honor de tal calibre que merecía un lugar destacado.
La carta, un decreto-ley de la época, está fechada el segundo año, tercera estación,
del día 12 y dirigida “al amigo único”. “He oído –escribe el faraón– que has venido
de Yam y traído un dng”. ¿Qué es un dng? se preguntaban los arqueólogos. La
figura jeroglífica que lo representa es la de un enano. Pero el concepto enano no
se dibujaba así. Entonces, ¿qué era? Al final se ha descubierto que se trata de un
pigmeo, el primero mencionado en la Historia. En la carta el faraón ordena a Herjuf
que le lleve el pigmeo: “¡tráemelo! –le dice– y que diez hombres lo protejan no sea
que caiga al agua o por la noche se lo coman las fieras y te recompensaré”. Lo quiere
como bailarín del dios para que realice las danzas de un ritual poco conocido. Y lo
más importante para los investigadores: los pigmeos proceden de África Central, de
la región del Congo lo que abre muchos interrogantes, ¿habían llegado hasta allí las
expediciones comerciales egipcias? De ser así, ¿qué relaciones habían mantenido?
La tumba de Herjuf tuvo la culpa de que el egiptólogo español Alejandro Jiménez decidiese que algún día tenía que excavar en Qubbet el Hawa. Mientras leía
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sus inscripciones la primera vez que la visitó, en 2002, se recreaba imaginando
los viajes, penalidades y triunfos del noble que se había enterrado allí hacía cuatro mil años. Estaba seguro de que debajo de la arena de aquella colina, de los
escombros dejados por otras excavaciones, de los restos de huesos y cerámica,
de las piedras, había muchas otras tumbas por descubrir. Para un egiptólogo,
trabajar en Egipto es un privilegio. No es fácil conseguirlo pero tras un sueño
siempre hay un camino y en ese mismo instante, este profesor de Historia Antigua de la Universidad de Jaén empezó a andar por el.
LA TUMBA 33
“Talata talatin”. Treinta y tres en árabe. Es el número de la tumba de Qubbet el
Hawa en la que el profesor Jiménez penetró por primera vez el 6 de diciembre
de 2006. Su puerta, de apenas cuarenta centímetros, se hundía en la arena. Se
apoyó en las piedras que la cerraban parcialmente y miró hacia el interior. La
claridad de fuera era tan intensa que sus ojos solo vieron arena fundida con una
negrura inmensa. Todavía no se creía que le hubieran dado un permiso de siete
días para entrar en la necrópolis en la que soñaba excavar y buscar un objetivo
para un proyecto. Tenía claro que debía ser algo muy concreto. “Alejandro, –le
había dicho el inspector general del Servicio de Antigüedades en Asuan, Mohamed el Bihaly– tu eres joven, de una universidad pequeña. Elige una tumba y
trabaja en ella. Si tus trabajos son modélicos yo siempre te apoyaré”. Y eso buscaba: una tumba de las ya descubiertas pero no excavada.
En su libro “La Colina del Viento”, el profesor
Jiménez cuenta que se introdujo, como pudo,
en la tumba, por el agujero. “Mis pies se hundieron. Conforme avanzaba me iba irguiendo.
Por fin dejé atrás la duna de arena. Mis ojos
se habían acostumbrado ya a la oscuridad.
Ante mí aparecían fragmentos de sarcófagos
de piedra gigantescos. Estaban rotos y, al
igual que las paredes, parecían haber sufrido
un incendio. Mi boca estaba abierta por el
asombro. La tumba era grandísima. Tenía
seis pilares, recios, excavados por una mano
experta, y al fondo había un nicho espectacular. Vendas, madera quemada, cerámica,
huesos, cubrían el suelo. ¡Tanto material arqueológico al alcance de la mano!”. Dudó
entre seguir hacia el interior o dar media
vuelta. Pudo más la curiosidad. “El pasillo,
de dos metros y medio, daba acceso a una
pequeña cámara. La sensación era de agobio. El aire, irrespirable. A la derecha había
un pozo”. Cuando salió de la tumba le dijo
al arqueólogo que le acompañaba y que se
convertiría en subdirector del proyecto, Juan
Luis Martínez: “¡Ya tenemos tumba!”. Todavía no se había aprobado el proyecto ni tenía
financiación pero ya imaginaba donde instainsta
laría su lugar de trabajo; donde arrojarían la
arena; cuantos trabajadores necesitarían. Su
aventura en la Colina del Viento acababa de
comenzar.
LA PUERTA SIN FÍN
A las siete de la mañana del día 30 de junio
de 2008, se hundió la primera azada y se comenzó a quitar arena de delante de la tumba
nº 33. Así comenzó la primera campaña de las
cuatro hasta ahora realizadas por la Misión
Qubbet el Hawa de la Universidad de Jaén.
El equipo, formado en aquel momento por ocho investigadores españoles –en
la actualidad son veinte– contaba con la ayuda de once trabajadores quiftaui,
procedentes de la ciudad de Quift, que son los más demandados por los arqueólogos tanto por su formación como por su código de honor que les prohíbe
sustraer cualquier objeto antiguo y por su obediencia ciega al rais, “el capataz”,
del yacimiento.
Además de limpiar el exterior, el objetivo principal de aquella primera campaña
era desenterrar la puerta de la cámara para poder ponerle un cerramiento de
hierro que protegiese la tumba de murciélagos, aves y curiosos. Pensaron que
mediría unos dos metros y medio pero pronto alcanzó los tres y cada día era más
alta: tres metros veinte, tres metros sesenta, tres metros ochenta. Parecía no
tener fin. ¿Cuánto mediría? ¿Alcanzaría los cuatro metros y medio de la puerta
de la espectacular tumba de Sarenput II? Ya habían calculado que las medidas
de la tumba 33 coincidían con las de Sarenput, la 31, y que ambas eran semejantes tanto en tamaño como en arquitectura por lo que las dos puertas podían
ser iguales: enormes. En ese caso, ¿a quien había podido pertenecer una cámara
con una puerta tan grande? “Todas las mañanas al llegar al yacimiento el equipo
tenía la esperanza de que ese día alcanzaríamos el suelo. Bendecíamos y maldecíamos el tamaño de la puerta” (“La Colina del Viento”, de Alejandro Jiménez).
Cuando el 24 de julio por fin terminaron de desenterrarla, comprobaron que
tenía casi cinco metros: era la puerta más grande encontrada hasta el momento
en Qubbet el Hawa. Solo un personaje muy importante podía haber encargado
un sepulcro así. ¿Quién fue?
Paralelamente a ese trabajo, en cuanto el agujero de entrada lo permitió, el
equipo comenzó a excavar una pequeña cuadrícula del interior de la tumba
para poder hacerse una idea de lo que se iban a encontrar en próximas campañas. La cámara estaba colmatada por la arena, las cenizas, los fragmentos
de ataúdes, el guano de los murciélagos. La tumba había sido incendiada,
posiblemente por los saqueadores que desvalijaron las momias y las quemaron
en el 550 A.C. según les ha permitido datar un hueso. El fuego hizo saltar el
estuco y la pintura de las paredes se destruyó. Ese caos había protegido la
cámara de las excavaciones de Grenfell quien debió pensar que no merecía la
pena ni intentarlo pero el trabajo en el interior ha sido una pesadilla de calor,
polvo y aire era irrespirable. Sin una máscara con filtros de partículas no se
podía estar allí más de cinco minutos.
Hasta la campaña de este año, la cuarta, no han llegado al suelo de la tumba.
“Para todos los miembros del equipo –escriben en el diario de excavación del
pasado 20 de febrero– ha sido un momento emocionante en dos sentidos. Por un
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lado, comienza la cuenta atrás
de la finalización de los trabajos
arqueológicos en el interior, que,
si todo va bien, se producirán la
próxima campaña. Por otro, se
ha confirmado que había algo
más en esa parte de la tumba.
Hemos encontrado el arranque
de un pozo”.
El material arqueológico encontrado en estos cuatro años
de polvo, sudor y hallazgos es
increíble. Como era costumbre, la tumba fue reutilizada
en diferentes épocas y tan
solo en la superficie han aparecido 69 individuos enterrados allí. Calculan
que cuando finalicen la excavación del interior de la cámara –queda cerca del
ochenta por ciento– podrían ser más de trescientos. Los ajuares funerarios
descubiertos han sido saqueados pero, aun así, en los niveles superiores de la
cámara han aparecido dos mesas de ofrendas; una cara de un sarcófago de piedra digna de un museo; cerámica; joyas; un fragmento de papiro con el libro
de los muerto; máscaras decoradas. La lista es interminable y se piensa que los
niveles todavía sin excavar, los más antiguos, están intactos. ¿Qué maravillas
quedan por aparecer?
DE LA INFINITA PACIENCIA DEL EGIPTÓLOGO
“¡Un jeroglífico! ¡Un jeroglífico!”. Es lo único que al director del Proyecto se
le ocurrió gritar cuando su luz iluminó el interior de una cámara funeraria que
acababan de descubrir en el interior de la 33. Ante sus ojos se abría un universo
de colores amarillos, negros, blancos morados. Era un sarcófago. ¡No se lo podía creer! Y al lado había otro. ¡Y debajo otro! Tres sarcófagos de madera en un
enterramiento intacto. Y sobre ellos, una estatua del dios funerario Ptah Sokar
Osiris. Ocurrió durante la primera campaña de excavación, el 28 de julio. Los
ataúdes estaban comidos por las termitas, en muy mal estado, y no daba tiempo
a consolidarlos y estudiarlos. Solo se pudo deducir que el enterramiento era de
un alto dignatario. La cámara se cerró de nuevo y todavía, cuatro años después,
no se ha reabierto por temor a perder información si se hace deprisa. Lo mismo
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se ha tenido que hacer con otras cámaras y sarcófagos hallados. Tampoco se ha
bajado aún al pozo funerario que mide 10’32 metros lo que lo convierte en el
más profundo de la necrópolis. Hay mucho trabajo por hacer: en el exterior se
han hallado más enterramientos y al mismo tiempo se esta trabajando en otro
sepulcro, el 34, que hay que consolidar.
En los últimos días de la campaña de este año, el equipo descubrió otro pozo
funerario que se pensó podría pertenecer a la esposa del Noble propietario de
la tumba. Había dos cámaras. “Tras más de cuatro horas a un ritmo frenético de
excavación –dice el diario de campaña– se ha podido acceder con cierta comodidad a la cámara oeste. En el interior, había dos ataúdes muy dañados por el
saqueo y, sobre todo, por la termita. (…) Conforme se iba vaciando la cámara
este, eran cada vez más evidentes los jeroglíficos de un ataúd en buen estado.
Alejandro leía sin dificultad la bien conocida fórmula de ofrenda, aunque el
nombre no aparecía. Finalmente, cuando se pudo limpiar la zona donde debía
situarse, surgió la decepción: la inscripción del ataúd dejaba un espacio en blanco para escribir con posterioridad el nombre del ocupante. Lo único que se pudo
constatar es que se trataba de un hombre. De hecho, a pesar de que la cámara
presentaba claros signos de pillaje, el difunto seguía en el interior, por lo que no
parece claro que los ladrones tuviesen mucho tiempo para desvalijar a la momia.
Exhaustos, el equipo de excavación se felicitaba por el nuevo hallazgo, el buen
estado de conservación y esperando que el equipo de restauradoras inicie el
próximo año el tratamiento de consolidación y de excavación en el que se espera
que pueda haber algún dato”.
Un dato que desvele un nombre. Una inscripción que diga
quien fue el dueño de la 33. Con paciencia de egiptóegiptólogo habrá que esperar a la próxima campaña.
campaña. ●
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