La monja enamorada - Biblioteca Virtual Universal

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La monja enamorada
Rosa Navarro Durán
Universitat de Barcelona
En la antigua lírica tradicional se oye en muy bellas canciones la voz de la joven
enamorada negándose a que la encierren en un convento: «No quiero ser monja, no, /
que niña namoradica so». Pero no es sólo una oposición a lo decidido al margen de sus
sentimientos, es el lamento ante lo inevitable:
¿Agora que sé d'amor
me metéis monja?
¡Ay Dios, qué grave cosa!
¿Agora que sé d'amor
de cavallero,
agora me metéis monja
en el monesterio?
¡Ay Dios, qué grave cosa!1
No se oye la voz de la mal monjada como la de la mal maridada, pero sí la
condenada a serlo.
1. El galán de monjas
En otros géneros de la literatura de esos siglos áureos se dibuja la figura del galán de
monjas, pasto de la sátira y presente en las páginas del Buscón de Quevedo porque ya
estaba en las de la falsa segunda parte del Guzmán de Juan Martí. Y también la del
castigo de ese caballero que galantea a la monja enlazado con otro tema: la
contemplación del propio entierro. Como ha indicado Augustin Redondo2, Antonio de
Torquemada, que fue secretario del conde de Benavente, en un curioso libro,
compilación de datos y anécdotas, Jardín de flores curiosas, publicado en Salamanca en
1570, pone en boca de Antonio, uno de los tres interlocutores de los diálogos que
componen la obra, en el tratado tercero3, el relato. Comenta con Bernardo cómo no se
puede pretender «llegar a lo hondo y lo último de lo secreto» y lo ilustra con el caso
«que sucedió a un caballero en nuestra España, que por ser en infamia y perjuicio suyo
y de un monasterio de religiosas, no diré el nombre de él, ni tampoco del pueblo donde
aconteció; y fue que este caballero, siendo muy rico y muy principal, trataba amores con
una monja», pp. 272-273. Dos años después se imprime en Toledo, en casa de Miguel
Ferrer, un pliego suelto que contiene dos obras de Cristóbal Bravo4, «privado de la vista
corporal, natural de la ciudad de Córdoba»; la segunda «es un castigo que hizo Nuestro
Señor en un mal hombre que quiso sacar una religiosa de su orden»5. La presentación
del caso es tan semejante a la de Torquemada que delata su dependencia:
Habitaba un caballero
valeroso y esforzado
en un pueblo señalado,
el nombre dezir no quiero,
mas fue en aqueste reynado.
Éste enamorado andaua
de una monja y procuraua
tener acesso con ella
y sacalla y corrompella,
y esto mucho desseaua.
El caballero, de acuerdo con la monja, hará un duplicado de las llaves de las dos
puertas de la iglesia y acudirá de noche a la cita. Abrirá la primera puerta, verá que la
otra está abierta, entrará y contemplará anonadado su propio entierro. Al huir espantado,
dos mastines negros lo acompañarán a su casa, y allá, sin que nada puedan hacer sus
servidores, lo despedazan. El relato es el mismo en el Jardín y en el pliego suelto; pero
en la obra de Torquemada, comenta Luis: «Ese pagó lo que merecía su pecado, y así,
había Dios de permitir que fuesen castigados todos los que intentan de violar los
monasterios, tan en ofensa de su servicio; y yo no podré juzgar de lo que habéis dicho,
sino que Dios soltó la mano a dos demonios, que eran esos dos mastines» y sigue
lucubrando hasta pensar en la posibilidad de que se hubiese condenado. Bernardo
replica: «No dejaría de salvarse, si al tiempo que se vio despedazar de los perros fue tan
grande el arrepentimiento de sus pecados», p. 275. Cristóbal Bravo corta por lo sano tal
discusión diciendo: «Si se salvó o condenó, / esso no lo alcanço yo / porque sólo Dios lo
sabe»; lo que le interesa es subrayar lo cierto de la relación: «Esto es cierto y verdadero
/ según escripto paresce», y lo sanciona con el testimonio escrito, que no debía ser otro
que la obra de Torquemada. Como dice con razón Augustin Redondo, en este caso «la
monja desaparece casi. Todo está centrado en el seductor y es él quien recibe el
ejemplar castigo, tal vez por haber desempeñado el papel de diabólico tentador y haber
sido agente activo de la transgresión, cuyo desenlace debía efectuarse en el recinto
mismo del monasterio»6.
2. Un donjuán: el capitán Montoya
El mismo estudioso señala el eslabón que falta entre el tratamiento romántico del
asunto y estos textos: la historia del cordobés Lisardo, estudiante en Salamanca, que
cuenta Cristóbal Lozano en las Soledades de la vida y desengaños del mundo, publicado
en Madrid en 1663, aunque se habla de una edición anterior, de 1658. Querrá sacar a
Teodora del convento, pero al contemplar su propio entierro, se arrepiente y se hace
ermitaño. Como dice Agustín Duran, la historia se hizo tan popular «que apenas había
un español que no la supiese de memoria y que no se apoderase de ella para leerla en el
libro o en los romances», porque pasó a ser materia del pliego de cordel; él reproduce en
el Romancero general o colección de romances castellanos anteriores al siglo XVIII
dos romances, que son las dos partes de uno (continúan la historia y tienen la misma
asonancia en ia), donde se cuenta la leyenda de «Lisardo, el estudiante de Córdoba»7.
Espronceda seguiría esa versión en El estudiante de Salamanca, porque se desarrolla en
la calle parte del encuentro con su propia muerte, mientras Zorrilla es más fiel a la
leyenda original, centrada sólo en el ámbito de la iglesia del convento.
Redondo, que va señalando los antecedentes, lleva al lector como final de trayecto al
Don Juan Tenorio de José Zorrilla. Y lo es, pero antes hay un eslabón, un texto mucho
más cercano a la leyenda tal como se formuló en su inicio, que además nos ofrece ya
destacada esa figura que ha quedado en sombras, la de la bella monja. Es la leyenda de
Zorrilla «El capitán Montoya», que él mismo consideró «embrión» de su don Juan
Tenorio8. Don César Gil de Montoya es «audaz con quien enamora / manda, cela, acosa,
exige / y al cabo del mes elige / nuevo amor, nueva señora»; es jugador, bebedor, rico,
galán, seductor, «resuena desde Toledo / su nombre por toda España», «no hay puerta
que le resista / ni reja que le desaire», «con sólo mirar conquista»: es un perfecto
donjuán. La conversación que tiene con su criado después de la entrevista con la monja,
punto de arranque de la leyenda, reúne los dos temas que he mencionado:
-Señor, ¿cómo está la monja?
-¿Y cómo ha de estar, Ginés?
Atortelada a mis pies,
y más blanda que una esponja.
-¿Y pensáis dejarla así?
-¡Dejarla!, ni por asomo:
no sé todavía cómo,
mas la sacaré de allí.
Que según lo que yo he visto,
más quiere la tortolilla
volar libre por Castilla
que estar enjaula con Cristo.
(vv. 249-260)
3. La cárcel de las blancas tocas
3.1. Inés de Alvarado, la bella bordadora de flores
El donjuán sólo piensa en gozarla para olvidarla, como a todas, porque a la vez se
compromete en matrimonio con la hermosa y rica Diana. Pero tiene razón cuando la ve
prisionera de unas tocas que no acepta, y ahí aparece el genio de Zorrilla creando un
retrato espléndido de una bella monja, doña Inés de Alvarado, que contempló muy bien
Federico García Lorca, tanto que le inspiró la espléndida miniatura que es el romance de
«La monja gitana»9. Lo inicia con el recuerdo de su encierro forzado:
Cerraron en un convento
a doña Inés de Alvarado,
y obraron con poco tiento,
porque jamás fue su intento
tomar tan bendito estado10
(vv. 913-917)
De origen noble, bella, llena de fantasías, despierta a la vida entre las rejas de un
convento. Nos la imaginamos de la mano del verso de Zorrilla, encontrándose con los
espejos, ensayando pasos de danza en cuanto pisa una alfombra, iniciando en el laúd
«un himno de amor», llenos de lágrimas los ojos al ver las puertas cerradas del
convento, contemplando por la ventana la inmensidad del campo, queriendo cambiar
«su sayal de lana» por la «basquina» de una aldeana. Borda -los bordados son el puente
de cristal entre Inés y la monja gitana- y se siente tentada a trazar con la aguja, en vez
del nombre de Cristo, «el de un hombre». Como dice el narrador:
Y así se la van los días
en suspirar y gemir,
por las bóvedas sombrías
de las largas galerías
que la habrán de ver morir.
(vv. 983-987)
Y sentencia, poniéndose al lado de la pobre bella monja encerrada.
¡Oh!, que al abrir un convento
a doña Inés de Alvarado
obraron con poco tiento,
que bien se ve que su intento
no la llamaba a su estado.
(vv. 993-997)
Pero de pronto, la bella monja sufre una transformación. Sus ojos aparecen «serenos
y radiantes», participa con gusto en los ritos obligados, borda afanada «labores
exquisitas». Las otras monjas ven asombradas cómo «la oveja descarriada» vuelve al
redil y siguen rezando para que persevere en esa actitud nueva. El narrador destaca su
error de lectura y canta la fuerza del amor humano:
¡Impertinencia importuna!
¡Oh necias, sin duda alguna,
las pobres siervas de Dios,
si no alcanzasteis ninguna
lo que va de Inés a vos!
[...]
¡Necias! La blanca ovejuela
que se vuelve a su pastor,
y cuya vuelta os consuela,
es tórtola que se vuela
al reclamo de su amor.
(vv. 1044-1068)
Sus ojos no miran el altar, sino que buscan otros ojos: «... lenguas en ojos residen, /
y los espacios se miden / con las lenguas de los ojos», vv. 1076-1078. Y nos descubre la
razón de la metamorfosis de la bella monja: «Un hombre la contemplaba, / y un hombre
la devoraba / con sus ardientes pupilas, / y doña Inés se abrasaba», vv. 1079-1082. Es el
capitán Montoya que la ronda, y las monjas no ven nada: no ven cómo ella le tiende la
mano y él se la besa, no ven huir «una sombra sospechosa» a la luz de la luna, ni los
jardineros ven al «rondador caballero», ni ellas imaginan que sus maravillosas flores
bordadas esconden billetes amorosos. Y el narrador cierra la unidad narrativa
exclamando de nuevo, a modo de estribillo con final diferente:
¡Oh, que al abrir un convento
a doña Inés de Alvarado
obraron con poco tiento,
pues no han mirado su intento
ni en el capitán pensado!
(vv. 1114-1118)
Comienza en seguida el relato de la «aventura inexplicable», como la llama el
escritor, el episodio que tomó de Torquemada o de su derivación con final moralizante
de Cristóbal Lozano, pero que enriquece con la presencia de otro personaje, don Luis de
Alvarado, el hermano de doña Inés y amigo del capitán11; así queda en evidencia el
engaño de la pobre monja por el seductor sin escrúpulos porque fue galán de monjas
sólo por una apuesta. Él mismo lo confesará en el desenlace de su historia al rogarle al
padre de su prometida que le dé una parte de su hacienda a «don Luis de Alvarado, / que
gana la apuesta infame / que hice de robar a Dios / la mejor prenda al casarme», vv.
1587-1590, y añade que no le diga «que era Inés, su propia hermana, / la prenda que iba
a jugarse», vv. 1597-1598. La apuesta entre los dos amigos12 tiene esa desmesura que
espanta: quiere robar al propio Dios la «prenda», una de sus servidoras, de sus
«esposas».
El capitán Montoya, aterrorizado por la visión y arrepentido, se hace fraile
capuchino; como reza el epitafio de su tumba: «Aquí yace fray Diego de Simancas / que
fue en el siglo el capitán Montoya», w.1766-1767. Una «nota de conclusión», en tono
ligero -como si el narrador se encogiera de hombros-, precisa la suerte de la bella
monja:
Y por si alguno pregunta,
curioso, por doña Inés
y opina que queda el cuento
incompleto, le diré
que doña Inés murió monja
cuando la tocó su vez,
sin su amor, si pudo ahogarle,
y si no pudo, con él.
Porque destino de todos
vivir de esperanzas es;
quien las logra muere en ellas,
quien no las logra también.
(vv. 1768-1779)
Ha abandonado a su suerte a doña Inés de Alvarado. Le daría más papel en su Don
Juan Tenorio a doña Inés de Ulloa, y en ella recogería además la herencia de la novicia
Elvira del Don Juan de Molière con su intento de ser redentora.
3.2. Beatriz de Hinestrosa, la fantasía enjaulada
Zorrilla creó además otra bella monja enamorada en la leyenda El desafío del
diablo13, doña Beatriz de Hinestrosa, cuyo destino impuesto no encajaba con su
inclinación; así se inicia el relato de su vida y de la leyenda:
Nació doña Beatriz
para monja destinada;
mas salió al mundo inclinada
y no fue elección feliz.
Con demasiado devoto
corazón, en su preñez
hizo su madre tal vez
tan desatinado voto.
El narrador desautoriza esa entrega de la libertad ajena: «¿Quién puede ¡necio! decir
/ lo que otro ha de querer?» y recuerda que no era raro ver -«diez o doce años atrás»- a
un niño de seis años «ya arrastrando / un hábito dominico» o «hecha una santa Teresa /
una chica de once meses»14. La defensa que hace en los dos textos de la libertad de la
mujer en la elección de su estado es manifiesta; así se oyen en sus versos ecos de las
quejas que la lírica tradicional guardó.
A los ocho años la visten bellamente y la encierran en el convento. El narrador
describirá el proceso que lleva de la niña ilusionada con sus galas a la jovencita que cae
en una profunda melancolía por vivir en un estado de prisión no elegida; nada menos
que dedica veinte octavillas a exponer su tristeza, los recuerdos de sus pocos años de
libertad feliz en su infancia, de la orilla del río por donde había paseado, de los balcones
de su casa «sin reja y sin celosía» por donde veía a la gente, la vivencia de su cautividad
monótona, la profunda melancolía que la va devorando hasta hacerla caer en una
enfermedad que no logran curar los médicos, «los fieros espectros con tocas» que quiere
que se alejen, los gritos en su delirio pidiendo aire que respirar... Zorrilla se detiene
morosamente en ese magnífico análisis psicológico de la bella Beatriz, monja novicia
por decisión materna, por una supuesta promesa piadosa de acción de gracias. No ha
aparecido todavía en su triste vida el amor; languidece por la falta de libertad, por la
pérdida de ese mundo apenas entrevisto. Son sólo fantasías sus visiones:
Y en la orilla de aquel río,
y en redor de aquella fuente,
y entre la turba de gente
que veía por su balcón,
tal vez alcanzaba errando
una visión hechicera
cuya sombra pasajera
turbaba su corazón.
Se oye su voz de prisionera sin esperanza, de bella ave enjaulada, alejada por la
voluntad ajena de un mundo anhelado, privada de la contemplación de la propia obra de
Dios, la maravillosa naturaleza:
«¡Ay!, exclamaba la triste,
contristada y dolorida:
¡cuan monótona es mi vida,
cuan sin gloria y sin placer!
¿Qué es para mí el universo,
si yo, cual ave entre redes,
estoy entre esas paredes
condenada a nunca ver?
¿Qué valen las maravillas
que Dios sembró por su suelo,
si sólo alcanzo del cielo
un jirón escaso y ruin,
y el cántico pasajero
de algún pajarillo errante
que se detiene un instante
en las ramas del jardín?»
Y el narrador subraya su prisión; el claustro aparece como mazmorra, en donde pena
olvidada la bella muchacha:
Así en el fondo del claustro
donde cautiva moraba,
allá a sus solas pensaba
la olvidada Beatriz.
(p. 833)
El destino de la pobre novicia parece que va a enderezarse porque, ante la
desconocida enfermedad que la aqueja, un médico convence a su padre de que la única
forma de salvarle la vida es sacarla del convento. Recobra su libertad y conoce a un
hombre que la enamora; pero Zorrilla decide entonces tomar como modelo a otra
espléndida mujer prisionera de las tocas, la Leonor de Sesé de El trovador de García
Gutiérrez. Don César no será un trovador, pero sí un bandido, que tampoco será tal en
su origen, sino un caballero noble; y quien se opone a esos amores no es un poderoso
rival como don Nuño, sino el malvado hermano de doña Beatriz, don Carlos, que quiere
que su hermana quede encerrada en el convento, en el fondo para apoderarse de su
herencia. Ambos caballeros se desafían poniendo como objeto esa cárcel religiosa de
Beatriz. Oímos al hermano: «Monja ha de ser (dijo Carlos) / aunque cuanto valgo
exponga»; y a César: «Si va mi cabeza (dijo / el otro) no será monja». Una complicada
peripecia (una trampa urdida para coger al bandido) desemboca en la noticia que le da a
Beatriz su hermano de la muerte de su amado. Ella decidirá entrar de nuevo en el
convento, ahora por su voluntad, y profesará, como hizo su modelo, Leonor de Sesé, al
enterarse de la supuesta muerte del trovador. El narrador nos la presenta conforme con
la reclusión:
Quedó monja Beatriz, lector querido,
y aunque triste, tranquila,
a su suerte con fe se ha sometido
y en ella no vacila.
Los usos del convento
no la molestan ya, ni el abandono
del claustro apesadúmbrala un momento.
De santa calma y de virtud modelo,
olvidada del mundo,
vive esperando en el futuro cielo.
(p. 870)
Sin embargo, no olvida a su amado César. Un día la sombra de un hombre cruza la
nave de la iglesia y se arrodilla ante la reja del coro. La monja observa su figura, «mil
lisonjeros sueños, / mil bellas fantasías / mil fútiles manías / la mente la asaltaban»,
hasta que el embozado deja caer un billete sobre la alfombra y muestra su rostro a la
bella monja: es su amado, que vive. Volvemos a oír la voz de la desesperada Beatriz en
su soliloquio:
«¿Con que vive?, decía,
¿vive? ¡Necia de mí! ¡Y en este encierro,
mientras él por el siglo me buscaba,
labré mi tumba y preparé mi entierro!
Llámame desleal, pérfida, ingrata,
y de mí se despide.
¡El pesar o la cólera me mata!
¡Y parte! Y el misterio de su muerte
no explica en su papel... ¡Cielos tiranos,
con qué estrella nací! ¡Cuan dura suerte
me dan vuestros decretos inhumanos!»
(p. 871)
Nuevas octavillas renovarán el estado de delirio, de fiebre, de desesperación ahora,
de la pobre doña Beatriz, que siente cómo ella ha entrado voluntariamente en su cárcel.
Reaparecen los espectros de las tocas, la falta de aire... Y viene la rebeldía y la
transgresión que acaba en terrible castigo. Don César con una escala entra en el
convento; pero no hay escena de seducción, porque es ella la que está determinada a
escaparse con un caballero temeroso de franquear la barrera sagrada de los votos. Frente
a su «creo en el cielo, y temo / contra su ley rebelarme», está la intempestiva réplica de
doña Beatriz: «Ya me lo temía,¡imbécil! / ¡Adiós para siempre, parte!» (p. 876), que
recuerda el «imbécil» final que García Gutiérrez pone en boca de la gitana Azucena.
Llega «la apalabrada noche / para la resuelta fuga / de Beatriz», y mientras don César la
espera en la calle, ella se arrodilla ante una escultura de Cristo que hay ante un altar.
Cedo la palabra a los versos de Zorrilla:
Mas ¡cielos! ¡Cuál fue su angustia
cuando al querer levantarse,
sintió que una mano enjuta
la asía por los cabellos;
y una voz oyó más ruda,
más poderosa que el eco
que con el trueno retumba,
que la dijo: «¿Dónde vas?»
enojada e iracunda.
Cayó Beatriz en tierra,
sin sentidos que la acudan,
y apagándose la lámpara,
todo quedó en sombra muda.
(p. 878)
Mientras, en la calle, don César se enfrentará al malvado don Carlos y lo matará. Al
enterarse, a la mañana siguiente, de la muerte de su amada Beatriz, se irá a las montañas
de Córdoba, ya no como bandido, sino como penitente.
Es otra imagen de Cristo que cobra vida, pero no para atestiguar a favor de la mujer
como en «A buen juez, mejor testigo»15, sino para impedir que Beatriz se fugue con su
amado. Y lo hace con ese expeditivo asirle por los cabellos -huella de lectura de
Zorrilla- que recuerda tanto los usos humanos; es un Cristo a imagen del hombre.
La espléndida Leonor de Sesé sí había huido con su trovador, al que luego intentaría
vanamente salvar, y se suicidaría para no tener que cumplir la palabra dada a Ñuño. Su
desesperado último ruego a Dios: «¡Gran Dios!, protege su vida, / te lo pido por tu
amor»16 no sería escuchado y no lo sería de forma manifiesta, porque sólo la negación
de un momento de espera hace que caiga el hacha sobre el cuello del noble Manrique,
aunque ese pronunciamiento del azar tiene detrás todo el peso de la tragedia.
4. Final
La figura patética de la monja enamorada era evidentemente muy atractiva para el
universo romántico, estaba además enraizada en la tradición literaria. He querido sólo
enmarcar dos espléndidos retratos, los de Inés de Alvarado y de Beatriz de Hinestrosa, y
lo he hecho sobre ese fondo de libertad perdida en la que sueñan las dos monjas a la
fuerza. Zorrilla les dio un final trágico, el olvido o la muerte; pero se puso a su lado en
sus tristes sueños, en su imaginar el mundo tapiado a sus ojos, en la naturaleza vedada,
con sus pájaros, sus flores. Otros versos, años más tarde, seguirían diciéndolo: «¡Qué
ríos puestos de pie / vislumbra su fantasía!...».
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