La causa del rebelde en el cine/IIl La ley de la mirada DANIEL GONZALEZ DUEÑAS I La imagen aguda En los años ochenta Norteamerica acusa la decadencia de la vertiente cinematográfica del rebelde, ahogada por sus propios excesos sensacionalistas. El panorama es torpe, interminablemente "realista" (confuso): cada sobrentendido celebra y confirma a los anteriores. Se atestigua al rebelde desvirtuado, el melodrama superficial esteriliza todo intento por ahondar en el personaje y en su rotunda negativa a aceptar la "fatalmente convulsa" realidad. El estratega hollywoodense se monta en el nihilismo y lo doma para que el disidente se convierta en el payaso del rodeo tejano. Sin embargo, súbitamente Francis Coppola hace entrar a escena un filme que lleva la saga a su clímax insospechado, reconcilia lo disperso, fundamenta los cabos sueltos y recapitula con ferocidad insobornable la historia del "subgénero" revelando en éste una vigencia gigantesca. Rumble Fish (rebautizada en España como Los peces guerreros y en México como La ley de la calle) surge a finales de 1983 como una obra de larga gestación: el camino nace sin duda en la odisea de Dos almas en pugna (The Rain People, Coppola, 1969) y el paso inmediatamente anterior es The Outsiders (Coppola, 1983) que, al igual que Rumble Fish, se basa en una novela de la ya en sí outsider Susan E. Hinton. La ley de la calle especifica: sólo de vuelta cobra sentido el viaje iniciático. La saga no era una "modalidad" temporal de desahogo fútil —cuidadosamente "permitida"— sino una epopeya que buscaba su forma, la hondura de su rabia inmisericorde. un punto de referencia que diera sentido retrospectivamente al dibujo de un personaje colectivo. Epopeya que —como tal — sólo puede ser cantada por aquellos capaces de mirar la Historia con una percepción aguda, infinitamente despierta y acaso fatal. La saga había nacido con Marlon Brando en El salvaje (The Wild One, Lazio Benedek, 1953); a partir de entonces se concreta en el espacio fílmico un personaje del que ya había algunos apuntes tentaleantes. Treinta años después de su nacimiento definitivo, el rebelde posee un manifiesto impecable que comienza negando el supuesto a priori de la saga: el "nulo contenido", la violencia per se, la "furia ciega". (Nulidad, despropósito y ceguera colocados por la estrategia hollywoodense de acuerdo con ese "pesimismo" que resulta óptimo para las conformaciones utilitarias). Rumble Fish participa de esa lucidez fatal: se trata de uno de los más conscientes filmes de la historia del cine norteamericano, en tanto percibe el delicado equilibrio necesario para reivindicar al personaje colectivamente construido al identificarlo con sus raíces, sin caer en la deformación o de nuevo en la complacencia. Coppola entiende que sólo la más desnuda honestidad evade los equívocos: el rebelde no es un "héroe" (a través del cual pueden ser tabulados aquellos por quienes lucha), ni un `"antihéroe" (susceptible de ser señalado como la "aberración" de un sistema que se sustenta en sus opositores). Basta ya de elevar la superficialidad de su desencanto a valor de consumo y doble sedante; con esta cinta, el rebelde alcanza una madurez largamente ganada, está de vuelta en sí mismo: es un ser humano que se niega a definirse desde fuera, a toda costa. En The Outsiders, el binomio Hinton/Coppola se centraba en la sed de absoluto en un grupo de adolescentes de los años sesenta en Oklahoma; el muy estilizado tratamiento utilizaba los referentes del protagonista (C. Thomas Howell), la poesía y el filme Lo que el viento se llevó (Gone With the Wind, Víctor Fleming, 1939), para intuir la otra dimensión de la saga. La muy ambiciosa película, no obstante sus momentos de mayor intensidad, terminaba por dispersar la fuerza de esa mirada protagónica. Hinton y Coppola emprenden Rumble Fish a partir de la misma búsqueda pero sin final dispersión. La novela de Susan E. Hinton en que se basa este último filme parte de la figura de un adolescente de catorce años que atestigua el regreso de su hermano mayor, el "chico de la moto" que antes de su partida fuera el máximo líder del movimiento pandilleril. Ahora en decadencia y franca aberración, aquel pasado es confusa escoria. "De alguna manera", declara Coppola, "por la mención del daltonismo (del chico de la moto en la novela de Hinton), imaginé el filme en blanco y negro. Fue sugerido por la novela, no lo impuse yo. Y luego la idea de que si queríamos mostrar a alguien daltónico, entonces deberíamos quizá usar algo de color y luego quitarlo para dar esa sensación. Y es así como surgió la idea de tener sólo a los peces —la metáfora de la historia— en color." Los peces guerreros son en efecto las únicas imágenes coloreadas que registra la espléndida fotografía de Stephen H. Burum. El guión de Hinton y Coppola pone en labios del hermano mayor la simple frase que clarifica la metáfora sin miedo al "lugar común" (en este caso, al lenguaje directo): en sus acuarios diminutos, los peces se destrozan entre sí; al colocarse un espejo frente a uno de ellos, el pez ataca su imagen y hasta puede llegar a aniquilarse presa de una desesperación sin límite."¿Se habrán vuelto así en el río?", pregunta el hermano menor; el chico de la moto responde: "No pelearían si tuvieran lugar para vivir, si estuvieran en el río". La metáfora no es tan ingenua como podría parecer en un primer momento: removido de su asentamiento natural, confinado a una reducida pecera, el ser marino se convierte en una ciega manifestación de violencia, una máquina entrenada para depredar que llegará incluso a atacar su propia imagen. Y el chico de la moto se erige en espejo nítido que trae de vuelta la más odiada imagen que los confinados tiene sobre sí mismos. La relación fraterna ya había sido recogida por Coppola en las dos primeras parte de El padrino (The Godfather, 1972, The Godfather, Part II, 1974). Pero en La ley de la calle no se trata del andamiaje básico en la pirámide del poder familiar estadunidense, de la ley de sangre que rige el más codificado de los aparatos de predación. Lejos de ello, los hermanos de Rumble Fish son los términos de una escala vital: en su vínculo no repiten las mecánicas del poder sino las demandas de una sed de trascendencia. El trecho que hay entre el chico de la moto y su hermano menor es el mismo que hay entre Rumble Fish y The Outsiders: esta última es un pretérito que ya era nostalgia y desencanto en sí mismo; aquélla es un presente que sabe asumir tal pretérito sin pasarlo por la red del pescador de convenciones. En Rumble Fish, Rusty James (Matt Dillon) tiene dieciséis años y su hermano mayor (Mickey Rourke) veintiuno. El primero se muestra harto de la escuela, del gris entorno, del vacío de su vida: tiene encima el pasado esplendor del chico de la moto e intenta revivir ese tiempo reactivando el movimiento de pandillas, los duelos de poder, las peleas colectivas. Es en el transcurso de una de ellas cuando retorna el motociclista: su aspecto refleja una edad mucho mayor de la que tiene, es silencioso, lejano. Afirma percibir el mundo como a través de una televisión en blanco y negro con el sonido atenuado: de la misma manera en que ciertos colores se destacan para él (por ejemplo los de esos peces guerreros que conserva el dueño de la tienda local de mascotas), ciertos sonidos cobran en su percepción una aguda relevancia, una especie de llamado que se recorta a mitad de una tramaaparentemente indiferenciada. Ni el daltonismo es una "carencia" en el chico de la moto, ni lo es su forma de resaltar algunos sonidos: se trata de una transfiguración sensorial, una ganada capacidad de distinguir los hilos verdaderos en el gran tejido del mundo. Rusty James celebra ese retorno suponiendo en su hermano la nostalgia de los viejos tiempos. Sin embargo, con estupor lo oye hablar de un modo insólito: las experimentaciones psicodélicas —exclama— fueron transformadas por el aparato en una difusión masiva de drogas cuyo fin era convertir en letargo tanta energía potencial: los rumbos de búsqueda son otros, necesariamente. Se limita a explicar que sólo pelea cuando se ve acorralado; en cuanto a los combates de pandillas, a la guerra en miniatura en que Rusty James contempla una suerte de epopeya, añade: "El terror ciego puede parecer coraje y valor". La diferencia entre los hermanos queda marcada, pero no es tampoco una guerra en miniatura: Rusty James encarna el prototipo hollywoodense del "indomable" (la violencia ciega posee un regusto glorioso despojado de cualquier otro sentido); por su parte, el chico de la moto es el que ve por fatalidad pero sin violencia hacia esa mirada (en este personaje no hay prototipo sino intuición). Rusty James ataca de modo irracional a su propia imagen porque la odia, porque ignora el origen de ese odio y porque no quiere averiguarlo; del mismo modo, odiae ignora todo lo que mira —y, como el pez, no se identifica con esa imagen. A su vuelta, el motociclista es otro; Rusty James se pregunta qué pudo producir tal cambio; desconoce a quien fuera su modelo, lo llama demente: comienza también a odiar su imagen. El padre de ambos (un excelente Dennis Hopper en una variante de su propio registro outsider) ahoga su lucidez en alcohol e inercia; sabe que el comportamiento hierático del motociclista no responde a la "locura", según interpreta Rusty James desesperado. "Una percepción aguda", dice a su hijo menor, "no es demencia, aunque a veces esa percepción puede volverle loco." Este hombre añade una suerte de explicación con la suficiente ambigüedad como para salvarse de equívocos: "Simplemente (el chico de la moto) creció en la época y el lugar equivocados". ¿Cuáles serían la época y el lugar "correctos"? Acaso los de la cultura helénica, ese pasado clásico que brota frecuentemente en las citas del motociclista; pero acaso se trate de un futuro no menos clásico, un tiempo en donde la imagen aguda no sea odiada automáticamente por el que la mira. II La edad de oro como proyecto La narración de Rumble Fish avanza con fluidez huidiza, las sombras de los edificios se aceleran rasando las calles, las nubes vertiginosas se pintan en el polvoso suburbio adormecido. "Uno de los conceptos centrales", continúa Coppola, "fue la idea de que el tiempo se acaba, y que la gente joven no quiere entender esa verdad, (...) así que tuve esa cosa de las calles humeantes y las sombras que se van colina abajo." La cinta contempla a un personaje colectivo rebelándose contra la institucionalización de su postura vital, negando de entrada la Gran Costumbre; el chico de la moto ve más allá de la aparente permanencia de la juventud, sabe que cada segundo es precioso y que la búsqueda no se reduce a la superficie de las cosas. Apenas hay tiempo para algo, y desde luego ese algo no es la nostalgia; la edad de oro es un proyecto, y comienza en el individuo. El rechazo no se detiene en lo previsible, en lo esquemático, no es el leit motiv de la Historia. Por ello el chico de la moto no tiene nombre propio, en cuanto encarna al inconforme mítico, el que roba el fuego de los dioses puesto que éstos a su vez le han sustraído al hombre algo esencial. El rebelde sabe que no dispone sino del instante presente, único, irrepetible, para instaurar lo verdadero. Acaso desconoce lo que esto puede significar, pero sabe qué no significa: esa rebeldía cuidadosamente programada desde las salas estratégicas. El inconforme no tiene nombre porque quiere ganárselo letra a letra; es uno, no ve los colores permisibles, no oye el atronador coro de la dispersión: sabe que sólo lo imposible vale la pena de ser buscado. Heracliteanamente, el manifiesto de la saga se construye desde lo fugaz. La metáfora dista de ser "onírica", como lee la crítica oficial; a la inversa: se construye doblemente en vigilia, tras una otra percepción. El río de Heráclito no es la única referencia a la cultura helénica: el motociclista y su padre intercambian una ironía basada en el mito de Cassandra; Rusty James se desespera: ¿qué tienen que ver los griegos con una muchacha de ese nombre que antaño sostuviera una relación amorosa con el chico de la moto? El hermano menor no registra las sutilezas: ¿cómo podría hacerlo si la pecera sólo consiente el canibalismo endémico? El conflicto que vive es la tensión entre dos polos: un entrañable apego a su hermano —y con ello el reproche por su extraña actitud "indiferente"—, una necesidad de volver a los tiempos idos —y la oscura intuición de que nada regresa y de que él mismo nunca podrá tomar el papel de líder que su hermano detentara. El motociclista es Ulises que retorna a Itaca para verla por primera vez: sólo la mirada del hijo pródigo arroja luz para que los demás miren. Cassandra predice los desastres y nadie le cree: la epopeya está consciente de su tronco milenario. La predicción no resulta ambigua: regresar a Itaca implica fundarla. Rumble Fish corrige los términos: desconfía hasta del pesimismo, que puede transformarse en un arma tan hábil desde las salas estratégicas como la saturación que anula los brotes de conciencia pormedio del barullo y el cuidadoso diseño de las convulsiones. Sólo hay encierro si existe la intemperie. El chico de la moto ha vuelto para hacer honor a sus raíces y para despedirse de los suyos. En su viaje reciente, no ha llegado al mar; antes de liberar a los animales en la tienda de mascotas a medianoche (un acto no sólo simbólico sino litúrgico), hace prometer a Rusty James que él cumplirá ese deseo. El único acto restante es devolver los peces guerreros al río heracliteano (alguien tiene que llevarlos, había dicho): una acción que desborda toda metáfora. Rusty James no comprende el destino que su hermano ha asumido; un policía del barrio odia al motociclista (odia su imagen) y sólo espera un pretexto para eliminarlo: el propio chico de la moto se lo da con ese acto en la tienda de mascotas. Killer (James Caan), el protagonista masculino de Dos almas en pugna, asume un holocausto final; a diferencia de éste, el que desencadena el chico de la moto posee los elementos de única e insobornable decisión personal. Sin embargo, tampoco la rebeldía del motociclista se parece —por voluntaria— a la de Natalie (Shirley Knight), la protagonista femenina de Dos almas en pugna, quien reniega de un orden para ir a buscarlo en otra parte. Acaso por primera vez en el cine hollywoodense (y cada vez resulta más arduo postular que llegue a presentarse una "segunda vez"), en un solo personaje se encuentran tanto la deliberación activa como la lucidez fatal y fluida. El desarraigo equivale al primer paso: mil trampas saltarán a partir de ese instante. El chico de la moto ve más allá de los prototipos desde el momento en que su actitud exige, por un lado, no hacer del camino una dislocada y gratificante modalidad de lo sedentario; por otro, tampoco optar por el tibio camuflaje de los exiliados del orden, la inercia invisibilizante, la humedad que se cierra en sí misma. Esta es una vocación o no es —no puede ser— una vía de conocimiento adoptada. El motociclista sucumbe no sin dejar semilla: la fundación de Itaca comienza en el punto en que, luego del sacrificio de este hombre, Rusty James toma la motocicleta y llega al mar. Con Rumble Fish el rebelde arriba a la verdadera mayoría de edad, la que nace fuera de toda "norma" al ir de regreso hacia sí mismo sin pérdidas ni transacciones. La ley no consiste en negar que la calle sea una escenografía, sino en reconocerla como tal y actuar en consecuencia, trayendo lo imposible —por descartado— aunque ello suponga perder los privilegios de quienes han cedido la zona más sensitiva de su percepción a cambio de ver las apariencias tranquilizantes (y odiar toda imagen desaletargante). La imagen final de La ley de la calle es aguda: a través de un teléfono que comprime las perspectivas, no se percibe sino la rampa de un muelle, el cielo y el mar interminables; una bandada de gaviotas sobrevuela el sitio en que Rusty James baja de la moto, se quita los goggles y da un par de pasos titubeantes. "¿Y ahora qué?", parece decirse, como en aquella línea final de la paráfrasis de Alexandro Jodorowsky sobre El ensueño de Strindberg: "Y ahora qué vamos a hacer con nuestra libertad?"