La nación desgarrada - Marxismo e Historia Argentina

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Vivian Trias
La nación desgarrada
Vivian Trias es uno de los principales referentes socialistas de la Izquierda Nacional
Latinoamericana. Nacido en Uruguay en 1922, escribió varios importantes y
reconocidos ensayos que se inscribieron en la corriente de revisionismo histórico
socialista, como "El imperialismo en el Río de la Plata" (1960), "Las montoneras y el
Imperio Británico" (1961), "Reforma agraria en el Uruguay" (1962), “ Juan Manuel de
Rosas “ ( 1969), "Imperialismo y rosca bancaria en el Uruguay" (1972), e "Historia del
imperialismo norteamericano" en tres tomos (1977).
Fue profesor de filosofía y luego de historia en la enseñanza secundaria. Participó
activamente del Partido Socialista, del cual fue entre otras cosas Secretario General,
donde lideró una corriente marxista antiimperialista de Izquierda Nacional en
contraposición a las tendencias socialdemócratas predominantes hasta entonces. Fue
diputado nacional en 1956, 1958 y por último en 1973 por el recién fundado Frente
Amplio.
El texto que presentamos
En este texto de Vivian Trias, extraído de su Juan Manuel de Rosas , se
vinculan directamente los destinos del Uruguay a las entonces Provincias
Unidas del Río de la Plata. Trías "desuruguayiza" a Artigas, a quien considera el
paradigma del federalismo democrático rioplatense. Con él compara a Juan
Manuel de Rosas, a quien considera representante del nacionalismo
defensivo de los ganaderos saladeristas de la provincia de Buenos
Aires . A su juicio, el interés que siempre despierta la controvertida
personalidad del Restaurador se debe a que tanto en su tiempo como en su
política, se dirimen cuestiones acuciantes y de permanente actualidad, tales
como el imperialismo, la suerte de las masas, la violencia. Para el autor la razón
principal de la estatura histórica de Rosas consiste en la defensa de la
soberanía nacional y del derecho de los pueblos americanos a
disponer de su destino frente a las intervenciones de los imperialismos
europeos.
Cuestiona en cambio su política interna. Le reconoce una indudable evolución
desde el primer gobierno -que lo muestra respondiendo a la política de la clase
de los estancieros saladeristas con un programa de orden, de pacificación y de
fomento de la campaña, económicamente liberal y de un nacionalismo apenas
incipiente -aunque ya caudillo indiscutible de las mayorías populares-, hasta el
segundo, donde se perfila como jefe de toda la ""nación"", mucho más apoyado
en los sectores oprimidos y satisfaciendo las necesidades de éstos, que
perjudicaban los privilegios de los grupos dominantes.
Pero señala -y esta es su crítica de fondo- que tironeado por las exigencias de
ambos nunca logró desprenderse totalmente de las pautas y de los intereses de
los terratenientes.
La Nación desgarrada
La Revolución de Mayo fue el resultado de un proceso histórico profundamente
desigual.
Los territorios comprendidos en lo que, a partir de 1776, se designó como
Virreinato del Río de la Plata, exhibían una manifiesta heterogeneidad
geográfica, económica y social.
En ellos se pueden distinguir cinco zonas:
1) El litoral de lo que hoy es la República Argentina (Provincias de
Corrientes, Entre Ríos, Santa Fe, Buenos Aires y la llanura pampeana); de
pasturas excelentes, clima benigno y copiosos cursos de agua. Su único
puerto de ultramar estaba en Buenos Aires, pero podía disponer de buenos
puertos fluviales.
Sin riquezas minerales, sin indios dóciles para trabajar la tierra, su exclusiva
riqueza era, a lo largo del siglo XVII y parte del XVIII, la ganadería. Pero,
entonces, sólo una posibilidad, un presumible futuro. Sufría, como ninguna
otra zona, la asfixia del monopolismo mercantil impuesto por la metrópoli.
Eran, en rigor, tierras de desamparo y desolación, la sociedad más pobre y
atrasada del vasto conjunto al que hemos hecho referencia.
Su valor radicaba en su significación militar; una marca avanzada que
cuidaba las espaldas del rico Imperio de Indias de piratas, contrabandistas y
de las eventuales y voraces ambiciones de las potencias rivales.
2) La llamada Banda Oriental, de características similares a la anterior, pero
con la singularidad de poseer su propio y óptimo puerto marítimo de
Montevideo.
3) Las hoy provincias mediterráneas y norteñas argentinas (Córdoba,
Tucumán, La Rioja, Salta, etc.); serranías, valles, población más abundante y
densa que en el litoral durante el siglo XVII y buena parte del XVIII.
Más cercana a Lima, era considerada por los virreyes peruanos como un
apéndice de su propio mercado, como lo prueba la creación de la aduana
seca de Córdoba en 1622. Allí se había desarrollado una promisoria
manufactura doméstica y artesanal, había indios incorporados al trabajo
bajo la forma de encomiendas, agricultura bastante diversificada y algo de
ganadería.
La honda y grave crisis española del siglo XVIII –reinados de Felipe III,
Felipe IV y Carlos II- promovió el crecimiento de su economía.
La parálisis productiva de la metrópolis decadente, agudizó el
desabastecimiento crónico de la región y su caos político y administrativo
determinó el aflojamiento en los controles y prohibiciones.
La manufactura mediterránea aprovechó la coyuntura y no sólo logró un
grado estimable de autoabastecimiento, sino que empezó a volcar excedentes
en mercados vecinos. Algo semejante ocurrió con la agricultura, de modo
que cuando los Borbones iniciaron su experiencia de “despotismo ilustrado”
esta era la parte más próspera, desarrollada y poblada del Virreinato
platense.
4) El Alto Perú, tierras montañosas, de minería y mita, constituye otra
región claramente diferenciada.
5) También exhibe su propia individualidad lo que luego sería la República
del Paraguay, con sus misiones jesuíticas, sus yerbatales, sus riquezas en
madera y tabaco y su lejanía del puerto de Buenos Aires, dependiendo del
río, que habría de darle nombre, para sus afanes mercantiles.
A poco de andar de las guerras de independencia el Alto Perú y el territorio
paraguayo quedaron, prácticamente, al margen del proceso histórico que habría
de desenvolverse en el Plata. De ahí que nos limitemos a su simple mención.
El siglo XVIII trajo una considerable mudanza en el panorama trazado.
La causa primordial fue la revolución industrial acaecida en Inglaterra –sobre
todo en la segunda mitad- y luego triunfante en Francia, no sin atravesar por el
incendio de 1789.
La dinastía borbónica, que sustituyera a los Austria en España, intentó ponerse
al día con el avance tecnológico y el creciente poderío de sus rivales.
Pero su proyecto –en especial durante los reinados de Fernando VI y Carlos IIIde un desarrollo capitalista sin burguesía, resultó finalmente un fiasco; pese al
real esfuerzo modernizador emprendido. Como escribiera Ortega y Gasset,
“España se salteó un siglo insustituible”.
A través de sus victorias en las guerras coloniales del siglo –Paz de Ultrecht, Paz
de Aquisgrán y Paz de París- Gran Bretaña consolidó su dominio marítimo y
arreció su presión para vincular al opulento Imperio hispánico al mercado
mundial.
Las reformas borbónicas coadyuvaron y aceleraron el proceso, aunque,
naturalmente, sin proponérselo. Liberalizaron progresivamente el comercio con
las colonias hasta culminar en el “reglamento de libre comercio” de 1778, que,
aún manteniendo el monopolio de la metrópoli, acabó con el que detentaba la
oligarquía mercantil de Cádiz y Sevilla. Pero la liberalización del comercio no
fue acompasada con una reforma agraria y con un crecimiento industrial
capitalista propio. Su efecto fue ensanchar la capacidad de mercar de Indias, su
avidez por comprar y vender. España no pudo satisfacer esa necesidad que sus
propias reformas estimulaban.
Así se fue convirtiendo, cada vez más, en una potencia intermediaria entre sus
posesiones y las naciones económicamente más adelantadas: Francia, Holanda
e Inglaterra. Una especie de tránsito para las manufacturas europeas destinadas
al Nuevo Mundo y para el oro y la plata con que este las pagaba; un Imperio
comisionista. Gran Bretaña, ante todo, arrancaba concesiones en cada guerra
victoriosa. En Ultrecht la exclusividad del tráfico de esclavos (hábil tapadera del
contrabando) y los barcos de permiso; a aquellas siguieron otras.
A los logros diplomáticos se sumaron las imposiciones de la larga guerra
filibustera, en que bucaneros y contrabandistas llegaron a controlar más del
20% del comercio total de Indias.
La vinculación de las colonias hispánicas con el mercado capitalista mundial no
cesó de intensificarse a lo largo del siglo XVIII y en los últimos años, cuando la
crisis internacional se precipitó incontenible luego de la independencia de los
Estados Unidos y de la Revolución francesa, el insoslayable determinismo de la
guerra propició su final desenlace.
El mismo proceso encumbró y enriqueció al litoral y, a la vez, empobreció y
debilitó a las comunidades del interior.
La industria europea estaba hambrienta de materias primas para la elaboración
de artículos de consumo y el cuero era una de ellas. De ese modo el litoral y
especialmente Buenos Aires y su campaña, tuvieron la posibilidad de emprender
un negocio de exportación en gran escala. Al mismo tiempo la liberalización, la
laxitud en las restricciones mercantilistas, permitió el creciente comercio de
importación que inundó a todo el mercado virreinal y benefició,
sustancialmente, a los comerciantes portuarios, sus exclusivos introductores.
De esa manera la economía litoraleña se desarrolló vertiginosamente, el puerto
bonaerense (también el montevideano) creció en importancia y la capital
prosperó a ojos vistas. Al socaire de estos hechos económicos, surgieron la
poderosa clase de hacendados coramberos y una activa burguesía mercantil.
Esta asumió, muy pronto, la ideología liberal de la burguesía europea, adoptó
sus tesituras políticas e imitó sus arrestos y actitudes. Pero esenciales
diferencias la distinguían con respecto, por ejemplo, a la burguesía que
acaudilló la Revolución francesa y que era burguesía industrial, promotora del
desarrollo capitalista nacional. La rioplatense fue burguesía intermediaria, cuyo
negocio no consistía en impulsar al capitalismo autóctono, sino en importar
mercaderías manufacturadas por las industrias europeas y en venderle a esas
mismas industrias materias primas extraídas de la ganadería nativa. La alianza
de comerciantes liberales y de hacendados coramberos dominó rápidamente la
economía del litoral y empezó a presionar en procura de mayor poder político.
La intermediación de la metrópoli hispánica era un serio obstáculo que las
aislaba del mercado internacional y que, como una esponja insaciable, absorbía
buena parte de los beneficios que rendía su pingüe tráfico.
Entre tanto, la avalancha de importaciones que fluyó tierra adentro planteó
terrible competencia a la manufactura y a la artesanía vernáculas. Las
tejedurías, talabarterías, etc., de las provincias mediterráneas no estaban en
condiciones de competir con artículos confeccionados en los centros fabriles
maquinizados de Manchester o Glasgow. Y así como el litoral creció y pasó a ser
la región más rica, adelantada, poblada y dominante del Virreinato, por las
mismas causas, el interior se estancó y luego empezó a languidecer.
En los primeros años del siglo XIX el Imperio español era una vieja carcaza
sometida a inaguantables presiones desde afuera y desde adentro.
Inglaterra, empeñada en duelo de vida o muerte con el capitalismo francés
conducido por Napoleón Bonaparte, buscaba compensar los perdidos mercados
de Europa –cerrados a cal y canto por el bloqueo continental- abriendo
irrestrictamente el provisor mercado de las colonias hispánicas. A este
persistente e implacable hostigamiento se sumaba la puja creciente que, desde
la intimidad, ejercían los hacendados y comerciantes criollos; anhelantes de
acceder libremente al prometedor mercado inglés y de apoderarse del gobierno
que ya no tenía sentido permaneciera en manos de la burocracia peninsular.
Cuando la aplicación sistemática de la estrategia del bloqueo continental llevó a
Bonaparte a invadir Portugal y España, Braganzas y Borbones se derrumbaron.
El carcomido cascarón del antiguo Imperio de Carlos I Y Felipe II no resistió el
doble embate y se hizo astillas.
Así alumbró Mayo de 1810. Pero las contradicciones engendradas en el seno del
ex virreinato por el desarrollo desigual, lejos de resolverse, se ahondaron y
desembocaron en el cruento desgarramiento de la guerra civil entre federales y
unitarios.
1-1- La satelización
La independencia de España dio lugar a la satelización de las, ahora, Provincias
Unidas del Río de la Plata por el imperio inglés.
Disipado el fugaz relampagueo jacobino de Mariano Moreno, en que éste
intentara una audaz experiencia de capitalismo de Estado nacional, la
estructura satelizada de la economía rioplatense se diseñó rápidamente1.
Buenos Aires, su puerto y su campaña, se erigen en la bisagra articulante entre
el Imperio y el resto del país. El comercio de exportación e importación es
dominado por los ingleses, o por criollos estrechamente ligados a aquellos, y
también inmigrantes de Inglaterra y Escocia adquirirán cuantiosas extensiones
de tierra.
La provincia porteña es un satélite económico de Gran Bretaña. Exporta para
sus centros fabriles las materias primas producidas no sólo en sus llanuras, sino
en el resto de las provincias litorales y en algunas mediterráneas e importa las
manufacturas inglesas que luego revende en todo el mercado interior del ex
Virreinato. A partir del primer empréstito contratado con la casa Baring de la
City, también será el agente financiero de Londres.
Su economía es un apéndice, una derivación de la economía británica. Pero así
como Inglaterra es metrópoli de Buenos Aires, ésta es metrópoli –o
submetrópoli- de las ciudades-capitales de las demás provincias. Allí residen y
operan las sucursales y agencias que articulan a la economía de Buenos Aires
con la economía de cada provincia. En efecto, esa estructura mercantil
supeditada a la provincia-metrópoli, absorbe materias primas que enviará al
puerto bonaerense para, desde allí, exportarlas a Inglaterra y revenderá en el
mercado provincias las manufacturas inglesas importadas por el comercio
portuario.
Buenos Aires, pues, es satélite con respecto a Gran Bretaña, pero es metrópoli
con respecto a las ciudades-capitales de las restantes provincias.
Estas, por su lado, operan según la misma dualidad en relación con los pueblos
diseminados en el interior, donde actúan los agentes y representantes de su
propia estructura mercantil. Es decir que las ciudades-capitales de provincia
ofician como satélites de Buenos Aires y como metrópolis –o submetrópolis- de
los pueblos interiores. Los que, por su parte, operan de la misma manera con
respecto a sus hinterlands rurales.
Así es como esta cadena de metrópolis-satélites o satélites-metrópolis enlaza a
los intereses de la City con el trabajo de los productores rurales, de las
peonadas, arrieros, pastores, etcétera.
La espina dorsal de tal estructura satelizada está constituida por un eficiente
engranaje de intereses clasistas.
Lo preside la burguesía industrial y financiera británica y lo componen la
burguesía intermediaria, los estancieros coramberos de Buenos Aires y las
clases mercantiles y poseedoras dependientes de aquéllos en las provincias.
Los sectores sociales rioplatenses que integran el sistema más un grupo de
intelectuales, militares y políticos (no pocos de ellos con estudios cursados en
Chuquisaca) embebidos de la influencia ideológica demoliberal de la época y
1
En rigor la estructura satelizada se fue organizando durante el coloniaje. Maduró durante el reinado de
los Borbones y la independencia aparejó su consolidación.
fervientes admiradores de lo europeo, constituyen el sustento de la corriente
política unitaria2.
A la luz de la arquitectura satelizada que le sirve de fundamento, se comprenden
diáfanamente los objetivos y los rasgos del unitarismo.
Su concepción de la unidad nacional consiste en un gobierno centralizado en la
provincia-metrópoli y capaz de imponer al conjunto del país su política
económica liberal y proinglesa. Procuran la unidad nacional, porque pretenden
disponer de todo el mercado interno para usufructuar los beneficios de la libre
importación y revender, hasta en los más alejados confines, las manufacturas
fabricadas en Inglaterra.
Piedra angular de su poder es la dictadura monoportuaria.
A excepción de Montevideo, Buenos Aires es el único puerto de ultramar de la
nación y su aduana es la principal fuente de recursos financieros del gobierno
(sobre todo después de perder las minas altoperuanas en la batalla de Huaqui).
El punto de vista unitario es que el manejo del puerto y las rentas de la aduana
son patrimonio exclusivo de Buenos Aires o, mejor, de sus clases dominantes.
Esto significa que la producción exportable de las otras provincias ha de pasar,
inexorablemente, por el puerto único y ha de rendir su tributo impositivo en la
aduana correspondiente. Lo mismo acontece con el flujo de importaciones
destinadas al interior.
Supongamos que un vecino de Santiago del Estero compra un poncho inglés
importado y paga por él un precio en el cual, por supuesto, se incluye el
gravamen aduanero pertinente. Ese gravamen no se acredita a Santiago, por
más que sea un santiagueño el que lo pague, sino a Buenos Aires. Lo mismo
ocurre con los impuestos de exportación que abaten el precio real percibido por
el productor provinciano (es decir que, en definitiva, es dicho productor quien lo
paga, ya que el comprador extranjero se ajusta a cotizaciones internacionales
inflexibles).
La dictadura monoportuaria actúa, pues como una bomba de succión financiera
sobre las restantes provincias. Traspasa recursos del interior a Buenos Aires,
empobrece al interior para enriquecer a Buenos Aires.
Es cierto que las provincias litorales (Santa Fe, Entre Ríos y Corrientes) podrían
zafarse del escamoteo apelando a sus puertos fluviales sobre el Paraná o el
Paraguay, pero Buenos Aires, estratégicamente ubicada en la boca de la red
fluvial, cierra su navegación a hacha y martillo y obliga a sus hermanas
litoraleñas a pasar, también, por las horcas caudinas del puerto único y señor.
En suma, el objetivo medular del unitarismo es aplicar una política económica
liberal; lo que coincide, naturalmente, con los intereses esenciales del Imperio
británico. Para ello pretende someter a las provincias interiores y litorales a la
Hegemonía de Buenos Aires y armar, en esa forma, la unidad nacional sobre la
base de la estructura satelizada descrita.
Instrumento primordial, clave, para alcanzar tales metas es el ejercicio de la
dictadura uniportuaria y el usufructo provincial exclusivo de las rentas
aduaneras. Las restantes provincias quedan, por esa vía, uncidas, dependientes,
supeditadas al manejo del comercio exterior que realizan las clases dominantes
porteñas.
Por otro lado, el despojo de las rentas aduaneras hace la opulencia de Buenos
Aires y el pauperismo de los “trece ranchos” (como se llamó a las provincias
2
La teoría de la satelización de los países coloniales y semicoloniales ha sido lúcidamente expuesta por
André Gunder Frank en Capitalismo y subdesarrollo en América LATINA, Buenos Aires, Siglo XXI.
pobres). La política de los unitarios cuenta con abundantes recursos financieros
y ello explica que hagan la guerra civil con ejércitos de línea, uniformados y
pertrechados a la europea: mientras el interior pelea con montoneras, lanzas y
viejas armas de fuego. No es la guerra entre los “civilizados” y los “bárbaros”,
sino la guerra entre los “ricos” y los “pobres”.
Tal infraestructura económico-social del unitarismo se refleja, puntualmente, en
sus concepciones ideológicas y políticas, así como en sus hábitos y actitudes.
La interpretación histórica de las luchas intestinas como un enfrentamiento
entre la ciudad europeizada y progresista (“la civilización”) y las sociedades
rurales atrasadas y primitivas (“la barbarie”), no es otra cosa que la expresión
ideológica de las contradicciones de clases e intereses analizados.
Ni la maestría literaria de Domingo Faustino Sarmiento ha podido evitar el
naufragio de criterio tan endeble como falaz.
Desde el punto de vista político se planteó a los unitarios una paradoja
insoluble. De acuerdo a las corrientes demoliberales inspiradas en los filósofos
del siglo XVIII, debieron ser firmes partidarios de la república democrática
fundada en el sufragio popular. Pero ello estaba fatalmente reñido con sus
metas económicas liberales que causaban, inapelablemente, la miseria de las
masas.
A poco andar se apercibieron de que en Europa era muy congruente la práctica
conjunta del liberalismo económico y del liberalismo político, puesto que allí el
capitalismo y la burguesía eran esencialmente nacionales y venían a
desmantelar el perimido orden feudal.
Pero en los países dependientes y semi-coloniales, la burguesía se apoya en el
capital extranjero y sirve en la función de explotar a su propio pueblo hasta los
últimos extremos. Las contradicciones de clase tienden, de esa manera, a
atenuarse en la metrópoli y a agudizarse en las colonias.
O sea, que en éstas el liberalismo económico y el liberalismo político son
inconciliables.
Por eso los unitarios involucionaron de sus liminares arrebatos populares de los
días de Mayo, a postular gobiernos de elite, abjurando del sufragio universal y
terminaron convirtiéndose en monárquicos desesperados a la búsqueda de un
príncipe de segundo o tercer orden, para coronar en el Plata, con tal que trajera
recursos suficientes para someter a las masas sublevadas.
La alienación unitaria se extendió a sus preferencias literarias, a su afán
imitativo de las modas europeas, a sus costumbres y lenguajes.
Intentaban remedar, en la tierra natal, un mundillo europeizante con el cual
soñaban hasta el delirio.
Así se distanciaron tan abismalmente del pueblo y sus necesidades, que éste
llegó al odio y al desprecio por los “hombres de casaca negra”.
En conclusión, la solución unitaria a la cuestión de la organización nacional no
conducía a la creación de una nación soberana, dueña de su destino y capaz de
desarrollarse económicamente, sino a una semicolonia y a esa situación
deformante y enajenada que hoy designamos subdesarrollo.
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