Sobre narrar y escuchar historias Libardo Barros libardo_barros@hotmail.com "Un día comprendí que un hombre que cuenta historias tiene más poder. Un poder que no puede medirse con votos, como el de los políticos, pero que a su modo es superior a todo eso. Desde ese día me olvidé de los periódicos y me dediqué a escribir historias". Juan José Hoyos Una vez tuve la fortuna de ser invitado por dos amigos a un encuentro con el maestro Rojas Herazo. Permanecí callado casi toda la noche escuchando la manera simpática y lúcida con la que aquel escritor nos explicaba y hacía comprender cosas tan difíciles en lo referente a su arte, sobre todo para unas mentes tan poco experimentadas como las nuestras. ¿Cuál era el truco? Sin darle tantas vueltas a la cabeza, la respuesta no pudo ser otra: la sencillez. Con la ventaja de que Rojas Herazo es un conversador de pueblo y lleva metida en la médula esa condición, la cual ha sabido explotar y evidenciar en su literatura. Cada vez que el maestro tomaba la palabra obligaba a ser escuchado. Sus precisos silencios, la gesticulación y el tono de voz usado en cada escena de la conversación, ambientada por la brisa marina de Cartagena, hacían de aquel hombre el oficiante perfecto de una ceremonia nunca antes celebrada. Por todas esas razones jamás se me olvidará lo que aprendí aquella noche. Nunca más había vuelto a recordar aquel suceso hasta hace sólo pocos días cuando unos estudiantes me preguntaron sobre lo que se necesitaba para contar una historia. Esto me remitió, no sólo al encuentro antes narrado, sino también a la tradición oral que siempre está detrás nuestro como una agradable aparición pero de la que poco hacemos uso porque cuando no se es redomadamente pedestre, se asumen ciertas pretensiones intelectuales en medio de las cuales las demasiadas teorías y citas son el sucedáneo de una razonable argumentación. No se puede perder de vista que cada apunte de un buen conversador es materia viva, lenguaje palpitante que cuenta las experiencias de un ser que ha trasegado muchos caminos. Tan parecida a la del marinero que relata la crónica de su viaje a quienes lo esperaban en puerto. Cualquier conato de conversación debe proponer un argumento, si no, esa tentativa se desvanecerá y a lo sumo sólo podrá apreciarse un sartal de frases banales, palabras vacuas que no revelarán nada. Ampliando un poco al respecto conviene prestar atención a recientes escritos elaborados para ilustrarnos sobre la manera como se abrió paso la escritura en medio de una sociedad oral. En su libro, La musa aprende a escribir, Erik Havelock propone que el verdadero nacimiento de la escritura se da a partir de las críticas planteadas por Platón en contra de los poetas de su tiempo, quienes hasta ese momento eran los depositarios del saber colectivo. Considero que más que a sesudos cuestionamientos, asistíamos a una nueva manera de aprehender y explicar las verdades del universo, de darle sentido a través de la prosa a unas realidades que la poesía (el mito) no tenía por qué explicar con el lenguaje que hasta entonces venía utilizando. Era evidente que la ciencia estaba buscando su lugar, pero el sabio griego intuyó las dificultades que esto representaba para una sociedad que basaba sus preceptos en la poesía (el mito). Por eso sus razonamientos eran vistos como una afrenta y no como una alternativa de acceso al conocimiento. Pero hay que estudiar este asunto más a fondo. La oralidad tiene dos puntales básicos: la memoria y la tradición, lo que la convierte necesariamente en portadora de elementos formularios como se puede apreciar en los primeros textos hititas y asirios. A manera de ejemplo podemos observar que para la firma de tratados o convenios entre soberanos, era preciso seguir unos pasos ya establecidos, entre otras cosas porque lo que en ellos estaba consignado debía recitarse a menudo delante del pueblo. Esta era una práctica en toda la Mesopotamia, sitio donde se sabe que tuvo nacimiento la escritura, para ser luego perfeccionada por los griegos. Lo que quiere decir también que en sus comienzos la escritura era un calco de la tradición oral. Otro ejemplo lo apreciamos en la Biblia, exactamente en el libro de Josué, donde aparecen esos componentes formularios cuando se establece el pacto de la alianza entre el pueblo de Israel y el dios Yahvé (Cap. 24, 2). Tales fórmulas tenían como propósito darle legalidad a lo que se acordaba. Comenzaban con un preámbulo, luego seguían unas provisiones para preservar el tratado, enseguida se elaboraba una lista de los dioses que se ponían como testigos y se concluía con las bendiciones o maldiciones que debía afrontar una de las partes si incumplía con sus compromisos. Algunos ejemplos que también ayudan a entender tales elementos formularios presentes en la oralidad, los apreciamos en las décimas y rimas de los trovadores populares. El otro componente pendiente es la tradición. Sólo a través de la oralidad se preservaba el legado cultural de los pueblos antiguos y todo lo que se enseñaba estaba justificado por prácticas heredadas de los ancestros, bajo la certeza de que eso era lo mejor. Siendo los más indicados para transmitirlos, los ancianos del grupo, entre los que sobresalían quienes poseyeran gran habilidad verbal. El origen del mundo, las leyes, las oraciones y conjuros, los ritos religiosos, entre muchos otras ceremonias, además de tener una rutina precisa, buscaban preservar un orden que admitía pocos cambios. Frente a estas realidades, lo que se plantearon los griegos fue total mente revolucionario. La prosa, que se valía de la argumentación reflexiva, se propuso como alternativa a las fórmulas utilizadas por sacerdotes, poetas y oradores. Y frente a la tradición grupal se propusieron los planteamientos individuales. Esto hizo posible que con el paso del tiempo se alcanzara un equilibrio que trajo como consecuencia que la oralidad y la escritura lograran alcanzar su independencia por separado. A partir de entonces la ciencia se colocó del lado de la prosa y con esto ha descollado en la conciencia de las generaciones. También se pudo hacer literatura (último refugio del mito) con un lenguaje diferente a las rimas, y el verso libre obtuvo vida propia. Así, se les otorgó la categoría de poesía sólo a los textos con valor artístico. Se empezó a considerar también, por su misma génesis etimológica, que hablar de literatura oral no era preciso, siendo más adecuada la expresión tradición oral. El lenguaje poético y el lenguaje científico son vistos ahora como dos maneras disti ntas, incluso, a veces complementarias, de aprehender y dar testimonio de lo que es el mundo, sin haber perdido sus dos componentes ya citados: lo colectivo-tradicional y lo individual-argumentativo. Retornando a lo que es la historia de nuestros pueblos, constatamos a primera vista que son un taller permanente dispuesto para preservar en la vida de sus habitantes la tradición oral. En Altos del Rosario, por citar sólo uno, la gente da la impresión de vivir en un trance de conversación. Tras el paso de cierto tiempo, los más avisados de sus habitantes tendrán la oportunidad para que sucedan hechos dignos de ser contados. Con la salvedad de que para un alteño, la palabra es un pan cortado en partes iguales con una mitad para quien habla y la otra para quien escucha. Entonces ¿cuál es la manera en que estas personas se informan de los sucesos cotidianos? La primera de todas es contarlos de manera agradable, que no pierdan la tensión en ningún momento y que cada historia tenga un argumento. Aunque ya se sepa lo que finalmente ocurrió, lo interesante es la capacidad del narrador para mantener atento a su público. Llama la atención cómo de un hecho que ha sucedido frente a muchas personas, sean muy pocas las que puedan recrearlo y de ellas sólo una qui en lo haga mejor. Es como si cada hecho ocurriera sólo para quien tiene la clave de recrearlo con precisión. Los demás no se atormentarán por eso, sólo esperarán hasta que haya una historia para ellos; lo cual, incluso, puede durar mucho tiempo. Además, saben que todo lo que se vaya a contar debe vivirse con las vísceras y ser real en quien lo hace para que sea creíble a los ojos de sus receptores. Con lo ganado hasta ahora se precisa seguir conociendo acerca de los circuitos por los cuales transita nuestra cultura, la manera como ésta va involucrando a los individuos en sus propias realidades existenciales para facilitarles la supervivencia en el colectivo. Debe tenerse claridad, en buena medida, de que el aprendizaje de esas realidades se da porque las razones que lo asisten se suceden con la exactitud y el ritmo adecuados; que cada hecho acontece porque se tiene la certeza del cuándo, el por qué, el cómo y el para qué. Digo esto porque en muchas regiones existe aún el grave problema de querer enfrentar la lengua escrita contra la tradición oral; esta exageración es más un problema de enfoque teórico que existencial. La lengua escrita es un subproducto de la tradición oral y si ese presupuesto se ignora, no se podrán zanjar los enormes vacíos existentes en torno a la enseñanza y el aprendizaje escolarizados de la primera. Anteriormente me había referido al sistema tradicional de narración de Altos del Rosario, común a toda Latinoamérica. Pero hay otro problema que surge a la hora de establecer relaciones entre nuestros saberes tradicionales y la ciencia productos de nuestra cosmovisión, cuando se les obliga equivocadamente a que transiten por la misma ruta de otros que provienen de dialécticas diferentes. La mejor lección que recibí del maestro Rojas Herazo es que la erudición no es lo que cuenta a la hora de contar una historia. Lo importante en un escritor es saber impresionar al espectador con su manera particular de mostrar los hechos, de narrarlos sin mayores pretensiones. La simple información es un saber automatizado si no se acompaña con una adecuada reflexión. Eso lo han tenido en cuenta los escritores consagrados a su oficio. Ellos han hecho que el contar historias sea interesante, también, porque no han puesto de lado las particularidades de su cultura para hacerlas valer ante las demás. Igual ha sucedido con los cuenteros tradicionales que suben a un escenario para compartir frente a un público una historia. El genio narrativo, oral o escrito, es más consistente en la medida que es preciso, claro, directo e intenso. Un narrador podría entender mejor su oficio si aplicara lo que un entrenador de fútbol le sugiriera a uno de sus pupilos en una calle cualquiera: "entrena duro, esfuérzate, perfecciona lo que creas que haces mejor, domina todo lo que sepas con tal pericia que quien te vea crea que es sencillo. Y prepárate porque hasta tus amigos despreciarán en ti la insolencia de hacer ver fácil lo que es difícil. Muchos te van a odiar, pero de una forma distinta. Esto último también hace parte del juego".