EL ÚLTIMO Xabier sentía que no tenía escapatoria. Los últimos resortes, sus amistades, también lo habían abandonado. La noche, aquella noche, se le hacía más oscura que nunca, con esa negrura que asusta porque sólo permite adivinar los reflejos de algunas cosas. Pero Xabier estaba dispuesto a todo, creía que la vida no merecía la pena ser vivida sin asumir algún riesgo. Él lo había hecho y por eso se encontraba en aquella situación. No tenía a dónde ir, en su lucha se había ido quedando solo, pues las conciencias de todo el mundo eran ya la conciencia del poder. El humo rodeaba el ambiente. Eran los vapores de las centrales nucleares y térmicas que se habían ido imponiendo como recurso energético. Pero decían que eran seguras y, en todo caso, la gente las había reclamado cuando el petróleo se extinguió. Xabier sabía que era de los últimos, si no el último, que resistían frente al intento de aniquilación de una forma de vida. Corría por entre los coches que lo inundaban todo. Inmensas colas de luces amarillentas y rojas convertían las calles en una jungla para los caminantes. Él era uno de ellos, porque había decidido no plegarse a las exigencias de colocar cámaras de control en su vehículo. Quería tener la sensación, aunque fuera vana, de que quedaba algún resquicio para la libertad. Y así, chapoteando, alcanzó el pilar del puente que antaño había servido de refugió a los mendigos, cuyo número había ido en aumento hasta que el poder decidió que dejaran de existir, no como mendigos, claro, sino como personas. Y allí, con la mirada vidriosa provocada por la emoción de lo que estaba a punto de vivir, y alimentada también por el agua de la lluvia que no cesaba, Xabier encendió su último puro. Julen Goñi