Espectadores durante la tercera etapa del Tour de Rwanda, una carrera ciclista en siete etapas. En el centro, el ciclista Camera Hakuzimana se afana subiendo una cuesta. 8 zazpika l pasado mes de noviembre volé desde mi casa en Barcelona a Kigali para cubrir una escasamente conocida competición deportiva: el Tour de Rwanda. Esta carrera ciclista, de una semana de duración y a través de un paisaje montañoso muy parecido al de Euskal Herria, puede ser un evento menor en el circuito internacional, pero tiene una importancia capital en el ciclismo emergente de este pequeño país de 12 millones de habitantes. Ya por su séptima edición, se ha convertido en uno de los pilares del calendario de la Unión Ciclista Internacional y se encuentra entre las carreras de mayor prestigio del continente. Como muchos de los eventos deportivos, el Tour de Rwanda también es un reclamo publicitario y, sinceramente, eso es lo que me atrajo de él. Paul Kagame, presidente de Rwanda durante dos décadas, ha desarrollado una especial preocupación por la floreciente cultura deportiva de la nación. Su Gobierno ha comprado para el equipo del país carísimas bicicletas de alta tecnología, empezando por la Pinarello Dogma –a 6.000 dólares–. También ayudó a dos estadounidenses a poner en marcha un centro de formación, donde gente de otros países africanos desarrolla sus aptitudes competitivas. El equipo de ciclismo de Rwanda no solo se ha convertido en un éxito deportivo, sino que ya aparece en el radar de organizaciones internacionales de desarrollo, para las que conseguir sus objetivos –en este caso, convertir a los hombres y a las mujeres jóvenes, E la mayoría de origen humilde, en atletas de clase mundial– es una cuestión de gran interés. También ha sido el tema elegido para un documental (“Resurgiendo de las cenizas”, de T.C. Johnstone), para un perfil en la revista estadounidense “The New Yorker” y como el argumento de un excelente libro (“La tierra de las segundas oportunidades”, del escritor británico Tim Lewis, editado en castellano por Libros de Ruta). Una mano muy firme. Paul Kagame compró las bicicletas, pero no por eso dejaba de ser un dictador. Este escurridizo personaje, implicado en la misteriosa muerte de sus oponentes y repudiado por los observadores de Derechos Humanos, se muestra reacio a dejar el cargo, a pesar de que lleva en el poder más de dos décadas. Su manera de gobernar era la mano dura, como él mismo reconoce en sus discursos: «Pero valoren las alternativas: el pasado de Rwanda podría justificar una figura paternal al estilo de Singapur, con mano firme y unos buenos padres que dicten las normas». Sus partidarios aseguran que consigue resultados y afirman que cuentan con gran cantidad de pruebas: Rwanda ha combatido la corrupción mucho más que la mayoría de las naciones de la región. Su capital, la frondosa Kigali, tiene la tasa de crímenes violentos más baja del continente y los registros medioambientales más reseñables en energías alternativas. El pasado noviembre, el diario británico “The Guardian” informaba sobre un proyecto solar que había sido