SOLEMNIDAD DE S. PEDRO Y S. PABLO Homilía del P. Abad Josep M. Soler 29 de junio de 2015 Hch 12, 1-11; 2 Tim 4, 6-8.17-18; Mt 16, 13-19 La Iglesia, extendida de oriente a occidente, celebra hoy el martirio de los dos grandes apóstoles S. Pedro y S. Pablo. Ambos, hermanos y hermanas, sellaron con la muerte sangrienta su vida y su predicación del Evangelio, "el uno por la cruz y el otro por la espada". Habían dado testimonio de Jesucristo de palabra y con la manera de vivir porque Jesucristo era el todo de su existencia. Acabamos de escuchar en el evangelio la confesión de fe de Pedro -una confesión que sostiene la fe de la Iglesia-: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Y antes habíamos escuchado la segunda lectura que hablaba de los esfuerzos y de la abnegación de Pablo para anunciar íntegro el mensaje, de modo que lo oyeran todos los gentiles; un Evangelio que se centraba en la misma confesión de fe de Pedro: Cristo es Dios por encima de todo (Rom 9, 5). "Triunfaron el uno por la cruz y el otro por la espada", dice uno de los himnos de la solemnidad de hoy (cf. "Aurea luce" de I vísperas). Efectivamente, debido a la fe en Jesucristo fueron condenados a la pena capital. En su existencia, habían imitado la vida de Jesús lo más fielmente posible y luego le imitaron en la muerte. Por su enseñanza, por su ministerio en los inicios de la Iglesia, Pedro y Pablo son dos testigos por excelencia de la fe cristiana. Pero su testimonio no es sólo obra de ellos mismos, de su convicción y de su coraje, es sobre todo un testimonio de la gracia del Espíritu Santo que les daba fuerzas. En ellos, ocurrió lo que había prometido Jesús: cuando os arresten, no os preocupéis de lo que vais a decir o de cómo lo diréis: en su momento se os sugerirá lo que tenéis que decir; no seréis vosotros los que habléis, el Espíritu de vuestro Padre hablará por vosotros (Mt 10, 19-20). Eran conscientes de que quien no coge su cruz y me sigue no es digno de mi (cf. Mt 10, 38), pero tenían sus debilidades. Tanto de Pedro como de Pablo, conocemos algunas por los escritos del Nuevo Testamento. Y de Pedro, sabemos, además, como negó a Jesús por miedo. Por eso decía que su entrega al martirio era fruto de su firme convicción de fe, pero sobre todo de la gracia del Espíritu Santo que actuaba en ellos. Terminada la carrera de su vida, se mantuvieron fieles y, con la fuerza del Señor, ofrecieron su vida como testimonio supremo de Jesucristo asociándose radicalmente a su muerte en cruz. Lo hicieron "el uno por la cruz y el otro por la espada". Hoy glorificamos a Dios por este martirio y admiramos la hazaña de nuestros apóstoles San Pedro y San Pablo, invocando su intercesión a favor de todos los pastores del Pueblo de Dios, particularmente a favor su sucesor, el obispo de Roma, el Papa Francisco, que constantemente pide que oremos por él; e invocamos, también, su intercesión sobre toda la Iglesia extendida de oriente a occidente. Pero, además, su martirio nos interpela. Como dice la Carta a los Hebreos, el compromiso cristiano no es firme del todo mientras no hayamos resistido hasta derramar la sangre en nuestra lucha contra el pecado (He 12, 4). Es decir, mientras nuestro seguimiento de Jesucristo no nos cueste sacrificio. En nuestro contexto social, tenemos el peligro de acomodarnos a las formas de hacer del mundo y de perder el mordiente profético de la fe cristiana. Ante el martirio de los apóstoles Pedro y Pablo, ¿podemos decir que nos tomamos en serio el cristianismo? ¿Podemos decir que estamos dispuestos a jugarnos la vida por Jesucristo? Aguar, aunque sea en la práctica, la seriedad de la cruz y la resurrección del Señor, y aguar la radicalidad del seguimiento hasta la muerte que han hecho tantos hermanos nuestros en la fe también en nuestros días, nos llevaría a perder la identidad cristiana. El diálogo con el mundo contemporáneo, tal como pedía el Concilio Vaticano II, no pasa por adaptarse al mundo sino por entrar en diálogo con él desde la seriedad de la fe en Cristo, de una fe vivida en profundidad, en una existencia comprometida con Jesucristo y su Evangelio, dispuestos a dar testimonio de la esperanza que hay en nosotros (1 Pe 3, 15), si es necesario jugándonoslo todo por la causa de Cristo. Esta disponibilidad debería ser el sello que marca la seriedad de nuestra fe. También nosotros, y tal vez más que los dos grandes apóstoles que hoy celebramos, tenemos nuestras debilidades, nuestros miedos, nuestras dificultades a seguir a Jesucristo con una fe profunda. Sin embargo, debemos tener presente que, como en San Pedro y San Pablo, la vida de seguimiento del Señor, no es una hazaña de grandeza humana sino una hazaña que el Dios de la alianza realiza en nosotros si procuramos estarle abiertos. Él ayuda nuestra debilidad, da fuerzas a nuestra vida por medio de la gracia del Espíritu Santo y nos va transformando según el modelo que es Jesucristo. Así lo que va adquiriendo importancia no es el valor de nuestras convicciones y de nuestras obras, sino la fidelidad al Dios del amor. La fortaleza de los grandes testigos de la fe no es fruto de sus capacidades humanas, sino de la gracia del Espíritu que brota en el propio interior y se despliega en una vida entregada a Dios y a los demás, hasta el sacrificio, si es necesario. "El uno por la cruz y el otro por la espada" ¿Y nosotros? La celebración de hoy, del martirio de san Pedro y san Pablo, nos pide confiar en la gracia amorosa de Dios y de profundizar nuestra fe en Jesucristo, de tomarla en serio, de ser testigos en medio de la nuestra sociedad. Es una sociedad que aparentemente muestra indiferencia ante el hecho cristiano, y alguna vez incluso una cierta agresividad, pero que está necesitada de testigos fieles y serios que, con la mayor coherencia posible, le hagan palpable la belleza de la adhesión a Jesucristo, que es, también y de manera inseparable, adhesión a la causa humana, a la dignidad y a los derechos de cada persona. Nuestra sociedad necesita testigos de esperanza, de ternura, de misericordia. Testigos, además, de cómo afrontar positivamente las propias fragilidades, los propios miedos y los propios fracasos. La eucaristía que celebramos es acción de gracias por la obra de Dios en San Pedro y San Pablo y por la fe que nos ha sido transmitida. Pero es, también, alimento que nos da fuerzas para ser testigos de Jesucristo, de una manera seria y creíble; nos da fuerzas para poner nuestra vida en función de la de él.