historias disparatadas - Editorial Club Universitario

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historias
disparatadas
Nino Rippi
historias disparatadas
© Nino Rippi
ISBN: 978-84-8454-804-1
Depósito legal: A-792-2009
Edita: Editorial Club Universitario. Telf.: 96 567 61 33
C/. Cottolengo, 25 - San Vicente (Alicante)
www.ecu.fm
Printed in Spain
Imprime: Imprenta Gamma. Telf.: 965 67 19 87
C/. Cottolengo, 25 - San Vicente (Alicante)
www.gamma.fm
gamma@gamma.fm
Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro
puede reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico
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previo y por escrito de los titulares del Copyright.
LOS CUENTOS DEL TULLIDO
Recibo por fin el esperado encargo del amigo que confía,
por ser yo testigo de primera fila, de haberlos escuchado
narrar conforme eran recogidos de la tradición oral,
algunos, y otros sencillamente acabados de plasmarse
en borrador; de cuando nos reuníamos en el jardín de
su casa hasta “romper las copas de la madrugada”, en
ese regusto por la bohemia del que hemos desistido ya
por prescripción facultativa. El interés de estos cuentos,
a veces relatos, se debe a que recorren un escenario de
vivencias diversas, que entreveran la necesaria realidad
en que toda historia contada encuentra su asiento, con la
imaginación certera que pone colorido y amenidad a ese
ejercicio de recuperación de la memoria que nos empuja
a narrar, a contar experiencias vividas de primera mano,
y otras que conforman el acervo de ese bagaje colectivo
de transmisión oral, al que el autor presta su pluma para
que no se pierdan en el limbo de la desmemoria.
Soy en buena medida culpable de que por fin se
publiquen, pues en más de una ocasión animé al
autor a que lo hiciera, ya que me parecían buenos en
las lecturas que nos hacía de ellos, aderezadas con su
carácter histriónico, pues braceaba y gesticulaba como
un consumado actor, sobre todo, cuando nos narraba
la peripecia de ese precursor del mimo, “El Mudico”,
que en mi particular opinión es un cuento magistral
y con dignidad suficiente para constar en cualquier
antología de relatos del siglo XX. No me dejo llevar por
un desmedido afecto, que es notorio que lo tengo por
el autor, sino que mi afirmación responde a un juicio
sincero. Pocas veces se produce el milagro de resumir
en unas breves páginas todo el ambiente de una época,
como en este cuento de “El Mudico”, recreando una
historia escuchada y aportando los añadidos necesarios
para contextualizar con acierto el rastro aún caliente de
la pasada contienda civil.
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Nino Rippi
Desde Alba del Espartal, del que parten y al que vuelven
estos relatos en su recorrido de ida y vuelta, nos llega
una galería de personajes populares que van elaborando
la memoria colectiva, dejando constancia de un tiempo
y unas formas de vida que han ido desapareciendo de
nuestros pueblos, rescatando del olvido aquello que
seguramente terminaría perdiéndose con la generación de
la posguerra sin el relato de la intrahistoria que sucede en
los márgenes de los grandes acontecimientos.
Considero, por tanto, que buena parte de estos cuen­
tos contribuyen a elaborar el discurso completo de su
generación, que pudiera quedar en un segundo plano,
velado por los acontecimientos políticos de primer orden que
les tocó vivir; como fue la transición democrática de finales
de los años setenta en España. Su recorrido temporal se
extiende, desde el recuerdo difuso de una guerra civil oída
contar (con el sonido de los “pacos” como telón de fondo),
hasta la trabajosa reconstrucción de la convivencia y la
normalización democrática. Todo ello, sin una mención
expresa, va fluyendo a través de las historias que se nos
van contando, ascendiendo y avanzando, retrocediendo
para enhebrar algún cabo dejado suelto, hasta completar
un abigarrado colage de paisajes y paisanaje.
Describe minuciosamente, recreando los detalles, y
como si temiera dejar algo en el olvido nos hace un retrato
siempre preciso de sus personajes, que no se limita a
darnos cuenta de sus rasgos físicos, sino a explicarnos
el porqué de los mismos, bien sea por herencia familiar
o accidente. Igual con los oficios ya desaparecidos,
dejando constancia de las herramientas y enseres para
su desempeño. No hay que pasar por alto su vigorosa
admiración por el sexo opuesto, que nos manifiesta a
cada paso, encontrando siempre ocasión para descubrir
y cantar las excelencias de la belleza femenina en todo su
esplendor, de la que es un enamorado constante y sincero.
A su culto dedica lo más encendido de su prosa, desde los
balbuceos de la adolescencia, hasta la sosegada madurez.
Solo me resta explicar el extraño título que doy a este
prólogo, que he creído oportuno rescatar de un lapsus de
última hora del autor y del que quiero dejar constancia,
porque, aunque Jesús Cano siempre tuvo la pulsión de
contar sucesos y anécdotas, fue a raíz de una lesión que
le mantuvo postrado una larga temporada cuando se
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historias disparatadas
lanzó a escribir buena parte de estos relatos. Después,
ya no le fue posible dejar de hacerlo, pues el duende de
la literatura acabó por enredarse en sus sueños. Así, los
amigos, terminamos por titular sus escritos de esa época
como “Los cuentos del tullido”, que él nos presenta ahora
bajo el de estas “Historias disparatadas”.
Francisco Pérez Baldó
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INVIERNO
EL MUDICO
La abuela Pura tenía el pelo blanquísimo, recogido en
una larga trenza que se enrollaba detrás en forma de moño.
Mientras la peinaba Soledad de Pedro Martí, nos contaba
cuentos. De los suyos:
-El «paco» sonó antes de que cantara el gallo, cortando
con su seco sonido la fría mañana de invierno antes de
perderse descompuesto en cien ecos por las retorcidas
callejuelas que remontan hasta la no muy lejana sierra de
la Solana. Después, un profundo silencio precedió al ruido
de unos pasos exaltados, de correrías calle abajo y a la
noticia dada a gritos desesperados: ¡han matado a Gabino,
han matado a Gabino!
-¿Qué es un paco, abuela?
Y la abuela le dice -intentándoselo explicar con un
«paco» seco y sordo, de su boca desdentada- que es el
disparo de fusil (o el fusil mismo, no se acuerda) de los
francotiradores rojos.
¡Anda la osa!, piensa el niño para sí mientras los ojos se
le vuelven como platos... ¿Cómo pueden ser franco-tiradores
y rojos a la vez? Ahora sí que estoy hecho un lío con esto de
la guerra. Y para intentar salir de él, pregunta:
-¿Gabino era bueno o malo, abuela?
Tras una breve pausa en la que la abuela parece
trasladarse a otro mundo, a otro tiempo, y que al niño le
parece una eternidad dada su natural impaciencia, ésta
contesta:
-Buenísimo, hijo, una persona muy buena.
¡Ah, menos mal!, piensa de nuevo el niño, esto último me
saca algo del lío: si Gabino era de los buenos, el del disparo
sería de los malos. Ya no cabía duda; estaban finalmente
clasificados y ello le conformaba tremendamente. Aunque
no le reconfortaba en absoluto; más bien le perturbaba la
idea de la confrontación entre vecinos, amigos, incluso
hermanos, como había sabido al preguntarse por tantos
lutos.
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Nino Rippi
Los cuentos de invierno de la abuela Pura eran siempre
sobre aquella guerra, a lo que se ve muy mala, que asoló el
país en otro tiempo de Norte a Sur y de Este a Oeste. Sobre
aquella o aquellas, todas confundidas en la imaginación
del niño, con un amasijo de requetés, carlistas, falangistas,
nacionales, internacionales, gabachos franceses, y moros
que bajaban desde el Castillo, allá en lo alto de la Peña
Negra, hasta el río por su túnel secreto que nunca nadie
conoció hasta que lo descubrió -y cegó, para que siguiera
oculto- su descubridor Paco Lorenzo. No importaba
ni mucho ni poco de qué guerra se tratase, al niño le
sobrecogían a la vez que entusiasmaban esos cuentos
(posiblemente sucedidos). Bueno, en realidad le gustaban
todos los cuentos, cada cual en su especialidad.
Tenía esa suerte, pensaba. Su madre era especialista
en cuentos de miedo y aterrorizaba fácilmente a sus
pequeños oyentes, todos los niños de la calle reunidos al
fresco de la noche de verano o al calor del hogar en invierno
mientras se cocían unas patatas al fuego. La especialidad
de su abuela materna eran los sucesos de guerra, más
o menos desfigurados por su fantasía. O, posiblemente,
porque ya empezara a flaquearle la memoria de tanto que,
según decía, había sufrido. La memoria se pierde -al niño
no le cabía la menor duda- al tiempo que el pelo se vuelve
cada vez más blanco de sufrir; y él ya había conocido a su
abuela con el pelo blanquísimo.
A Gabino lo mataron aquella fría mañana cuando se
encontraba escondido en la buhardilla sobre su tejado.
Llevaba allí algunos días, al parecer, y nadie salvo su
familia conocía el escondite. Debió de ser traicionado, dicen
que por un mozo que tenía en la tahona, y el francotirador
no tuvo sino que disparar al hueco de la buhardilla, sin
apuntar siquiera, para que el cuerpo muerto rodara por el
tejado hasta caer allí mismo frente a la puerta de la casa,
al pie de la escalinata de mármol con farolas a ambos lados
sobre las balaustradas: el «paco» le había dado en todo el
pecho y éste aparecía destrozado y bañado en sangre por
entre la desgarrada camisa.
-Ni aquel año, ni ningún año de la guerra, pudo El
Mudico pasar el alambre -dijo la abuela.
El Mudico, que era un parlanchín de aquí te espero,
pero que haciendo sus gracias se estaba más callado
que un muerto, utilizando solo la mímica para darse a
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historias disparatadas
entender -de ahí su apodo- gustaba de «pasar el alambre»
llegando la Navidad, para diversión propia y de todos
cuantos admiraban sus proezas. Su cara enharinada en
razón de su oficio, de la que emergían una boca de gruesos
labios y unos ojos saltones acentuaba su imagen de mimo.
Acompañado de su cuñado El Píquele (llamado así porque
andaba a tropezones) corrían la Calle Mayor arriba y abajo
anunciando para las nueve en punto de la noche el gran
acontecimiento de aquellas Navidades (un acontecimiento
que se repetía año tras año con una puntualidad
exasperante, por otra parte). El Píquele tocaba el tambor y
con sus redobles ponía la nota de emoción en el momento
cumbre. Llegados a la altura de la gran casona de Gabino,
y la no menos importante de la Concha Parra, enfrente,
con su escudo señorial y todo, se detenían y preparaban
con minuciosidad la cuerda (que como pobres, el alambre
tensor era sustituido por una cuerda de esparto no muy
gruesa por cierto) para disponerse a atarla con cuidado
de los fuertes y robustos balaustres de los balcones
señoriales. Eran unos balcones muy respetables en su
tamaño y fortaleza, muy del gusto del acróbata en pro de
su seguridad. La cuerda anudada con pericia de ambos
extremos se extendía desde los balcones como una raya
bien derecha, bien tiesa. Los redobles de El Píquele
se hacían más consistentes anunciando el momento
culminante: ¡vean señores vean, El Mudico va a pasar el
alambre! Y El Mudico, tan callado como su apodo indica,
se remanga la chaqueta, se coge los pantalones, se coloca
con difícil equilibrio en un extremo de la cuerda extendida
sobre la calzada, abre los brazos en cruz para guardar
mejor el equilibrio, se tambalea, parece que va a caer,
pero no, se supera y bien apoyado sobre su frágil base,
comienza a cruzar con pasos cuidados un pie delante del
otro, mientras continúan los redobles de tambor y la gente
juega a sentirse emocionada y sobrecogida por tan difícil
misión: ¿conseguirá nuestro protagonista cruzar la calle
sobre la cuerda estas Navidades?
Paso a paso, titubeando aquí, recuperándose allá, un
descanso merecido, continuando con los brazos en cruz
y un ligero balanceo de lado a lado, casi de puntillas, El
Mudico se encuentra en mitad de la calle, el punto más
difícil. Se detiene un instante de duda que parece una
eternidad. Pasado el mismo, acelera el paso, la parte más
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fácil del ejercicio, y logra llegar, ¡por fin!, sano y salvo al
otro extremo de la cuerda pendiente del balcón de Gabino
a los pies de su escalinata de mármol con farolas a ambos
lados sobre sus balaustradas; donde, al llegar todo
sudoroso, éste se sienta a descansar abanicándose con
su mano y resoplando por el esfuerzo como diciendo ¡de
la que me he librado, paisanos! El público prorrumpe en
espontáneos aplausos y vítores entre risas, todos divertidos
por la pantomima con que El Mudico acaba de felicitarles
las Pascuas de Navidad como cada año. Porque la cuerda
atada en sus extremos a los balcones enfrentados ¡no está
tensa sobre sus cabezas sino que arrastra toda su larga y
seca anatomía sobre el empedrado de la calle!
-¡Qué gracia la de este Mudico! ¡Qué buenas personas
estos dos cuñados! -subraya la abuela con nostálgica
melancolía.
Para carnaval aproximadamente, ofrecerían a sus
vecinos otra de sus sabrosas parodias, ésta más aún si
cabe, pues se trataba de invitarles a gachasmigas a todos
los que quisieran acudir a la Plaza de la Iglesia desafiando
el frío de la noche, alentados por el aroma que las gachas
ya empezaban a exhalar dorándose como estarían en
la gran sartén con rabo que El Píquele le mantenía con
fuerza, allí colocada al fuego sobre sus hierros o trébedes.
Las gachasmigas (no confundir con las migas de pastor)
se hacen con harina en flor, amasada y frita a un tiempo
en aceite de oliva bien caliente hasta convertir la masa en
finas migas, mucho más suaves y sedosas, más sabrosas
-por tomar más el gusto de los tropezones- que las de pan
hecho y seco. Como tropezones pueden colocarse unos
trozos de magro de cerdo pero también caben sardinas en
salazón, sofrito todo de antemano junto a la imprescindible
ñora: pueden ser viudas, sin tropezones, pero sin ñora
frita y picada no saben a lo mismo, es bien sabido.
Ni que decir tiene que semejante manjar -tan suculento
como sencillo y sobrio- era del gusto de la vecindad
y más en tiempos de penuria, de modo que todo el
pueblo, estando en carnaval por otra parte y por lo tanto
dispuestos a la fiesta y la ingenua trasgresión, se acercaba
hasta el centro geométrico de la plaza donde los cuñados
habían preparado la gran fogata para cocinar la gran
sartenada (lo menos para dos docenas de raciones) que
pudiera contentar a tantos y tan ávidos comensales. Allí
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historias disparatadas
se encontraba El Mudico, sentado en cuclillas sobre sus
talones, dale que te pego con la rasera; ahora la mete, da
vueltas dificultosas por el peso de la masa, ahora la saca,
se pasa el puño izquierdo por la sudorosa frente y le dice
a El Píquele -siempre por señas- que aguante bien, coño,
que le va a volcar la gran sartén. Las gachas cuesta mucho
«soltarlas» para que se haga la miga que ha de resultar
dorada pero suave, y el esfuerzo de un gachero solo lo
conocen aquellos que han probado a hacerlas en las
matanzas del cerdo, por San Antón, donde para muchos
menos que los que hoy se han dado cita en la plaza hasta
llenarla, es necesario turnarse en la movida, vaso va, vaso
viene, para refrescar algo las gargantas resecas por el
esfuerzo y el calor de la lumbre.
El vino lo ponen otros, ¡faltaría más! Y allí está
siempre un amable vecino al quite ofreciéndole de la bota
o el porrón tanto al gachero como a su ayudante, que
mantener el largo rabo de la sartén sin que esta vuelque
ante los meneos que le da el cocinero es también un gran
esfuerzo, ¡todo un arte!
Los improvisados y entusiastas cocineros se detienen
un instante para secarse el sudor y refrescar el gaznate
con el fresco y recio vino tinto de la tierra. Un instante
tan solo, no sea que se peguen las gachas al fondo. Luego
continúan su esforzada tarea; ¡ya queda menos!
Mientras, el público va acudiendo a la convocatoria,
todos deseosos de llegar hasta la primera fila para ver a El
Mudico cocinar tan famosas gachas, todos empujándose y
alargando los cuellos por encima de las cabezas. Los niños
subidos en las rejas de las ventanas, allí enracimados,
pueden contemplar divertidamente la escena como si
estuvieran en platea aunque estén en gallinero.
Cuando el vino ofrecido por los comprensivos vecinos ya
va haciendo tambalear sobre la sartén a los embriagados
cocineros las gachas ya han de estar para servir.
Gachasmigas, hechas de buena y blanca harina de
trigo en puro aceite de oliva y con sardinas y ñora fritas
aderezándolas...
Solo que las de El Mudico, señores, una vez más parodia
inspirada de tan sublime artista popular y espontáneo,
¡no tienen harina ni aceite ni nada, solo la sartén vacía
sobre los hierros y unos leños huérfanos de lumbre! Es la
imaginación de este artista humilde y popular, otra vez, la
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Nino Rippi
que, divirtiendo, ha alimentado a sus paisanos con todo el
cariño del mundo.
-Pero eso era antes de la guerra, antes de la muerte
de Gabino, de El Mudico y tantos otros... Luego vino la
guerra y lo cambió todo. Ahora ya nada es lo mismo -dijo
la abuela.
Soledad acabó de peinarla.
Blanca, invierno de 1989
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EL MÚSICO ALPARGATERO
En los años veinte del pasado siglo, vivió en un pueblecito
serrano y lleno de esparto, un músico prodigioso, un
hombrecillo humilde y bondadoso, conocido por Manolo el
alpargatero.
«El Manolo» se llamaba Pepe. Le apodaban «El Manolo»
porque era hijo de «La Manola».
-Y vaya usted a saber si ése era nombre o apodo de su
madre, que Dios la tenga en la gloria -dijo Uno, del grupo.
-A los dos, que «El Manolo» ya va para unos años que
murió -apostilló Otro, y se santiguó.
-Parece que lo estoy viendo tocando el trombón de
tres llaves en la banda municipal, las gafas de montura
metálica sobre la nariz, el pelo entrecano tieso como si
estuviera asustado, atento a las indicaciones del director
que le tocara en suerte, pues él era de los clásicos y había
visto pasar a tres, lo menos -terció Tercero.
Era alpargatero, un buen alpargatero que aprendió
su oficio con Ulises, el decano por entonces -porque
posiblemente antes hubiera otro que ya estaría muertode toda una saga de alpargateros: Ulises, Elpidio, los
hijos de éste, Rafael, Paco y el «Rojo» (que tendría nombre,
seguro, pero que destacaba más por el color de su pelo),
Fernandino del «Foral», etc. Lo de la música, como todos
los de la banda, era por afición. Si tocaba bien o mal no
lo recuerdan ya, porque a ellos, de niños, la banda les
gustaba mucho, era la única música que escuchaban
los domingos a la salida de misa de doce y los días de
fiesta; para ellos era la filarmónica. Y cuando «El Manolo»
tocaba los solos de trombón del divino Wagner un silencio
sepulcral se hacía en la plaza hasta que, emocionado,
el público prorrumpía en aplausos. El director había de
acallar para no interrumpir la partitura con un ¡chisss!
tan sonoro como cualquiera de las palmas.
Y aquellos pasacalles tan animados... O las dianas,
que les despertaban (y les despiertan aún) a las siete de
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la mañana para que empieces pronto la fiesta, como si les
faltara tiempo, teniendo todo el día por delante.
-Pues a mí me gustaba despertarme con la música.
Tengo la melodía de esa diana, parece que compuesta por
el maestro Yuste, inspirada en composiciones de su buen
amigo Mascagni, metida en los oídos. Lo que me molesta
y siempre me molestó era el estruendo de los truenos -dijo
Tercero, adelantándose esta vez al resto del grupo.
-¿Te daban miedo los cohetes? -le preguntó Otro.
-No, pero me resultaban muy desagradables a esas
horas de la mañana.
-De la madrugada, querrás decir, que a esa hora aún
no habían puesto las calles, como solía decirse -acotó muy
adecuadamente Uno.
-Sí, las iban poniendo delante de la banda... ja, ja -dijo
Otro, riendo la disparatada comparación.
Como eran de tierra apisonada y piedras, las asentaban
con un riego mañanero a cargo del Caimán y del Foral, y como
éstos iban más despacio, lógicamente, les pillaban siempre
los de la banda a paso de marcha, con la manguera entre
las manos. Al Caimán le decían así por su forma de moverse
cuerpo a tierra empedrando las calles. Y a Fernandino el
Foral porque debía tener algún cargo relacionado con los
Fueros; ya ven qué alias más importante para un hombre
tan humilde de físico y condición. Pues, de sus tres oficios
«forales», uno era de basurero, otro de regador de calles, y
el tercero como ayudante del sepulturero.
-¡Vaya con «El Manolo» y aquellos viejos músicos...! ¿Y
el sifonero? era otro trombón. Sócrates el sifonero era un
intelectual de izquierdas que, además de hacer sifones y
gaseosas que él mismo repartía por las casas, las tiendas y
las tabernas, sabía música y escribía poesía social en sus
ratos libres.
-O Julián, que tocaba la tuba, a la que llamábamos el
pito gordo. ¡Qué gracia nos hacía un tío tan flaco con un
instrumento tan grande! (el de la música, se entiende...).
-¡Vaya usted a saber...! -dijo Encarnación del Pópulo
que pasaba por allí, cimbreándose desde sus zapatos de
plataforma con su cobriza cabellera al viento, y siempre
que pasaba por un corro se metía en la conversación
aunque no fuera con ella.
Aunque ésta, oída de pasada, tal vez sí le fuera:
Encarnación del Pópulo era a la sazón viuda, y pasaba de
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historias disparatadas
allí para acá haciendo trabajos a domicilio. Se había casado
durante la guerra con un italiano de la internacional, que
los hubo, aunque menos que los enviados por Mussolini.
Y no se sabe si por ello llevaba ese apellido o porque, como
ella decía, era del pueblo y para el pueblo (pópolo, para su
difunto marido).
-Parece que aquella banda sonaba mejor entonces
que la de ahora, tan desafinada. Los músicos, todos
aficionados, que apenas si sabrían escribir su nombre por
no firmar los papeles con el dedo, aprendían solfeo de oído,
y su gran afición les llevó a ser una de las bandas más
laureadas de la región. Cuando se les ve en aquellas fotos
amarilleadas por los años en formaciones tan informales,
uniformes manidos y descompuestos, alpargatas en los
pies, por supuesto, y con sus instrumentos vetustos,
cuesta creer que sonaran tan bien. ¡Si parecían la banda
de los sin bata!
-¡Claro! Pero si son los mismos instrumentos desde
más de cien años; pasando de mano en mano y de boca en
boca, ¡y qué manos, algunas!
-¡Y qué bocas, otras!
-Manos de trabajador, de cavador o recogedor de
esparto, casi todos.
-¿Y las bocas? Bocas de hambre, seguramente.
-No precisamente, aunque también. Desde luego,
bocas muy descuidadas, como las de cualquier obrero de
entonces.
-¿Te has fijado en que todos los alpargateros, y no
solo «El Manolo», tenían un gesto peculiar, un rictus muy
especial en su boca?
Se habían quedado con el gesto congelado, como si
les hubiera dado un aire, el labio superior retorcido y
entreabierto dejando asomar una dentadura amarilla y
abandonada, con la que apretaban las hebras a añadir
derramándoseles por la comisura; parecía justo un gesto
de asco. Y seguramente lo tenían de aspirar el polvo del
cáñamo con el que fabricaban las suelas de las alpargatas.
Un poco de eso y de la fuerza en meter la almarada, porque
se les veía sobre sus bancos, allí colocados en batería frente
a sus casas en la calle gremial, inclinados sobre la suela,
moldeándola con la mano izquierda mientras metían y
sacaban la aguja con la derecha, el hilo enhebrado en su
punta, para irla cosiendo y formateándola a un tiempo.
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Nino Rippi
Se necesitaba fuerza y maña para ese oficio. Posiblemente
uno de los más duros. Así que desapareció pronto. Ya nadie
está dispuesto a tal sacrificio. Bueno, y por la aparición de
los zapatos, que ahora todo el mundo lleva zapatos en el
pueblo. ¿Cómo podría distinguirse ahora al señorito del
obrero? Porque, en aquellos tiempos, los zapatos eran
el signo externo más diferenciador: al tipo que les venía
pegando la hebra desde la capital, con zapatos -según
se cuenta-, se le miraba con la lógica desconfianza del
que ofrece desde fuera del grupo sin conocer a fondo las
necesidades y las miserias de la clase baja.
-Y gafas, casi todos usaban lentes. Posiblemente las
gafas sí las llevarían a causa de su oficio, como su gesto
-dijo Uno.
-¡Pues es verdad! Y, además, todas iguales, de aquellas
redondas y pequeñas, con montura acerada, más de una
sin alguna de las patillas. A lo Lennon, diríamos ahora
-precisó Otro-. Les daba un aire tan intelectual…
-Se las vendería el mismo charlatán. Pasaba de vez en
cuando por el pueblo anunciando «lentes para la viiista
cansaaada». Y les iba probando unas gafas tras otra a los
pobres viejos hasta que decían ver mejor; no bien, pero
algo mejor que sin ellas. Así hasta que se rompieran.
Incluso rotas, eran gafas para toda la vida -apuntó el
Tercero.
-Es que de tanto enhebrar la almarada la vista sufriría
mucho -continuó diciendo Uno.
-Y que, por lo que pagaban por un par de suelas,
trabajaban hasta que el sol no alumbraba más e incluso
a la luz del carburo y hasta de un vetusto candil de
aceite. ¿Cómo no iban a estar todos cegatos perdidos? -se
preguntaba preocupado por la suerte de aquellos forzados
de la almarada, Otro.
-Pues menos mal que todos tenían una buena nariz
-terció de nuevo Tercero, con esta pincelada, digamos,
anatómico-fisiológica. Y continuó:
-Sería para mantenerse las lentes sobre la punta,
en un equilibrio inestable que resultaba el más estable
de los equilibrios: se cae, no se cae. Como en el clásico
y siempre apócrifo «chiste de Jaimito», cuando le dice
a aquel tan chato que apenas tenía nariz y que perdió
las orejas en un accidente: «Santa Lucía te conserve la
vista…». Y éste le pregunta: Jaimito ¿por qué me dices eso
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historias disparatadas
si yo veo muy bien? Y Jaimito, con su ingenio y frescura
habituales, le responde: «Por eso mismo te lo digo, porque
como necesites gafas, te las vas a tener que colgar de la
punta del capullo».
-Sí, sería para apoyar las lentes. La función engendra
el órgano, ¡ja, ja! -rieron los tres la gracia del cuento de
Jaimito, que les pareció muy bien traído.
-Bueno, es que era una gran nariz judía. Decían que
todos eran descendientes de judíos, y que los apellidos
menestrales son propios de ellos: Zapatero, Hornero,
Herrero, etc. -continuó su explicación Tercero.
-Vaya usted a saber, tan mezcladas estuvieron siempre
las tres comunidades conviviendo pacíficamente. En
nuestra zona lo mismo había más moros que judíos y yo creo
que siempre se confundieron a los ojos de los cristianos. De
los cristianos de fuera quiero decir, de los reinos enemigos,
no tanto de aquellos nuevos cristianizados procedentes
de esas otras religiones, ¡a la fuerza ahorcan! -dijo, algo
sentencioso, Uno.
En el lugar, todas las toponimias recuerdan su pasado
moro: Builá, Al Darrax, Las Cábilas, Ab-de-Arán... Y allí
está el Castillo para testimoniarlo.
Erigido encima de una escarpada e intrincada peña
negra que se derrama sobre el río que baña su base
retorciéndose en una curva de su meandro, es el vigía de
los siglos. Fortaleza del siglo XII, en adobe y argamasa, solo
quedan como restos testimoniales unos trozos de muralla
franqueada por dos torres de planta cuadrada desde donde
se asoma al río, a sus pies; y a lo largo del mismo, aguas
arriba, podía vigilar el largo valle hasta la población vecina
a unas nueve leguas en línea recta con su respectiva
fortaleza. Dicen que formaban un entramado de torres
y castillos a través de los cuales se podían comunicar
mediante señales luminosas, haciendo del feraz Valle de
Ricote un país infranqueable. Así sería, pues los moriscos
permanecerían allí mucho después de la expulsión oficial
católica, hasta bien entrado el siglo XVIII, parapetados bajo
su nueva condición de cristianizados. Se convertían para
mantener sus tierras, para que no les desterraran, y ni aun
así. Los ojos de las muchachas les delataban: mujer mora
de tez morena, ojos negros o esmeralda, talle cimbreante
y pelo de seda negra, tan largo, tan largo, que llega hasta
sus anchas caderas, hechas seguramente para el apoyo
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Nino Rippi
del cántaro de agua, cuando del río vienen o cuando al río
van; cuando se mueven son como los juncos de la orilla,
mecidos por la brisa.
Es tan escarpado el lugar que difícilmente se puede
comunicar el pueblo con su vecino, antes pequeña aldea, a
tan solo cuatro kilómetros. A no ser por sendas de herradura
que, por las empinadas cimas, bordea los macizos de negra
roca por las partes blandas -de arcillas laguenosas- que a
modo de argamasa aglutinan estas impresionantes peñas
negras que otrora dieron nombre a la población: Negra.
En esa escarpada y pelada sierra no crece otra cosa que
el esparto, un amplio espartal, que en otro tiempo fuera
base de una riqueza tan trabajada como efímera (¡si le
hubieran hecho caso a Joni cuando, al volver de Francia
de hacer la vendimia, instó a su Excelencia para que
plantara toda la sierra de tapeneras!). El extenso espartal
se abre desde este cerrado valle hasta el delta del río, en la
costa, donde se ensancha y se derrama, constituyendo el
cartaginense Campus Espartario en forma de V. Que así,
es como un gran monte venusino -sí que de hirsuta crin y
no de sedoso vello- y Alba el coño, oscuro y húmedo. Por
eso su ínclito cronista decía que el pueblo tiene nombre de
mujer.
En cuanto a los apellidos, como dicen expertos especialistas, que los menestrales fuesen judíos no parece
tener mucho fundamento. Aunque sí, durante los siete
siglos de reinos moros en la península, parece que dichos
oficios recaían en personas de esa religión, a ambos lados
de La Raya.
-Luego llegó a la villa, Albudeite -que tampoco se
llamaba así-, otro alpargatero más que añadir al numeroso
gremio, y que jugaba al fútbol con el equipo de su pueblo,
de ahí el apodo. Vino a jugar contra el nuestro, vio a la
hija del Chic, que hay que ver lo buena que estaba, tú, y
se quedó aquí para siempre. Como buen hijo de su pueblo
era especialista en ese metisaca habilidoso y contundente:
engendró tres hermosas hijas, canela pura.
-¿Te acuerdas cuando venían a jugar de otros pueblos?
Nos decían a los críos que traían la almarada escondida
bajo el equipo a guisa de faca. Entonces, para defender
a nuestro equipo nos subíamos en lo alto de las lomas
que rodeaban el campo como un natural graderío y nos
liábamos a pedrada limpia contra ellos -rememora Uno.
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historias disparatadas
-Sí, recuerdo, no sé si con nostalgia o con tristeza,
lo brutos que éramos, lo brutos que nos hacían ser. Y
tú, no utilices más esas expresiones para los riscos del
Corralopo. Lo nuestro nunca fue estadio sino era, y las
lomas circundantes no tribunas, ni siquiera duras gradas,
sino pedruscos llenos de alacranes. Ya, ni lobos había -le
corrige Otro, sin ánimo de ofender, solo con la intención
de dejarlo claro.
-¡Cualquiera levantaba una piedra para sentarse y que
te saliera un alacrán y te picara! Alacranes sí que había
sí. Propio de los espartales. Como en todas las sierras que
rodean Alba, había mucho esparto por allí; por algo la
conocen por Alba del Espartal -asevera Tercero.
-Era natural que en estos lugares se viviera, desde
siempre, de la industria del esparto hasta terminar en
las cuerdas, esteras o suelas para el calzado nacional
por antonomasia. Por eso en estos sitios había tantos
alpargateros. Buenos alpargateros. Como «El Manolo»
-dice Uno, nostálgico.
-No sé si hacía los mejores alpargates, pero sí era el
mejor trombón que yo he oído en mucho tiempo. ¡Qué
felices nos hacía escucharle! Él nos enseñó a amar la
música. ¡Ah, «El Manolo»! -exclama Tercero sin dejar que
Otro meta baza.
***
«El Manolo» se llamaba Pepe, le llamaban «Manolo»
porque era hijo de la «Manola». (Y porque en Alba no se
escapa ni Dios sin mote).
Blanca, invierno de 1989
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MATER DOLOROSA
Llamé a la puerta con tres golpes de la mano de bronce
dorado que el primo Casto mantenía tan limpia y brillante, y
tras un breve intervalo de silencio al otro lado, volví a llamar
sin que, de nuevo, obtuviera respuesta alguna. En la calle,
el sol en su cenit quemaba las cabezas y, reverberando
sobre el viejo adoquinado, parecía sacar fuego del suelo,
distorsionando las imágenes callejeras como reflejadas en
un espejo roto en mil añicos. Dentro, el silencio; un frescor
como de aljibe. En este ambiente sombrío, los objetos
adquirían formas caprichosas, matizando sus contornos
al fundirse contra las paredes y muebles dispuestos con
exquisito orden, por el primo Casto, encargado general de
tal Sancta-Sanctorum; las paredes llenas de cuadros de
todas las épocas del pintor de la familia.
Me disponía a visitar a tía Pura en uno de mis ya cada
vez menos frecuentes viajes al pueblo natal. Una visita
obligada, por el compromiso adquirido tácitamente con
los primos. La madre para ellos era sagrada, y cualquier
indiferencia por mi parte hubiera sido interpretada como
un sacrilegio.
La madre ocupaba el lugar privilegiado de esa casamuseo / sancta-sanctorum. Allí, junto al hogar al fondo de
la estancia entrando a la izquierda, vuelta de espaldas al
mismo en verano. Junto a un gran ramo de gladíolos sobre
jarrón de brillante cobre, que ¡cómo no! el primo Casto
disponía a diario, entre otros muchos jarrones de flores
dispuestos por toda la casa, añadiendo al ya confortable
espacio, en la fresca penumbra, el olor mezclado de todas
las flores posibles: rosas, claveles, jazmines, gladíolos,
margaritas... Añadiendo, en suma, una sensualidad letal.
Allí, de espaldas al hogar y entre las flores, la madre
dispuesta en su sillón-trono, mira a quien entra desde
su sonrisa eterna, mitad triste mitad solícita; triste por
toda la vida vivida, o por la no vivida, desde que murió, el
tío Moreno, padre de los tres primos altos y morenos de
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