LA ISLA DEL DINERO DE PIEDRA Milton Friedman Entre 1899 y 1919 las Islas Carolinas de la Micronesia fueron una colonia alemana. La más occidental del archipiélago es la isla de Uap, o Yap, cuya población en la época oscilaba entre cinco mil y seis mil habitantes. nuevo dueño de éstos se contenta con la mera declaración formal de cesión y, sin molestarse siquiera en marcar las monedas, éstas quedan en el recinto de su antiguo propietario. En 1903, un antropólogo norteamericano llamado William Henry Furness III pasó varios meses en la isla y escribió un libro fascinante sobre los hábitos y costumbres de sus pobladores. En particular, le impresionó el sistema monetario de los isleños, y por eso dio a su libro el mismo título que yo he dado a este capítulo, “La isla del dinero de piedra” (1910). “Como no hay yacimientos de metales en la isla, tuvieron que recurrir a la piedra; esa piedra, debidamente labrada y conformada, viene a ser allí una representación tan auténtica del trabajo humano como el dinero de pueblos civilizados hecho de metal, extraído de las minas y acuñado. “A su medio de cambio le llaman fei, y consiste en unas ruedas de piedra grandes, gruesas y macizas, que van de un diámetro de 30 centímetros a 3,60 metros, en cuyo centro hay un agujero, de distinto tamaño según el diámetro de la rueda, que permite la inserción de un palo lo suficientemente largo y grueso como para soportar el peso de aquélla y facilitar su transporte. Estas ”monedas” de piedra se hacen de una caliza que se encuentra en otra isla, a unas cuatrocientas millas de distancia, que es donde están las canteras; una vez labradas, se transportaban a Uap en las canoas y las balsas de algunos osados navegantes nativos. “Una característica notable de este dinero de piedra es que éste no tiene por qué hallarse necesariamente en poder de su propietario. Cando se realiza una operación cuyo precio implicaría tener que mover una cantidad excesiva de fei, el “Un amigo mío, Fatumak, me aseguró que en la aldea vecina residía una familia cuya riqueza indiscutible -admitida por todos- no había sido vista ni tocada por nadie, ni siquiera por la familia en cuestión. Consistía en un fei enorme, cuyo tamaño se sabía sólo por tradición, ¡ya que, durante las dos o tres generaciones últimas, había permanecido sepultado en el fondo del mar! Hacía muchos años que uno de los antepasados, durante una expedición en busca de fei, había dado con esa piedra de notable tamaño y de valor incalculable. La embarcaron en una balsa para remolcarla hasta la isla, pero entonces se declaró una fuerte tormenta y los expedicionarios, para salvar la vida, se vieron obligados a cortar amarras y la piedra se hundió, desapareciendo para siempre. Cuando llegaron a la aldea, todos atestiguaron que el fei era de proporciones magnificas y de calidad extraordinaria, y que no se podía culpar al propietario por haberlo perdido. En consecuencia, todos admitieron de buena fe que el mero accidente del naufragio carecía de importancia, y que unos cientos de pies de profundidad no perjudicaban al valor de la pieza, que ya había sido tallada en la forma tradicional. Y así, el poder adquisitivo de esa piedra sigue aceptándose como válido, a igual título que si aquella permaneciese a la vista de todos, apoyada contra la pared de la casa de su dueño. “En Uap no hay vehículos de ruedas ni, por tanto, caminos para carros, pero siempre han existido vías de comunicación claramente delineadas entre los diferentes poblados. Cuando el gobierno alemán asumió la soberanía sobre las islas Carolinas, compradas a España en 1898, muchos de estos senderos o vías se hallaban en muy malas condiciones. Los jefes de distrito recibieron notificación de que debían repararlos y restaurar su funcionamiento normal. Aquellos bloques de coral apenas desbastados eran desde luego su suficientemente buenos para los pies de los nativos, de modo que, pese a reiterárseles varias veces la orden, ésta siguió sin cumplirse. Por último se decidió imponer a los jefes una multa por desobediencia, pero ¿de qué manera se cobraría esa multa? Alguien tuvo la feliz ocurrencia de enviar un hombre a cada failu y a cada pabai de los distritos insumisos, donde se limitaba a marcar con una cruz de pintura negra cierto número de los fei más valiosos, demostrando así que éstos quedaban embargados por las autoridades. “La medida funcionó como por encanto; los nativos, así desposeídos de sus más preciados bienes, se pusieron a reparar los caminos de punta a punta de la isla, a tan buen efecto que han quedado como auténticas carreteras. Entonces las autoridades despacharon otra vez a sus agentes para que borrasen las cruces. Dicho y hecho, la multa quedó saldada, y los felices failus recobraron la posesión de su capital y su prístina riqueza (pp. 93, 96-100)". La reacción inicial de un lector normal y corriente se parecerá seguramente a la mía ”¡Qué absurdo! ¡Y cómo puede ser tan ilógica la gente!” Sin embargo, antes de ponernos a criticar con demasiada severidad a los ingenuos aborígenes de Yap, vale la pena contemplar un episodio sucedido en los Estados Unidos, que habría suscitado quizá la misma reacción de aquellos isleños. En 1932-33, el Banco de Francia, temeroso de que los Estados Unidos modificasen el patrón oro, prescindieron del cambio tradicional de 20,67 dólares la onza, solicitó al Banco de la Reserva Federal de Nueva York la conversión en oro de la mayor parte de los saldos en dólares que aquél mantenía en los Estados Unidos. Para evitar la necesidad de transportar el oro a través del océano, se pidió a la Reserva Federal que siguiera almacenando los lingotes por cuenta del Banco de Francia. Entonces los funcionarios de la Reserva Federal se dirigieron a sus cajas fuertes, colocaron en estanterías aparte la cantidad correcta de lingotes y pusieron en tales estanterías una etiqueta, o marca, recordando que su contenido era propiedad de los franceses. A todos los efectos prácticos pudieron marcarlos “con una cruz de pintura negra” como hicieron los alemanes con las piedras de Yap. Los periódicos financieros publicaron grandes titulares sobre “ la merma del oro”, el peligro que eso representaba para el sistema financiero estadounidense, y así sucesivamente. Las reservas estadounidenses de oro habían bajado y las francesas habían subido. Los mercados consideraron que el dólar estadounidense se había debilitado y que el franco francés se había fortalecido. La llamada “retirada del oro francés” fue uno de los factores que finalmente contribuyeron en el pánico bancario de 1933. ¿Existe realmente alguna diferencia entre la convicción de hallarse en una posición monetaria más débil, por parte de la Reserva Federal, debido a lo que dijesen las etiquetas de los estantes de sus sótanos, y la creencia de los isleños de Yap en el sentido de haberse empobrecido debido a unas marcas hechas en su dinero de piedra? ¿O entre la creencia de hallarse en una posición monetaria más fuerte, por parte del banco de Francia, sólo por causa de unas marcas hechas en un sótano situado a más de cinco mil kilómetros de distancia, y el que una familia Yap se creyese rica por tener una piedra debajo del agua a doscientos kilómetros? O, si a eso viene, ¿cuántos de nosotros tenemos la seguridad personal y directa de que existen la mayoría de las propiedades que consideramos como parte integrante de nuestra fortuna? Pues lo que tenemos son más probablemente asientos en una cuenta bancaria, activos certificados mediante unos trozos de papel llamados acciones, etcétera. Para los indígenas de Yap, la manifestación concreta de su riqueza eran aquellas piedras recogidas y labradas en una isla lejana y luego transportadas a la propia. Durante un siglo y más, el mundo civilizado consideró como manifestación concreta de su riqueza un metal recogido en el fondo de una mina, refinado mediante costosos procedimientos, transportado a grandes distancias y vuelto a enterrar en complicadas cajas fuertes subterráneas. ¿Es verdaderamente esta práctica más racional que la otra? Lo que ilustran estos dos ejemplos - y otros muchos que podríamos citar- es la importancia que las apariencias, o la ilusión, o el “mito”, la confianza sin cuestionamiento, revisten en los asuntos monetarios. Nuestro propio dinero, el que nos han enseñado a contar desde niños, y el sistema mediante el que se controla, nos parecen “reales” y “racionales”; en cambio, el dinero de otros países a menudo se nos presenta como un papel o un metal sin valor, aunque la capacidad adquisitiva de la unidad monetaria sea elevada.