La trama cultural: de oidores, visitadores y adelantados

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“Inversión cultural: Los nuevos escenarios”
Caracas, 29-30 de marzo de 2001
“La trama cultural: de oidores, visitadores y adelantados”
Saúl Sosnowski
University of Maryland, College Park
Los argumentos, que mediante alegatos razonados y cifras precisas
demuestran el aporte de las industrias culturales a la economía, han
sido sumamente eficaces e irrebatibles. Tanto es así que comienzo
estas consideraciones a partir del momento –inminente, espero— en
que la ley de mecenazgo ya ha sido promulgada y sancionada;
concientes ya que “la cultura factura”, que “la cultura da trabajo” y
genera confianza. Es decir, para apelar a la convocatoria de este
seminario, que “La cultura es inversión”. Se trata, después de todo,
de pensar el mecenazgo como herramienta ya que, desde la cultura,
lo que más nos debe interesar no es la desgravación impositiva sino
su utilización e impacto en un proceso que beneficiará a toda la
sociedad. Parto, pues, de una dimensión que exige que el Estado, el
sector privado, las organizaciones culturales y la ciudadanía como
tal, se hagan cargo del patrimonio colectivo de una nación sin
reducirlo a números y grafías. Pienso, asimismo, en la necesidad de
crear una cultura participativa y filantrópica para otorgarle una
coherencia mayor a estos compartidos esfuerzos. En todo momento,
tanto de prosperidad como de reajustes, promover y sustentar la
cultura ha sido motivo de alegatos financieros. Para cada instancia,
los promotores de la cultura han presentado –casi siempre
infructuosamente— un cuadro al que deberían supeditarse
pensamientos y medidas cortoplacistas; sin embargo, por lo general
han prevalecido los balances anuales por sobre proyecciones de
largo alcance --como siempre se debe pensar la cultura.
Preguntémonos, entonces, quiénes son responsables por las
dimensiones culturales de una nación junto al cómo se incentiva la
participación del sector privado ante la constante reducción del
aparato estatal.
Consideremos, asimismo, por qué en tantos
recortes presupuestarios son precisamente la cultura y la educación
–entre otros gastos sociales— víctima de quienes embargan el futuro
que pretenden garantizar pensando sólo en tiempo presente.
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Si bien los indicadores culturales pueden ser desglosados y
refinados aún más para que los defensores de la cultura no se
inhiban ante los ministros de hacienda y demuestren los aportes
económicos del sector a la economía nacional, también debemos
tener en cuenta que cultura incluye una parte intangible, no contable,
que nos abarca y hasta justifica. Me refiero a la fibra que nuclea a
las comunidades otorgándoles un sentido de pertenencia y cohesión
tanto material como simbólica. Además de superar los esquemas
que arbitrariamente declinan en diferentes escalas valorativas a la
alta cultura y a las expresiones populares, y de aceptar que toda
expresión debe ser percibida en contextos y tiempos puntuales,
corresponde subrayar las más amplias acepciones de ‘cultura’.
Cultura es lo que generalmente asociamos con museos y
galerías, con las artes plásticas, la música y la danza; es decir, con
una dimensión más contemplativa y receptiva, con escenarios,
distancias y, también, con ajenidades, con lo que proviene de otras
latitudes, otras épocas, versiones otras de la dimensión imaginaria.
Por eso mismo, cultura puede ser y es, asimismo, zona de
identidades, de apertura y reconocimiento de lo imaginario, área de
inclusión y de resistencia a impulsos homogeneizadores, de reflexión
y promoción de capacidades individuales y comunitarias. Lo cual es
otro modo de subrayar la cultura como conjunción de valores que,
junto a la sensible apreciación de los sentidos, incluye sociabilidad,
tolerancia, solidaridad, armonía de gentes, pueblos y medio
ambiente.
Estos términos quizá puedan llegar a incomodar a economistas
ortodoxos –particularmente en instituciones como el Banco Mundial y
aun el Banco Interamericano de Desarrollo— donde, a pesar de la
buena voluntad y el esfuerzo de sus presidentes, lo cultural aún no
ha hallado coeficientes equivalentes a otros registros sociales
impactados por el ejercicio de la balanza de pagos. La cultura no es
negocio de bancos, se dirá, excepto cuando se registra como
contables. La cultura es negocio de todos, habrá que responder,
porque la viabilidad de todo sistema y de toda nación se afianza
sobre su trama. La relación cultura-economía ampara la economía
de la cultura y la cultura como factor en los ámbitos de la justicia
social y la distribución de la riqueza, entendida también ésta en sus
acepciones material y simbólica.
No es fortuito el encuentro de lo social, lo político, lo económico
y lo cultural en el discurso de quienes articularon el pensamiento de
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las naciones americanas a comienzos del siglo XIX. En términos
audaces, propios de instancias fundacionales y revolucionarias, y por
ello posiblemente menos tolerantes de lo que exigen nuestros
tiempos, impusieron a los nuevos países el signo de sus propios
intereses en el marco de grandes ideales e incipientes identidades
nacionales. Hoy sabemos –hoy debemos comprender— que las
identidades no son señas inalterables sino, más bien, un proceso en
que fluctúan y se negocian sus múltiples componentes. Dicho de
otro modo, el pensamiento totalitario que exige la pureza étnica o, en
términos menos dramáticos, la preservación impoluta de ‘la identidad
nacional’, atenta contra una de las características de las culturas
latinoamericanas --definidas precisamente por la diversidad y lo
híbrido de sus manifestaciones. Por ello entendemos que no debe
existir –no existe— una contradicción entre lo local y lo global, entre
el culto a prácticas ancestrales y su difusión por internet.
Como ha sido el caso de otros contactos de pueblos y culturas,
a los que no se reconoció con el término ‘globalización’, aunque lo
hayan sido en la escala de sus respectivas geografías imperiales,
también en el recorte de las distancias se halla una amenaza a la
preservación de formas ‘puras’. Por ejemplo, se nota en la
asimilación de las artesanías, por un lado; en la ausencia de marcas
de identidad nacional en la narrativa de los más jóvenes, por otro.
Esto último puede responder, por cierto, a una actitud parricida –
como la señalada en otros momentos por movimientos de
vanguardia—, así como a la voluntad de verse integrados a fronteras
más generosas que las marcadas en zonas limítrofes.
El ya antaño jet set se ha deslizado hacia otras dimensiones:
las pistas del aeropuerto han sido superadas por el contacto
cibernético y la búsqueda de lo humano se da cita en comunidades
vituales. Sin embargo, en ese singular derivado de la informática, la
gratificación instantánea de las respuestas no deja de estar
mediatizada ni de subrayar las distancias: aún la más creativa de las
imágenes en pantalla no alcanza a sustituir las cálidas líneas de un
rostro. En la gimnasia del teclado se reproduce el riesgo al
confundir, una vez más, la función de las herramientas –sólo eso son
los ordenadores--, con las metas que éstas permiten alcanzar.
Esta confusión también se deja oír en la percepción acrítica de
la globalización cuando se la reduce fundamentalmente a la
macdonalización de la cultura, cuando sólo se la concibe como una
amenaza a valores nacionales o ancestrales, y se la utiliza como
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pancarta en el discurso demagógico. Si fuera necesario un ejemplo
para mostrar cómo la libre circulación de las ideas mediante una
tecnología avanzada promueve un acercamiento virtual, y real, en
torno a una problemática local, basta con observar el caso de
Chiapas. Al margen de las estrategias del EZLN, importa constatar
cómo se ha articulado la exigencia ante el Estado mexicano para que
reconozca y acepte las culturas diferenciadas, además de tomar
medidas contra la marginación y la pobreza. Y conviene recordar –
sin desmerecer la brecha digital— que en este caso es apelando a
uno de los instrumentos de la actual globalización que se responde a
lo impuesto por ese otro proceso iniciado hace más de 500 años,
empresa imperial que se había propuesto justamente la liquidación
de culturas que, entre otras medidas, hoy se proyectan al mundo
mediante actos de resistencia mediática.
Insisto en estos aspectos porque considero que las claves
están dadas en las inflexiones de culturas e identidades a través de
sus relaciones con medios y modos de conocimiento y con las
funciones del Estado y el sector privado. Cultura y conocimiento
constituyen la base de lo que somos; el punto de partida en la
relación con los otros. La cultura podrá ser un factor de conflicto en
relaciones inter e intranacionales pero, por lo general, el conflicto
estará supeditado a la política de gobierno. En un estado de
derecho, cultura y ciudadanía establecen el entramado necesario
para desarrollar los valores democráticos y para fortalecer sus
instituciones. En tales condiciones, la cultura es un factor de
cohesión capaz de contribuir al establecimiento de una base de
diálogo y convivencia aun en países y regiones multiétnicos
atravesados por una crónica de enfrentamientos. Esta capacidad de
la cultura difícilmente podrá ser traducida a indicadores equivalentes
al rendimiento de las industrias culturales, pero está intrínsecamente
vinculada a un potencial democratizador.
Precisamente en el contexto en que se consideran los réditos
fiscales de una ley de mecenazgo y concientes, además, de que la
inversión cultural en la nación responde a motivaciones mucho más
elevadas que las financieras, acentuemos que hacer cultura no es
sólo generar productos y actividades sino también un modo de vida a
partir de los valores, costumbres y tradiciones que definen a una
comunidad en sus capacidades imaginativas y creadoras. Los
énfasis están puestos en el individuo y en el lugar que ocupa en el
sistema; en la comunidad y en las instituciones, así como en el papel
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que éstas desempeñan en el orden social mayor de una nación. Se
centran en la creación de condiciones propicias para el máximo
desarrollo vital, entendido en sus términos sociales, económicos,
políticos y culturales, al igual que en los espacios más discernibles
de la justicia social y la equidad.
Todo ello, por supuesto, en un Estado regido por un gobierno
democrático que ejerce la responsabilidad que le ha sido adjudicada
para mejorar las condiciones de quienes habitan el país. Por su
parte, el poder autoritario apelará a lo más nocivo de las
características diferenciadas y a la verdad de su propia intolerancia,
para someter a la población a pasos acordes con sus dictámenes,
sean estos de vestimenta, música, retórica o prácticas religiosas.
En el marco que estamos diseñando cabe pedirle al Estado
democrático que fomente la creatividad de las instituciones y de
todos sus habitantes –y cabe subrayar que en una era caracterizada
por constantes migraciones, acotar funciones y responsabilidades
sólo para los ciudadanos es transgredir las exigencias mínimas de
los derechos humanos—. Uno de los medios a su alcance es el
apoyo a una ley de mecenazgo para que junto al Estado, el sector
privado contribuya a mejorar la producción y facilite el acceso a los
bienes culturales.
Ello no implica que el Estado ceda toda
responsabilidad en materia cultural y educativa. Obviamente le
competen, entre otros aspectos que incluyen promover el desarrollo
de la ciencia y la tecnología, el mantenimiento del sistema educativo
y la administración de las bandas de radio y televisión –si bien no sus
contenidos. Se trata, más bien, de establecer un espacio de
colaboración entre todas las fuerzas sociales que conforman la
cultura del país. Esta debe ser vista tanto por su valor económico
como por su capacidad para promover los valores que constituyen
ese otro elemento intangible que se denomina ‘la vitalidad de una
nación’ y que se refleja, parcialmente, en rasgos históricos
materiales.
Quizá por su representatividad y carácter concreto y
documentable, las entidades financieras multilaterales suelen
acceder con mayor generosidad a la protección del patrimonio
histórico que a la más porosa necesidad de proteger a los herederos
de ese mismo patrimonio. En tal caso, no se trata de enfrentar
restauración con cultura creativa, sino, por el contrario, de integrar
ambas empresas como un todo indisoluble que habla de los orígenes
y remite a los innumerables futuros de un pueblo. El interés por
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preservar monumentos debe ser parte de una sensibilidad más
amplia que incluya las fluctuaciones en la definición de identidades y
de nuevas comunidades culturales –sean éstas las diaspóricas que
con un fundamento nacional se crean a diario por la red virtual— o
las más concretas que se asocian en barrios vecinales.
En otras palabras: es imposible desvirtuar los méritos de
esfuerzos privados y estatales para impedir que la expresión material
de una historia (local, provincial, nacional, regional) se desvanezca y
se vuelva, literalmente, polvo. No es menos imposible desvirtuar los
esfuerzos por considerar estas iniciativas en un contexto más amplio.
Es decir, subrayando el valor histórico de etapas fundacionales junto
al análisis del pasado, desglosando de esos análisis los sistemas de
valor que contribuyen a la creación y manutención del individuo en
sociedad. En este sentido, reconstruir el patrimonio es conjugar las
relaciones de cultura, ética y desarrollo. Si bien se ha ido matizando
con el agregado de la dimensión social, ‘desarrollo’ apunta a una
filiación económica; ‘cultura’ y ‘ética’ a la versión humana de
desarrollo sustentable, a los derechos humanos, que incluyen
derechos culturales, siempre plurales, siempre manifestaciones de la
diversidad que define a cada uno de nuestros países americanos en
perpetua reconstitución.
*
El título de esta presentación es un tanto disonante frente a la
sobriedad técnica de la mayoría de las anteriores. Quizá por ser hijo
de tejedor textil, la noción de trama me ha llevado a pensar cómo se
entretejen diversas texturas y colores para producir –con la mano
que dirige el telar— una versión más rica y densa que la suma de
sus partes. Quizá por ser hijo de inmigrantes a un país que, antes de
ser independiente, fue parte del útimo virreynato de las Américas, los
títulos y atributos coloniales han seguido resonando más allá de su
titularidad formal para transformarse en actitudes ante un mundo que
por siempre seguirá siendo revelado.
Y paso de lo colonial a espejo de actitudes. Más que la función
y la pose del afuerino que revisa el estado de la administración, más
que el inspector ocasional que imprimirá (o no) su nihil obstat a la
conducción de las finanzas, se requieren los adelantados, entendidos
no ya como agentes coloniales sino como metáfora del visionario, del
cartógrafo dispuesto al riesgo para fijar una presencia humana en el
territorio.
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Mecenazgo como herramienta, entonces, y cultura como meta;
un diálogo sostenido a través de fronteras en una sociedad que
aprende a vivir la democracia. Esta suma quizá provenga de la
ilusión y del deseo, pero tras tantos siglos de transgresión a las
relaciones humanas, ya estamos pasados de la hora en que
debemos comenzar a urdir, con nuevas herramientas y una actitud
constructiva y generosa, una nueva trama cultural.
College Park, 27 de marzo de 2001
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Saúl Sosnowski
Argentina, 1945
ESTUDIOS SUPERIORES
-B.A. en Historia y Literatura en la Universidad de
Scranton, Pennsylvania (1967).
-Master en Literatura y filología,
Universidad de Virginia (1968)
-PHD en Literatura Latinoamericana,
Universidad de Virginia (1970).
EXPERIENCIA DOCENTE Y DE INVESTIGACION
-Profesor de la Universidad de Maryland desde 1970
-De 1979 a 2000 Jefe del Departamento de Español y Portugués de la
Universidad de Maryland en College Park
-Fundador (1972) y Director de la Revista Hispamérica
-Desde 1989 Director del Centro de Estudios Latinoamericanos de la
Universidad de Maryland
-A partir del 2000 Director de Programas Internacionales de la Universidad de
Maryland
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ssosnowski@hotmail.com
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