LA TIERRA DE NOD Este texo se publicó en la antologia de relatos de viaje Nómadas, coordinada por Elías Gorostiaga y editada por Playa de Ákaba en 2013. Dondequiera que vaya me topo con una cosa conocida en un mundo nuevo; todo es, simultáneamente, nuevo y tal como me lo imaginaba. Goethe. Viaje a Italia Algo, desde luego, es cierto: nada en tierras extrañas es exótico, sino el extranjero mismo. Ernst Bloch. El principio esperanza V isité la Tierra de Nod, al oriente de Edén, en 1927, unos meses después de que Mrs. Sydney Bristowe publicara y yo acogiera con entusiasmo Sargon the Magnificent, un estudio armado sobre la hipótesis de la identidad entre el rey Sargón, fundador del Imperio Acadio, el primero de la Historia, y el Caín bíblico. La referencia no es gratuita, sino que adelanta las particularidades de mi viaje, que son muchas. Aún las estoy desentrañando. Revelaré las que crea evidentes, y alguna que descubra. Por comenzar por algún lado, diré que mi viaje se inicia no con un paso, sino con unas palabras del propio rey. No estoy haciendo literatura, no estoy introduciendo una cita. Le estoy dando a Sargón la voz que le oí. → Los pasos del viajero estigmatizado pretenden dibujar un laberinto de olvido, a veces una estructura tan grande que ensombrezca el camino, así Sargón. Razón sobrada para levantar uno un imperio. Sin embargo, la memoria se alza de las huellas, ya sean estas inescrutables, y la señal, la marca, el estigma resulta en baliza ineludible, eso Sargón. Hablábamos en Agadê, la capital extraviada del Imperio Acadio, la ciudad que él había fundado y que colapsaría hacia el año 2000 a.C. .:. Me explicaré. Mi viaje se inicia antes, con un diagnóstico clínico: tinnitus, esto es un irritante zumbido en los oídos, incesante, provocado supuestamente por el estudio obsesivo; un desorden auditivo poco habitual, si bien no tan raro que no exista 43 una vía ortodoxa para combatirlo. Normalmente bastan los antiepilépticos, los antidepresivos o los antipsicóticos. Sin embargo, mi dolencia se reveló refractaria al tratamiento farmacológico, por lo que se me recetó la estimulación eléctrica cerebral: exactamente la de la zona temporal superior del lado derecho. Me advirtieron de que anejo a tal técnica corría el riesgo de desencadenar un episodio de autoscopia, una alteración de la identidad consistente en percibirse a sí mismo como un doble, una percepción de desdoblamiento en cuyo agravante cinestésico se experiencia el ser mental como separado del ser corporal. No creo que se refirieran a lo que he vivido. Mi experiencia ha superado cualquier previsión médica. Creo, incluso, que ha desbordado en tiempo y en espacio las aspiraciones más optimistas de un viaje astral, concepto que subyace a toda esa palabrería científica .:. Admito que mi viaje no debió ser más que la manifestación de la fractura de mi identidad, de mi yo. Pero dudo, pese a la prueba lingüística. Si es cierto que no hay más realidad que aquella que percibimos, que no hay realidad más allá de nuestra conciencia, entonces mi viaje inducido ha de resultar verídico; puede (espero) que incluso fiable. Sí que fue, en todo caso, un viaje inintencionado y sin objeto previo, y acaso su forma más perfecta: un viaje perfectivo, sin propósito y al pasado. Por supuesto me refiero al tránsito inmediato, al salto de tiempo y de lugar: perfectivo porque no hay descripción posible: sólo FUE al oír las palabras del rey Sargón. Otra cosa es la meta que yo impuse, con posterioridad, forzado ya por la ocasión única que me brindaba: comprobar tantas cosas, in situ, in tempore. La esencial indeterminación de las condiciones del viaje me obligó a la máxima concreción en mis pretensiones, por un pragmatismo que 44 atenuara las consecuencias del seguro desmoronamiento de la figuración. Decidí entonces que al menos me llevaría de vuelta la localización exacta de Agadê. Me sorprendió el trato de confianza que me dispensaba el rey, extremadamente solícito con mi empeño topográfico, incluso participativo. Quizá porque hizo suyo el proyecto enseguida: en cuanto le ACTUALICÉ la suerte que habría de correr su ciudad: no su preponderancia, sino su pervivencia. Bien sabía Sargón que las capitales se suceden, que ninguna se libra de la caída a lo subalterno. Esto es aceptable y necesario. Lo que ningún dirigente puede aceptar es que la ciudad fundada, su hogar electo, que el sitial desde el que dirigiera buena parte del mundo conocido haya de perderse entre las dunas del tiempo. → Ya he sido nómada en el mundo, cuando fui expulsado de la casa de mi padre. No seré también nómada en la Historia, así Sargón. La ciudad de Agadê, mejor dicho: su paradero, será uno de los principales misterios de la Asiriología, le había dicho, la disciplina que estudiará las civilizaciones del Próximo Oriente Antiguo, esta Mesopotamia entre los ríos Idiqlat y Purattu (Tigris y Éufrates). Los márgenes temporales entre su fundación y su ruina serán los propios de la dinastía sargónida y del Imperio Acadio, y se establecerán entre 2350 a.C. y 2150 a.C., apenas un par de siglos que, sin embargo, dejarán una impronta indeleble en la sociedad mesopotámica. Luego, tanto Akkad como los períodos anteriores, allí donde comienza la Historia, debido a sus propias condiciones materiales desaparecerán y se olvidarán, quedando apenas algún rastro fabuloso en las Escrituras. El descubrimiento moderno de esas civilizaciones perdidas, la constatación de que ocuparon un orden temporal casi mítico, antes reservado a lo 45 bíblico, y la adecuación entre las evidencias arqueológicas y algunos hechos, lugares y personajes del Antiguo Testamento, darán un empuje historicista a lo que antes fue meramente cultual. Es en estas coordenadas donde se inscribe el trabajo de Mrs. Bristowe. Agadê es la capital de Akkad. De ella toma el nombre lo que nosotros conoceremos como Imperio Acadio, cuyos indígenas llaman Kalam. No es una ciudad construida ab novo; eso se aprecia al primer vistazo. Ninguna gran ciudad lo es. Pero sí refundada sobre la premisa de la grandeza requerida por una metrópoli. Una grandeza efímera, porque la edificación de Agadê se sustenta por necesidad en el barro deleznable. Mesopotamia sufre una carencia endémica de materiales de construcción: no hay metales, no hay madera; ni siquiera la basta piedra. Todo esto debe importarse y constituye mercancía de lujo. Así, la construcción se entrega única y exclusivamente al barro perecedero: al ladrillo, cocido y sin cocer, al adobe: tierra es lo único que le sobra a la Baja Mesopotamia; y el agua de los grandes ríos para amasarla. Sobre todo esto. Agua. Sólo la insólita fertilidad que las corrientes aportan a lo que más allá de las riberas es un secarral puede explicar la eclosión de estas civilizaciones: Kalam es una mancha de vida rodeada de áridas estepas y desiertos que se extiende a lo largo de las cuencas de dos grandes ríos, tierra adentro desde el Golfo Pérsico (el Mar Inferior, cuya línea de costa irá avanzando hacia el sur por efecto del aluvión, le revelé a Sargón) .:. Agadê se asienta sobre el Tigris. Esto en sí ya constituye un simpar hallazgo arqueológico, puesto que los asiriólogos tenderán a la intuición errónea de que debió alzarse junto al Éufrates. Eso sí: sobre el curso antiguo del Tigris. Es un placer inigualable para un hom46 bre como yo contemplar el río en su derrotero más auténtico. Estamos acostumbrados a pensar los cursos de agua como trazos inamovibles, como referencias históricas exactas, pese a saber que no es así: sólo nos protege del error de bulto la circunstancia de que unos cuantos miles de años de Historia no son más que un suspiro geológico. Y probablemente el Tíber no ha cambiado su cauce desde que se lo menciona en las fuentes, pero la Mesopotamia se presentará profundamente señalada, arada, surcada por las cicatrices ya secas de unos caminos caprichosos, por la infinidad de canales naturales y excavados de toda una red fluvial que comprometerá cualquier cartografía. La llanura indomable que se extiende al sur de los montes Tauro y al oeste de los montes Zagros adormece las aguas, que con las crecidas fácilmente se desbordan y encuentran nuevas rutas: el país de Sumer y Akkad (sur y norte de la Baja Mesopotamia) es una tierra fértil pero frágil, y cuatro milenios bastan para que una ciudad antes lamida por un río quede aislada en medio del desierto, reducida su grandeza a un montículo de tierra: tell, se los llamará, le comenté a Sargón, consunción de una era y túmulos de ciudades. Sargón torció el gesto ante este futuro inhóspito. Sin duda porque ni siquiera a él, šar kišatu, šar kišatim, naram Ištar, muta'lik kibrat erbettin, «el rey de Kiš, rey de la Totalidad, amado de Ištar, el que recorrió las cuatro partes del mundo», le sería dado poner remedio a la descomposición material de su imperio. Hablamos camino del puerto fluvial, en la ciudad baja. Resulta del todo lógico, pero no deja de sorprender (conocidas las características geológicas y geográficas de esta tierra: quedan reseñadas más arriba sus carencias endémicas), que todas las ciudades con cierta importancia política dispongan de un 47 puerto. Es la necesidad de la importación la que impone la de las infraestructuras eficientes: navegar las aletargadas aguas de los ríos resulta menos penoso que las rutas por tierra, y más rápido. La mayor parte de lo importado proviene del comercio marítimo, de las tierras de Melukha, Magán y Dilmún, a través de ese Mar Inferior. Las mercancías arriban directamente a la capital del imperio o donde sea preciso surcando tanto los canales naturales como los artificiales que comunican entre sí algunas de las ciudades. (La lengua acadia, semítica, no diferencia entre un río y un canal artificial: nār es el término utilizado para ambos.) Sargón, como buen padre de los acadios, creo que se siente más orgulloso de esta red de comunicaciones y del puerto de su ciudad, infraestructuras vitales para la subsistencia y el bienestar de su pueblo, que de los templos o el zigurat, que a fin de cuentas no son más que una obligación hacia los dioses. → Después de mi travesía del desierto, de mi expiación, de mi destierro, quise que en mi ciudad fluyese el agua a raudales, esto Sargón explicándome el significado de Agadê, algo así como «Haré que el agua fluya a raudales». El agua da la vida en un sentido que va más allá de lo meramente biológico. Le planteé sumariamente al Gran Rey el estudio de Mrs. Bristowe sobre su figura y su identidad con Caín. También le resumí nuestro Génesis, y cómo el descubrimiento de las civilizaciones a las que su imperio pertenece sembrará dudas y certezas sobre las vinculaciones puramente históricas de un texto sagrado. → Que yo sea o no una y la misma persona con ese tu Caín no es lo importante. No te preocupa tanto tal identidad como lo que de ella se infiera: la prueba de la fiabilidad histórica de ese texto sagrado. Es una extraña forma de conce48 bir la fe, si debe avalarla la Historia. Así, lo que importa no es tanto la identificación como la identidad; antes importa si soy aquel a quien desterraron a la Tierra de Nod, señalado para que nadie pudiese acabar con él, así Sargón, retirándose levemente la diadema con que ceñía su cabeza y mostrándome una marca en su frente, como de fuego, que representaba un dingir: un signo que en escritura cuneiforme (el sistema propio del área mesopotámica, desarrollado por los sumerios y adoptado por el resto de civilizaciones), y por evolución desde el pictograma, ha venido a significar estrella, cielo, dios (en particular el patriarca del panteón mesopotámico, An), y que constituye un determinativo divino. En este sentido la señal de Sargón nunca pudo resultar inocua, porque nada lo es en el mundo mesopotámico: todo está predeterminado, todo tiene su consecuencia. El pueblo acadio, como en general todos los del Próximo Oriente Antiguo, es esencialmente supersticioso: las divinidades presiden cada uno de los acontecimientos del mundo, se les tenga o no presentes. Los dioses son celosos de sus derechos y prerrogativas, y no dudan en tomar represalias ante las ofensas. El acadio vive en un temor persistente a la negligencia, a esa ofensa potencial: todo para él son presagios, y actúa profilácticamente con rituales, oráculos y oraciones. Aun así, no me atrevo a asegurar que en tal estigma, distinción o determinación se cifre el éxito militar y político del Gran Rey .:. Sólo la obviedad del desconocimiento hace que Mrs. Bristowe no cifre la marca entre los factores identitarios de su tesis sobre Sargón y Caín. Le hubiera resultado un argumento definitivo: la cicatriz, la marca, la señal es el elemento fundamental de la anagnórisis que resuelve la ambigüedad, la duda, la sospecha. Toda la hipótesis de Mrs. Bristowe se basa, en el 49 fondo, en este mecanismo de reconocimiento. Sargón supo captar bien su intención: dotar de verosimilitud (si no de veracidad) histórica a las Escrituras considerándolas en una maniobra de sinécdoque, esto es de la parte por el todo: si algunos de los datos históricos del Antiguo Testamento son fehacientemente ciertos (ciudades, personajes, hechos), todos lo serán. Pero esto es sólo una opción. Por mi lado, yo he tenido acceso a esa señal discriminatoria, tan vengativa como protectora, y he percibido la impronta de la divinidad. En el puerto se montó un buen revuelo con la presencia del rey. Quiero pensar que en menor medida por mi propia presencia, aunque sin duda en algo colaboré. Para un acadio cualquier extravagancia, cualquier evento fuera de lo común constituye un augurio. Si tal disonancia, además, la provoca un extranjero ataviado de forma extraña y que camina con soltura y en confianza junto al rey, el presagio no puede ser de buena catadura. Me divierte pensar que fui motivo de ofrendas y libaciones extraordinarias .:. La actividad en el muelle era frenética. Desconsideradas las limitaciones técnicas, que obviamente resultan infinitas, nada desmerece el puerto de Agadê en comparación con uno de los nuestros modernos. El flujo de mercancías, incesante, da prueba de que me encontraba en la capital del mundo, en el destino de todo el tránsito del imperio, donde se recibe una riqueza desconocida en las épocas anteriores, carentes de una organización central, imperial. Me vino a la memoria entonces la primera parte del poema La maldición de Agadê, que aún no había sido compuesto. En ella se refiere literariamente el auge imparable de la ciudad bajo la dirección de Sargón de Akkad, aunque sólo como preparación de su ruina y olvido bajo el reinado de Narām-Sîn, nieto del 50 Gran Rey .:. Junto a las aguas del Tigris que colman el Nār Agadê, el canal que comunica la ciudad con el sur, cerca del Nār Šarri, que conecta los dos ríos, Sargón me confió su historia. → Hay un Paraíso: el de la inocencia, el de la familia en paz, así Sargón, críptico. ¿Sabes qué es la Tierra de Nod? Es errancia, es nomadismo, es la conciencia. La Tierra de Nod es la falta de aliento, la fatiga, el desierto aplastante, la gran llanura que se hace pequeña: estar siempre demasiado cerca. Es como traduciréis lo que en hebreo será Eretz Nod, que es la tierra de los fugitivos: en tu libro Caín será Nad, que significará fugitivo .:. Yo soy Sargón, rey de Akkad; pero ese no es mi nombre. En mi lengua soy Šarrukīn, que significa «rey legítimo»: el nombre de mi ciudad habla, también el mío. Pero ese no era mi nombre. Olvidé el original. Pudo ser Caín: una mujer afirmará que así lo evidencian las últimas letras: šarru es rey, y kīn equivaldría a Caín .:. Mi padre era un vagabundo errante, mi madre una sacerdotisa de Ištar que me concibió en secreto en Azupiranu, sobre el Éufrates. Para deshacerse de mí me puso en una cesta embetunada que abandonó a la corriente del río. Esto será un topoi, ¿no es cierto? Ištar se apiadó de mí. Permitió que sobreviviera. Desde entonces vela mi camino. Corriente abajo me rescató Aqqi, jornalero en un palmeral de Kiš, quien me adoptó y enseñó su oficio: yo he sido aguador, jardinero, agricultor antes que rey. Ištar me hizo prosperar. Me convertí en copero de Ur-Zababa, rey de Kiš, «el pastor que ascendía como el sol en el templo de Kiš». Él fue impío con mi protectora. Yo lo maté. Desfondé las cuencas de sus ojos con mis propias manos. Me hirió en la frente durante el forcejeo. Ištar convirtió la cicatriz en síntoma de grandeza. ¿Dónde está tu rey Ur-Zababa?, me preguntaron. ¿Acaso soy 51 yo el custodio de mi rey?, respondí. No pude ser rey entonces. Tuve que huir, a través del jardín de palmeras donde había trabajado con mi padre adoptivo. A la Tierra de Nod, que es todo lo que no es nada. He comprobado que la Historia es un empeño condenado a la inexactitud, a la parcialidad, al fragmento. No es algo que no sospechara antes, pero un simple paseo por Agadê, Agadê rebītim, «la gran Agadê», me lo reveló en toda su crudeza, en toda su decepción: pese a mis estudios obsesivos nunca hubiera podido reconstruir la ciudad, como no fuera en sueños. Siendo ese el objetivo último de la Historia, el fracaso resulta ineludible. Ni siquiera se podría disponiendo de todas las piezas, de todas las partes infinitesimales que constituyen la realidad de un momento preciso: la historia de un instante es una abstracción holística: diferente, mayor que la suma de sus partes .:. Pasear por la ciudad resultó la experiencia más enriquecedora de mi vida. Verifiqué y refuté presupuestos: advertí detalles que no llegarán en las fuentes y reinterpreté otros. Me dejé llevar por la corriente vital de Agadê. VITAL es la palabra, porque vida es lo que le falta, por definición, a la Historia. VITAL es la palabra que importa en la descripción de una experiencia como la mía, porque tenemos una tendencia inconsciente a levantar nuestras ficciones reconstructivas a partir de los solos restos arqueológicos: las ruinas son muerte, mudas y monocromas, y por mucho que las pinte nuestra inventiva el fantasma siempre desluce el original .:. Me perdí en la insania urbanística de la ciudad, enjambre de construcciones de barro crudo enjalbegado que se ramifica como vénulas a partir de las arterias principales y que, partiendo de las puertas en la muralla, conducen indefectiblemente hacia el centro. Sentí un 52 placer inefable al acariciar con las puntas de los dedos las paredes de una vivienda cualquiera, la de un nadie que me observara asombrado. Sentí una sacudida de satisfacción al comprobar que me cubría el polvo milenario hasta las rodillas. Experimenté una felicidad infinita cada vez que me topaba un callejón sin salida de ese laberinto bullicioso, vivo y extinto al tiempo. ASÍ ERA, ASÍ ES, pensé a gritos en más de una ocasión, para pasmo de los que sufrieron el presagio de cruzarse en mi camino .:. Pese a la esencial arbitrariedad y el caos fundacional de los distritos populares, resulta imposible perderse en Agadê, porque la desorganización es concéntrica: radia a partir de las vías principales y, en definitiva, del centro de poder: del palacio de Sargón, sede del poder terrenal y efectivo ejercido por el rey, además de cuartel general de lo que probablemente sea la primera milicia profesionalizada (y, sin duda, una de las claves del éxito conquistador de Sargón); también, y aún más importante, del Ulmaš, el templo de Ištar, verdadera dueña de la ciudad y sus destinos, como evidencia La maldición de Agadê. Porque el del rey mesopotámico nunca fue un poder autónomo ENTREGADO por los dioses, sino un poder DELEGADO: el gobernante verdadero es la divinidad a quien está consagrada la ciudad y que es poseedora de ella, con todas sus consecuencias. No es extraño, pues, que desde el último hasta el primero de los acadios tenga siempre presente su condición subalterna, su sujeción a las veleidades divinas; unas veleidades que, si bien no cae dentro de las potencias mortales la capacidad de mudarlas, al menos sí lo hace el procurar no provocarlas con sus desaires. Aun así, el pueblo no tenía bajo sus ojos más que asuntos para alegrarse, dicen los versos de La maldición. Esta situación habrá de cambiar precisamente por una desave53 nencia entre la diosa titular de Agadê, Ištar, «estrella de la mañana y de la noche», y el propio nieto de Sargón, el rey Narām-Sîn, de igual o mayor grandeza aunque de fama contraria. Pensando que el niño Narām-Sîn debía corretear por la corte de su abuelo me dio un vuelco el corazón. No llegué a conocerlo. La expedición bien valía algunos augurios. El rey andaba dando vueltas por la ciudad con un extraño y ordenaba preparativos para salir en su compañía, extramuros, sin un objetivo razonable. Resultaba de recibo consultar con los dioses qué les parecía toda aquella extravagancia. Para los mesopotámicos el presagio es el método habitual con que los dioses transmiten a los mortales su voluntad. Es una señal divina camuflada en un hecho observable y que conforma una advertencia sobre lo propicio o inoportuno de acometer cierta empresa: el acadio no apartará una piedra de su camino sin asegurarse de que no incurrirá en una ofensa a las alturas. El presagio puede ser no solicitado, esto es fortuito: advertible por cualquiera y susceptible de afectarle, como un eclipse o el nacimiento de una aberración, aunque la mayoría adopta la forma de una consulta, una consulta directa a los dioses. Ello requiere, como en todo trato con las esferas divinas, de personal especializado. En este caso, del bārû, un «examinador»: porque el canal de comunicación con los dioses predilecto de este pueblo es la aruspicina, la interpretación de las entrañas de un animal sacrificado a tal propósito, normalmente una oveja. De preferencia siempre será un ejercicio de hepatoscopia: el hígado es para los acadios la víscera más elocuente. → Yo soy por naturaleza más dado a sacrificios menos cruentos, menos sangrientos. Aun así los tolero, porque el sacrificio del pastor es el que real54 mente funciona. Esto lo sabía bien mi hermano, así Sargón, a quien le había comentado que llegará un día en que estas ceremonias se pierdan. (Reflexiono ahora sobre si hay casualidad o no en el relato autobiográfico de Sargón, cuando se refiere a sí mismo como agricultor antes que rey y al viejo monarca de Kiš como pastor. Abel fue pastor, según el Génesis; Caín cultivaba la tierra. No recuerdo si Mrs. Bristowe maneja también este argumento.) Por desgracia no se me advirtió de que iba a practicarse tal ritual: ocasión única e irrepetible echada a perder. Sin duda mi presencia hubiera condicionado la indulgencia de los dioses: ni siquiera mi proximidad al rey hubiera podido mitigar mi potencial injerencia. La consulta debió resultar favorable, porque al fin salimos de Agadê. El punto exacto por el que lo hicimos representa en sí un buen dato topográfico: la puerta sur, la de Sippar, en el camino de Kiš. Las murallas de Agadê presentan una decena de oberturas, pero son cuatro las principales, relacionadas con sendos puntos cardinales: hacia el Este la puerta de Ešnunna, en el camino de Susa; hacia el Oeste la puerta de Tuttul, en el camino de Mari; hacia el Norte la puerta de Aššur, en el camino de Nínive y las fuentes de los ríos. Quizá este hallazgo arqueológico suple con creces las insuficiencias técnicas: las cuatro puertas proyectan sobre la estepa mesopotámica un cuadrilátero irregular pero determinado (los restos de esas cuatro ciudades serán identificados) en cuyo área ha de inscribirse necesariamente la capital acadia. Sigue siendo una superficie inmensa, pero perfectamente acotada y abarcable en comparación con las delimitadas por otras hipótesis de localización. Bajo estas coordenadas había de dibujar un mapa mental lo más fiel a la realidad posible, donde figurase cualquier tipo de 55 accidente, natural o artificial, susceptible de resultar identificado más adelante. Una tarea ingente y difícil que espero haber llevado a éxito .:. Nunca lamentaré lo suficiente la escasez de mis conocimientos puramente técnicos, carencia de la que fui desoladoramente consciente apenas iniciada la expedición topográfica. Una historiografía del futuro sobre una topografía del pasado, me había formulado como divisa, sin sospechar entonces que, simplemente, no sabría cómo hacerlo. Es más, que incluso de haber sabido, me hubieran faltado los medios. No me quedó más remedio que tratar de atender a los datos toscos que se me presentaran, a las medidas propias de los acadios, a sus referencias y orientaciones, para que de la colación de todo ello pudiera colegir la memoria más precisa de la ubicación de Agadê. Por otro lado, esta forzada despreocupación por la cuestión gromática me iba a permitir disfrutar del camino y, sobre todo, proseguir mis conversaciones con Sargón .:. Marchaban a pie una veintena de personas más la guardia ineludible de Sargón. El propio rey había reclutado de entre el personal de palacio a los TÉCNICOS más apropiados para el propósito topográfico: aunque de reducido ámbito, iban a levantar la que quizá fuera la cartografía más exacta de la Mesopotamia arcaica, medidas en codos las distancias entre las ciudades más próximas a Agadê. Pese a que el proyecto original era mío, Sargón me negó la ocasión de participar activamente en las mediciones. Me había invitado a ser su acompañante a bordo del único carruaje de la comitiva y me requería absolutamente. Nuevo motivo de inspiración arqueológica, porque aun tratándose de una tecnología ya entonces de gran antigüedad (la rueda y el carro son inventos atribuidos a la civilización sumeria, coexistente pero anterior: 56 PERSISTENTE) y asumida, lo cierto es que durante el Imperio Acadio su uso, contra toda expectativa, disminuyó. Quizá parezca de chiste, pero el carro, casi como concepto abstracto, planteará numerosos interrogantes a los asiriólogos sobre su diseño y construcción, sobre su viabilidad funcional, sobre los ámbitos de su uso o sus funciones en la guerra. Mi estatus de comparsa del rey resultaba así excepcional tanto por la compañía como por el vehículo .:. Ya en ruta no lograba sacarme del pensamiento la imagen del cuadro de Fernand Cormon, Caín huyendo ante la maldición de Jehová. Representa el cortejo del exilio de Caín a la Tierra de Nod, la marcha por un espacio muerto que encabeza el encanecido, demacrado fratricida, su expresión abstraída, una mirada fantasmal: con el brazo izquierdo señala al frente: más allá del margen derecho del lienzo los espectros le reclaman. En algunos momentos durante las primeras horas de nuestro viaje percibí en el rey esa misma expresión de soledad, de fatalidad. Detrás el séquito lleva en angarillas a Tašlultum, a Lilith, que arropa a los gemelos Rīmuš y Maništūšu, futuros reyes de Akkad. Todos van descalzos, cubiertos con andrajos de pellejo de bestia. Sus ojos son terribles, rencorosos, violentos: el germen de un ejército visceral, seco, imbatible como la propia tierra roja que atravesábamos .:. → Sippar y Ešnunna forman un ángulo recto con Agadê, así Sargón aportando un nuevo argumento topográfico a mi pesquisa. → Lo sé porque en mi exilio recorrí intensivamente esta Tierra de Nod, cada palmo: alguno muchas veces hasta que elevé Agadê. Cuando salí de Kiš era un fugitivo, y aun así algunos me siguieron al destierro: incondicionales, recios. Éramos una pequeña comitiva, poco más que ahora. Yo aún no era rey. No gobernaba ni siquiera a esos pocos. Ellos me hicie57 ron. Me hicieron lo que soy: igual a Ur-Zababa. Ellos me hicieron como soy; también Ur-Zababa, que me seguía con sus ojos fieros e inexorables .:. Hui hacia el norte, camino de las Montañas de Plata, de las fuentes del río, porque es tierra de menos hombres. Yo que había cuidado la tierra fértil me había condenado a la vida del nómada, y en los bordes del mundo estaba muy cerca aún, en la tierra de Aššur estaba muy cerca aún, y en las orillas del Mar Superior, y donde se diluyen los ríos. No era lo que fui; no era lo que soy; quizá era quien dirán. Ese es el estigma del viajero .:. La marca me quemaba: señalándome, protegiéndome. Nadie pudo matarme. Nada. Ni siquiera los ojos que no podía eludir, la sangre que de mi hermano bebió la tierra abriendo la boca .:. Lo peor de la huida no es la errancia, sino la excomunión. Lo peor de la marca no es la maldición implícita, sino la segregación consecuente. Lo peor de la maldición no es que exista, sino que todos la crean. Me llevó incontables bērus y días de fatiga y dolor entenderlo así: que cuando viajar no tiene sentido hay que dejar de hacerlo, que cuando no hay dónde esconderse hay que dejar de intentarlo. Me volví hacia el sur. En el camino un ejército se unió a mí. Erigí Enoc, que es el nombre de uno de mis hijos. Luego hice Agadê, y la guerra a Lugalzagesi, quien a costa de mi maldición se había arrogado autoridad sobre más tierras de las que su capacidad le permitía. Ahora la Tierra de Nod es Kalam. Me pregunto si Mrs. Bristowe conocerá también el cuadro de Cormon, o La conciencia, de Víctor Hugo, que parece resonar en la historia de Sargón. Sargón me informó de que Ešnunna dista aproximadamente cuatro bērus de Agadê. En ningún caso, en ninguna época resulta un metraje excesivo para acometerlo a pie, pero en es58 ta Tierra de Nod tal distancia es mucho más. Sobre todo cuando el trabajo del camino va más allá de caminar. Los acadios, al menos los que integran esta comitiva, son absolutamente diligentes, pero la medición puramente manual ralentiza necesariamente la marcha. Buscar la precisión del ammatum en una extensión de cuatro bērus, esto es una precisión de un codo, aproximadamente medio metro, en una extensión de cuatro jornadas, aproximadamente cuarenta kilómetros, constituye un trabajo cuando menos delicado. Conozco estas APROXIMACIONES por los estudios de otros que yo he estudiado, y se basan en un relativismo suficiente quizá para las monografías históricas, pero del todo inadecuado para mi propósito topográfico: el concepto de ammatum es transversal a toda esta época y tierras, pero ni siquiera aquí es una realidad ESTANDARIZADA. Por eso tuve la precaución de tomar referencias de tal unidad en mi propio cuerpo .:. El sistema era el siguiente: un cordel de lino de varios metros que en uno de sus extremos presentaba nudos, indicando la separación entre cada uno de ellos la distancia de un ammatum; de ahí tomé yo la referencia en mi propio brazo. El otro cabo lo llevaba anudado a la cintura uno de los súbditos de Sargón, que hacía las veces de piloto de la reata, encargado de sostener una línea recta entre Agadê y el punto de destino. Aunque aparentemente sencilla en su ejecución, la misión de este piloto resultaba de lo más exigente: no es nada fácil caminar manteniendo una trayectoria recta; menos aún cuando la orografía de una estepa esencialmente llana priva de los naturales puntos de referencia: las armas de la planicie abrumadora no son la oposición de resistencias al tránsito, sino la negación de los hitos básicos que obliga a esta gente a orientarse de una forma casi instintiva. 59 Una pequeña vanguardia de rastreadores determinaba la dirección maestra que, al ser triangulada con la posición del piloto, le permitía fijarle un punto de referencia hacia el que arrastrar la cuerda de ammatus mientras la reata los medía uno detrás de otro. A lado y lado, una tríada de escribas pertrechados con sus cálamos y sus tablillas de barro imprimían las cuñas que llevaban la cuenta. (El descubrimiento y descifrado de la escritura cuneiforme, la practicada mediante los símbolos en forma de cuña que imprime un cálamo en el barro fresco, dará carta de naturaleza a la Asiriología.) Redundaban los datos por seguridad y para contrastarlos durante la fase analítica de la expedición .:. La observación de aquellas maniobras diligentes, de aquel esmerado rusticismo científico, no dejaba de asombrarme: como se asombra el padre con las monerías o las primeras palabras de su criatura, por mucho que resulten lógicas y naturales. También me asombraba mi íntima percepción de las mediciones, que se me presentaba como una excitante sensación de multidimensionalidad donde Historia y Futuro de cada palmo de terreno aparecían sincrónicamente a mis ojos con cada codo auditado. Poco antes del anochecer nos detuvimos en medio de ninguna parte, en una desolación esteparia cualquiera, y se levantaron las tiendas. Pude interpretar en los rostros de mis compañeros como una comodidad atávica en la intemperie: el pueblo acadio es de raíz semita, nómada en su origen. En cierto modo, de la estirpe del Caín expulsado. La semilla del ejército que aupó a Sargón, Šarrukīn, «el rey legítimo», al poder imperial era gente nómada; y de la presión ejercida por las tribus nómadas de las montañas habrá de llegar el colapso de este mundo. El rey de las cuatro partes del mundo, sin embargo, 60 parecía abstraído. Sin duda porque su concepción del nomadismo, incluso la del puro viaje, se vinculaba con experiencias de un orden más traumático. → La tierra, como las palabras, no tiene un valor propio, así Sargón. Kalam sigue siendo la Tierra de Nod para muchos, y también lo es para mí a veces. En mi lengua, a esto, a la estepa indómita, infértil y salvaje, al espacio de los nómadas incivilizados lo llamamos Edinu. ¿Qué crees tú que es tu Edén si no esto? ¿Quién crees tú que soy yo, el REY LEGÍTIMO o el REY CAÍN? ¿En qué crees tú que me afecta a mí eso? Tampoco los hechos, ni siquiera las personas, tienen valor propio. Todo, incluido tu viaje extravagante, ha de verse sometido a la oposición entre lo verídico y lo fiable, y conviene no confundir los términos. Es verídico todo lo que acontece, por el simple hecho de acontecer: no importa el fenómeno, no importa dónde acontezca: basta que una persona lo tenga por real para que tu viaje lo sea. Lo fiable es lo que se corresponde con el orden de la REALIDAD COMÚN, y no tiene por qué ser VERÍDICO: no existe una correspondencia trascendente entre ambas categorías, sólo la voluntad de que así sea. Lo fiable responde ante el juicio de la comunidad. La realidad que nos es dada manejar es un hecho social, no trascendente, y se juzga socialmente. Estas palabras de Sargón he creído entenderlas con posterioridad. En primera instancia me sugirieron enterrar una cápsula del tiempo que pudiera reencontrar en un futuro viaje a este mismo lugar. Afortunadamente la descarté enseguida, por absurda .:. Sargón y yo hablábamos sin parar: yo mantenía la extravagancia de mi viaje ejerciendo de cicerone del anfitrión en su propio mundo; el rey escuchaba, preguntaba, corregía y predecía; bajo una bóveda espléndida que focalizaba nuestras miradas, verdadera expresión de LA NO61 CHE DE LOS TIEMPOS. No era consciente del paso de las horas: no sabía cuánto llevaba en Kalam, cuánto había pasado en Agadê, o si se había demorado mucho nuestra primera etapa topográfica, o si había dormido o no desde que llegara. Quizá fue pensar en ello lo que deshizo el sortilegio. La señal de partida inevitable la entendí en el súbito refulgir de la cicatriz de Sargón. En la Epopeya de Gilgameš se habla del melammu, el fulgor divino que aureolaba al héroe. Ese mismo halo le concedí yo al rey, quizá emparentado con Dios. Luego el zumbido llegó en cualquier momento, llevándose por delante las imágenes, y palabras inconclusas de Šarrukīn. Hoy estoy de nuevo en la Tierra de Nod. No sé si recuperado. Espero que todo me resulte novedoso y conocido simultáneamente. Llevo en mi cuerpo la referencia métrica, y en la memoria algunas indicaciones VERÍDICAS. Sólo pretendo sacar Agadê del nomadismo geográfico en que la tienen sumida las especulaciones de historiadores y arqueólogos. 62