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Las revoluciones democráticas de 1989-1990: Hungría;
por Fernando Mires
Fernando Mires · Friday, November 7th, 2014
Lo importante que es la reinterpretación del pasado para la realización de la política
lo demuestran las diversas luchas democráticas que tuvieron lugar en Hungría. En ese
país, cada reforma importante arrancada al régimen dirigido por Janos Kadar, era
condición de un ajuste en la historia oficial, y viciversa. Particularmente intensiva
fueron las controversias para designar a los acontecimientos que tuvieron lugar en
1956 a los que László Varga denominó con razón “la bomba de la historia húngara”
De acuerdo a la lectura oficial, 1956 fue primero bautizado por el régimen como
contrarevolución fascista y más tarde como contrarevolución a secas. A medida que
Kadar consolidaba su poder mediante relaciones tácitas de compromiso con la
oposición, la lectura oficial comenzó a interpretar 1956 como un levantamiento
conducido por sectores antisocialistas en el que habían participado “sectores
populares”. En 1980-1981, el régimen comenzó a utilizar una fórmula neutral para
referirse a esa fecha: “Los acontecimientos de 1956″. Como consecuencia de los
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movimientos sindicales y estudiantiles de reforma ocurridos en 1988, el régimen hizo
otra concesión, la última que podía hacer: 1956 fue un movimiento de protesta
popular. Recién después del entierro simbólico de Nagy en 1989, 1956 pasó a ser
denominado como lo que fue: una revolución social.
La revolución de 1989 hacía posible semánticamente a la revolución de 1956, de la
misma manera que 1956, grabado en la historia colectiva, hizo posible a 1989.
En casa de Caín no debe ser nombrado Abel. 1956 debía ser falsificado en Hungría
como parte del compromiso tácito llevado a cabo entre el kadarismo y la oposición. El
contrato social no escrito entre el gobierno y la oposición rezaba más o menos así:
“nosotros nos comprometemos a suavizar la represión, abrir espacios para una
economía de mercado, e incluso permitir informalmente a la oposición, y ustedes no
nos molestan con peticiones desmedidas que puedan provocar las iras de la URSS.
Para eso es necesario callar sobre el orígen del régimen, esto es, sobre 1956”.
La oposición aceptó, no tenía otra alternativa, las reglas del juego surgida de ese
sistema especial en donde se conjugaban armonicamente tanto la fuerza como la
debilidad del gobierno y de la oposición. El “kadarismo” se constituyó así como un
sistema político “sui generis” que se mantenía no en base a la legitimación, pero si en
base a la tolerancia recíproca, mediante un juego peligroso de concesiones mútuas,
pero también de duros enfrentamientos ocasionales que suplían a las mesas
negociadoras. La mentira (o lo que es parecido: los silencios) como suele ocurrir en
muchas relaciones personales, formaba parte de la convivencia. El psicólogo húngaro
Ferenk Mérei bautizaría a ese sistema como “autorepresión nacional” .
Kadar era, y el lo sabía, un gobernante historicamente ilegítimo. El, y no Nagy era el
representante directo de la contrarevolución. La revolución, como ocurriría en
Checoeslovaquia en 1968, había surgido de una combinación dada entre el
movimiento de protesta popular en contra de la dictadura stalinista de Rakosy y
deserciones de la Nomenklatura, hastiadas de ese régimen que tenía trecientos mil
detenidos en campos de concentración, decenas de miles en lás cárceles, miles de
ejecuciones y todo eso, en un país cuya población no pasaba de diez millones.
La revolución de 1956 había irrumpido en conexión paralela con el levantamiento popular de Polonia, el mismo año. Por esas razones, antes que los disidentes hungaros,
los polacos, como fue el caso de Mischnik y Kuron, que vivían fases más avanzadas en
su lucha contra su propia despotía, habían incorporado a la tragedia húngara a sus
tradiciones, acto que sorprendió a la propia oposición hungara, interesada en buscar
soluciones parciales de compromiso con el “kadarismo”.
El mismo Imri Nagy había sido un típico representante de la Nomenklatura pero, como
algunos políticos, poseía sensibilidad popular y sobre todo, nacional. Hasta octubre de
1956 fue un mediador en el poder entre los movimientos estudiantiles y obreros y el
sector más conservador del Partido apoyado desde la URSS. Mérito suyo fue haber
saludado el levantamiento popular de fines de octubre, planteando la necesidad de
que el Partido se apoyara en él y reconociendo los Consejos obreros y populares
surgidos de la sublevación. Su paso más decisivo fue anunciar la retirada de Hungría
del el pacto de Varsovia proclamando su neutralidad, siguiendo el camino titoísta de
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Yugoeslavia, acto que no fue recibido con alegrías en Moscú.
El 2 de noviembre el Partido inició una trayectoria de reformas radicales, conducido
por Nagy, Luckas y Kadar. Nagy pasó a ser, en ese extraño triunvirato, el
representante de la revolución popular en el Estado. El 4 de noviembre llegaron las
tropas soviéticas llamadas por Kadar, quien al mismo tiempo reconocía los Consejos
surgidos del levantamiento popular, el 14 de noviembre. Pero el 21 de noviembre, el
mismo Kadar, apoyado con las bayonetas soviéticas, impide reunirse al Consejo
Nacional de Trabajadores. El 23 de noviembre, no se sabe si, o con, más probable con,
consentimiento de Kadar, Nagy fue secuestrado por los soviéticos. Pronto sería
asesinado, junto con sus más inmediatos colaboradores. Las palabras que pronunció
durante su proceso fueron clarividentes: “Yo me pregunto si aquellos que hoy me
condenan no serán los mismos que un día me rehabilitarán”.
Consecuentemente, el 4 de diciembre, Kadar culminaría su traición disolviendo los
Comités Revolucionarios y los Consejos Obreros. Una represión sin paralelos en su
historia, cayó sobre el país. El pueblo salió a las calles a defender su revolución
traicionada. Como en un canto de cisne, los obreros húngaros decretaron la huelga
general del 10 y 11 de diciembre. El presidente de los Consejos obreros Sandor Racz
fue detenido. El Danubio se volvió rojo con las sangre que caía desde los puentes.
Esa breve relación cronológica era la parte de la historia húngara que en virtud de
compromisos posteriores fueron relegados al olvido. Kadar, quizás el personaje más
trágico de todos, no podría quizás, en lo más profundo de su alma, olvidar la traición
cometida. Para salvar al socialismo había hecho asesinar a obreros, soldados,
estudiantes y campesinos y, a sus mejores amigos y camaradas.
Si la “culpa” de los personajes históricos juega algún papel, sin dudas Kadar tiene algo
que ver con las reformas que comenzó a realizar el régimen en su fase tardía, pues
ellas eran, en el fondo, las mismas que había prometido Nagy. Los años, sin embargo,
pasan. El Danubio volvió a su opaco color natural (desde los tiempos de los valses de
Strauss no es azul) y Kadar fue adoptando la imágen de un déspota bondadoso y
patriarcal a quien, por mandato superior, los niños en las escuelas llamaban el “tío
Janos”.
Por cierto, el “kadarismo” gobernaba también en base a un mecanismo basado en el
chantaje. Así como el Rey que dijo “después de mí el Diluvio”, Kadar parecía decir,
“sin mí la invasión”. Es decir, Kadar sugería a su pueblo, y la sugerencia no era del
todo incierta, que bajo su régimen podían consumarse las reformas hasta el máximo
posible permitido por la URSS. La aceptación de Kadar, así como después la de Jaruzelzky en Polonia, se basaba en el miedo. Es por eso que cuando las reformas de
Gorbachov fueron aplicadas en la URSS, desapareciendo la amenaza de la invasión, la
realidad había superado los límites, después de todo, bastante amplios, impuestos por
el “kadarismo”. Había terminado la historia de Kadar y el nombre de Nagy podía, al
fin, ser rehabilitado.
1989 fue un reencuentro del pueblo húngaro con su propia historia, el momento de la
catársis; del fin de la mentira y de los silencios, o lo que es igual: la liberación de las
palabras, las que podían ser restituídas a las cosas a las que pertenecían. Como en un
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film norteamericano, el mismo día en que comenzaban los procesos legales para
rehabilitar el nombre de Nagy, murió Janos Kadar. En verdad, merecía el suicidio.
En mayo de 1990, el Parlamento, después de cuarenta años, libremente elegido,
decretó por unanimidad que el 23 de octubre, día en que comenzó la revolución
húngara de 1956, fuera declarado fiesta nacional. Así es la historia. La verdad de las
cosas es que el entierro de Nagy había sido el de Kadar.
*
Este es un extracto y resumen del texto publicado en el libro El Orden del
Caos, Historia del fin del Comunismo de Fernando Mires. Editorial Araucaria,
Buenos Aires, 2005.
***
LEA TAMBIÉN:
Las revoluciones democráticas de 1989-1990: Polonia; por Fernando Mires
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