Por qué nunca fui ni puta ni monja

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Por qué nunca fui ni puta ni
monja
Corrían los primeros setenta, yo tendría unos siete años más o menos y
hasta entonces había llevado una vida apacible en mi casa, con mis padres, en
un ambiente tranquilo en el que nunca se oían gritos ni palabras malsonantes.
En mi colegio público (Nacional, para ser exactos), las niñas ocupábamos el
piso superior y los chicos el inferior y, aunque no existía separación física alguna, cada piso tenía su parte de patio asignada en los recreos. Quizás por eso
yo sólo tenía amigas y los chicos simplemente eran “los chicos”, algo así como
una especie lejana y desconocida.
Mi abuelita se había ido al cielo hacía poco y mis padres se trajeron a
casa al tío Míchel, hermano de mi madre. El tío Míchel era muy mayor, tenía
nada menos que dieciséis años. A mí no me importaba que estuviera en casa,
siempre nos habíamos llevado bien y era divertido, pero estaba segura de que
si yo hubiera tenido su edad habría vivido sola.
Un sábado a la hora de la siesta, yo estaba en el sofá medio tumbada y
con los pies apoyados en el respaldo. Estaba viendo Sor Yeyé y según iba
avanzando la película me iba convenciendo más y más de que nada en el
mundo podía ser mejor ni más divertido que dedicar la vida a ser monja. El tío
Míchel estaba medio dormido en el sillón de al lado.
Mi madre salió de la cocina en dirección al cuarto de baño. Al verme me
dijo que me sentara bien y que quitara los pies del sofá; yo tenía intención de
obedecerla, pero estaba tan ensimismada con la película que después de ba-
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jar uno de los pies, olvidé qué era lo que me había mandado mi madre. Cuando regresó camino de nuevo a la cocina se dirigió a mí con gesto muy serio.
—¡Pero bueno, murciélago! ¿Qué te he dicho antes? Baja ahora mismo
los pies y siéntate bien. Se te va a deformar la espalda.
Inmediatamente me senté como las personas y pedí perdón a mi madre
con la mirada. Después de un rato el tío Míchel se desperezó y comenzó a
estirarse.
—Me voy bichejo —dijo revolviéndome el pelo —. Porque no hay un
dios que aguante a las putas monjas.
Putas monjas.
Era la primera vez que oía esa expresión y la curiosidad me picó. Aprovechando el primer intermedio me fui derecha a la Enciclopedia Sopena, que
días antes me había enseñado a manejar mi padre, dispuesta a resolver mis
dudas. Después de un rato al fin encontré la palabra incógnita:
“Puta: Prostituta. Dícese de la mujer pública o de vida licenciosa.”
Medité sobre lo que había leído y llegué a las siguientes conclusiones.
1ª. Puta era una abreviatura o forma cariñosa de decir prostituta: No
había más que fijarse un poco en la grafía de las palabras para darse cuenta
de ello; ProstitUTA. Sobre este punto no cabía ninguna duda.
2ª. Mujer pública tenía que ser algo así como muy conocida o famosa.
3ª. De vida licenciosa no tenía problema, significaba que tenía licencia
de Dios para hacer muchas cosas.
Por tanto, la expresión puta monja era tan natural como noche oscura,
sol brillante o divino tesoro; y prostituta era una forma muy culta de decir
monja, pero no una monja cualquiera, sino una especial como Sor Yeyé.
Poco tiempo después, en el colegio, Doña Fuencisla sacó el tema de
nuestras vidas futuras. Algunas de mis compañeras no dudaron en afirmar
que serían esposas y madres; otras más lanzadas se decantaron por ser maestras; las más atrevidas afirmaron su intención de llegar ser enfermeras. Hubo
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incluso una que estaba dispuesta a ser médico; no faltó quien le aclarara que
las chicas no éramos médicos sino enfermeras, aunque la Seño nos dijo que
aquello no era cierto, que había mujeres médicos, tras lo cual, la mayoría de
las enfermeras pasaron de la diplomatura a la licenciatura en un abrir y cerrar
de ojos. Cuando al fin llegó mi turno, dije llena de orgullo, resuelta y feliz, que
yo de mayor sería prostituta.
A juzgar por el silencio que se hizo, pensé que mi ángel de la guarda se
paseaba por el aula aplaudiendo mi vocación. Mis compañeras (que digan lo
que digan una vez pasados los años, los cierto es que no entendieron lo que
acababan de escuchar) me miraban con asombro y algo de envidia por la originalidad del oficio que había escogido, mientras que Doña Fuencisla se quedó
boquiabierta. Yo estaba segura de que era de admiración ante mi amplio y
rico vocabulario, por eso me quedé perpleja cuando se acercó a mí y,
agarrándome de una oreja, me llevó al despacho de Doña Manolita.
Me sentaron en una silla y las dos comenzaron a susurrar. La Dire no dejaba de llevarse la mano a la boca visiblemente escandalizada; luego cogió el
teléfono y llamó a mi casa; mi madre no tardó más de diez minutos en estar
también en el despacho y participar de la conversación en susurros. Mamá se
agachó junto a mí y con voz suave me preguntó.
—¿Tú sabes lo que es una prostituta?
De inmediato creí comprender lo que había sucedido. Sin duda mi palabra era tan culta y elaborada que ni la Seño, ni Doña Manolita comprendían lo
que yo quería ser de mayor; probablemente ni mi madre alcanzaba a entender. Así que con voz firme y con la total seguridad de que mi madre se sentiría
orgullosa al comprobar la sabiduría de su hija, respondí.
—Claro. Una prostituta es una puta monja.
A partir de ese momento los recuerdos son confusos. Sé que hubo gritos, incluso algún azote, aunque no sé quién me lo dio; sé que estuve varios
días sin ir al colegio, que mi padre no me hablaba y que al tío Míchel le entra-
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ba la risa cada vez que me veía.
Mi madre me hizo jurar por el Niño Jesús que jamás sería prostituta y
yo, aunque no entendía esa oposición tan radical a mi vocación religiosa, lo
juré porque no quería ver a mi madre tan triste.
Con el paso del tiempo comprendí el malentendido, y aunque en conciencia a lo que yo había renunciado era a un futuro misionero o de clausura,
lo cierto es que, de forma literal, lo que había jurado era no vender favores
sexuales. Ante ese conflicto filosófico, decidí ser fiel al juramento que le había
hecho a mi madre tanto en la forma como en el fondo, por lo que nunca volví
a contemplar la posibilidad de ser puta o monja.
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