EDUCAR, ¿ES UNA TIRANÍA? «¿A estudiar, ahora? ¡Con todo lo que tengo que hacer!» Yo, que nunca fui buen estudiante, simpatizaba fervorosamente con su desaliento pero no tenía más remedio que ponerme del lado de la aparente tiranía adulta. ¿Aparente... o real? ¿Es acaso cierto que obligamos a los niños a estudiar por su propio bien, según la detestable expresión que los años nos hacen llegar a aborrecer porque suele servir también para legitimar las peores injerencias públicas en nuestra vida?, ¿Tenemos derecho a imponerles la disciplina sin la cual desde luego no aprenderían la mayoría de las cosas que consideramos imprescindible que lleguen a saber?. En cierto sentido, la tiranía es real. Hablamos de «tiranía» cuando quien tiene el poder fuerza a otros para que hagan o dejen de hacer algo en contra de su voluntad. Y no cabe duda de que esto es lo que sucede en los primeros años de cualquier tipo de enseñanza. Pero los tiranos, protestarán muchos, no imponen su dictadura por el bien de sus víctimas sino por el suyo propio. Bueno, sin llegar quizá a los extremos de Calígula, es evidente que nosotros tampoco educamos a los niños sólo por su propio bien sino también y quizá ante todo por razones egoístas. Hubert Hannoun (en Comprendre l'éducation) aventura que educamos «para no morir, para preservar una cierta forma de perennidad, para perpetuarnos a través del educando como el artista intenta perdurar por medio de su obra». Ante la fugacidad desesperante de la vida y la muerte que todo parece borrarlo, no hay sed más imperiosa que la de tratar de perpetuar nuestra experiencia, nuestra memoria colectiva, nuestros hábitos y nuestras destrezas, transmitiéndolos a quienes provienen de nuestra carne y crecen en nuestra comunidad. Non omnis moriar, escribió Horacio confiando en la posteridad de su obra, y nosotros tampoco queremos morir del todo, delegando la conservación de lo que somos y anhelamos a la generación venidera. La educación constituye así algo parecido a una obra de arte colectiva que da forma a seres humanos en lugar de escribir en papel o esculpir en mármol. Y corno en cualquier obra de arte, hay mucho más tic autoafirmación narcisista que de altruismo... También en otro sentido la educación responde antes a los intereses de los educadores que a los de los educandos. Para que la sociedad continúe funcionando -y éste es, en cualquier grupo humano, el interés primordial- es preciso que aseguremos el reemplazo en todas aquellas tareas sin Ias cuales no podríamos subsistir. Hace falta pues preparar a los neófitos, cuyas fuerzas intactas son necesarias para que la gran maquinaria no se extinga, a fin de que sepan ayudarnos y sostengan todo aquello de lo que la fatalidad biológica nos va haciendo a los mayores poco a poco dimitir. Y desde luego no les pedimos previamente su aquiescencia antes de imponerles los preparativos casi siempre poco gratos de esta colaboración. De modo que en cualquier caso los niños son reclutas forzosos, sea porque los utilicemos como una de las prótesis sociales para asegurarnos cierta inmortalidad o sea porque recabemos su esfuerzo adiestrándoles en el cumplimiento de empresas que les preexisten y les necesitan. ¿Podría acaso ser de otro modo? Las sociedades, según vimos al comienzo de estas páginas, son humanógenas. Su principal producción es la manufactura de seres humanos y para conseguirlos no contamos con otro modelo (ni otro instrumento) que los seres Humanos ya existentes. No preguntamos a nuestros hijos si quieren nacer ni. tampoco si quieren parecérsenos en conocimientos, técnicas y mitos. Les imponemos la humanidad tal como nosotros la concebimos y padecemos, igual que les imponernos la vida. Oscuramente, presentimos que les condenarnos a mucho pero también que les damos la posibilidad de inaugurar algo. Las rebeliones contra esta inevitable tiranía suenan siempre a exabrupto retórico, aun en los casos en que se expresan con la fuerza de la poesía o la profundidad de la metafísica. «¡Nadie me pidió permiso para traerme a este mundo!»: en efecto, ese trámite es tan difícil que suele ser obviado, pero la queja expresa más bien el descubrimiento de lo que somos, no la nostalgia de no haber sido. Y ya que estamos aquí, en el ser, lo único que los demás pueden compartir con los recién llegados es lo que son, las formas que el ser tiene para ellos. Si la educación implica cierta tiranía, es una tiranía de la que sólo pasando por la educación podremos en alguna medida más tarde librarnos. Todos los buenos maestros conocen. su condición potencial de suicidas: imprescindibles al comienzo, su objetivo es formar individuos capaces de prescindir de su auxilio, de caminar por sí mismos, de olvidar o desmentir a quienes les enseñaron. La educación es siempre un intento de rescatar- al semejante de la fatalidad zoológica o de la ]imitación agobiante de la mera experiencia personal. Proporciona a la fuerza algunas herramientas simbólicas que luego permitirán combinaciones inéditas y derivaciones aún inexploradas. Es poco, es algo, es todo, es el embarque irremediable en la condición humana. En otras épocas y otras culturas la imposición de este condicionamiento social ha aparecido menos cuestionable. Pero el afianzamiento moderno del ideal de libertad personal plantea una paradoja mucho más difícil de resolver. Desde luego, el objetivo explícito de la enseñanza en la modernidad es conseguir individuos auténticamente libres. Pero ¿cómo admitir sin recelo o sin escándalo que la vía para llegar a ser libre y autónomo pase por una serie de coacciones instructivas, por una habituación a diversas maneras de obediencia?. La respuesta estriba en comprender que la libertad de la que estamos hablando no es un a priori ontológico de la condición humana sino un logro de nuestra integración social. A ello apuntaba Hegel, cuando estableció que «ser libre no es nada, devenir libre lo es todo». No partirnos de la libertad, sino que llegamos a ella. Ser libre es liberarse: de la ignorancia prístina, del exclusivo determinismo genético moldeado según nuestro entorno natural y/o social, de apetitos e impulsos instintivos que la convivencia enseña a controlar. Ninguno de los seres vivos es «libre» si por tal entendemos capaz de inventarse del todo a sí mismo a despecho de su herencia biológica y sus circunstancias ambientales: lo único a que puede aspirar es a una mejor o peor adaptación a lo forzoso. Sólo los humanos podemos (relativamente, desde luego) adaptar el entorno a nuestras necesidades en lugar de resignarnos sencillamente a él, compensar con apoyo social nuestras deficiencias zoológicas y romper las fatalidades hereditarias a favor de elecciones propias, dentro de lo posible pero a menudo contra lo rutinariamente probable. La libertad no es la ausencia original de condicionamientos, sino la conquista de una autonomía simbólica por medio del aprendizaje que nos aclimata dentro de la comunidad… F. Savater, El valor de educar