F a 96 Azaña-Negrín: las difíciles relaciones de dos presidentes* Cuando en mayo de 1937, Manuel Azaña, presidente de la República, le ofreció el encargo de formar gobierno, Juan Negrín no era para él un desconocido. Lo había tratado al menos desde que unos cuantos amigos, allá por 1922, decidieron ofrecer un homenaje a Ramón del Valle Inclán y se reunieron en el café Fornos, de Madrid el día 1 de abril para celebrar una comida en su honor. Más importante para sus biografías políticas fue que sus nombres aparecieran firmando el Manifiesto que la Alianza Republicana dirigió al país el 11 de febrero de 1926 con ocasión del aniversario de la República española. «Fui republicano desde que tuve sensibilidad política», recordará Negrín en su primera conferencia en la Casa del Pueblo de Madrid, cuando en 1929 ingrese en el PSOE y se pregunte por «las causas que me indujeron a serlo». Esta opción por el socialismo en función de lo que tenía de republicano fue lo que llevó a Negrín a incorporarse como depositario a una Junta directiva del Ateneo de Madrid y, aunque aquella Junta solo duró unos días, es muy posible que durante el segundo semestre de 1930 también el Ateneo haya sido lugar de encuentro de quienes sólo unos años antes habían firmado manifiestos a favor de la República. Será con la República ya instaurada cuando los dos personajes vuelvan a encontrarse. Una mañana de noviembre de 1931, Negrín, como secretario de la Junta Constructora de la Ciudad Universitaria, fue a buscar a Manuel Azaña, presidente del Gobierno, para visitar las obras y todavía volverán juntos a los terrenos lindantes con El Pardo en marzo de 1932, cuando ya estaban en marcha los planes de acceso y extrarradio impulsados por el nuevo Ministerio de Obras Públicas en el que Prieto desplegaba toda su energía. Soñando con un Madrid como capital representativa de la República, lo que no podía sospechar Manuel Azaña era que pocos años después recorrería los mismos lugares como presidente de la República acompañado de nuevo por Juan Negrín, ahora como presidente del Gobierno. Eran ya dos presidentes, las máximas autoridades de una República en guerra, los que cruzaban El Pardo en noviembre de 1937, evocando el pasado y lamentando la suerte del monte y de los terrenos de La Veguilla. Nostalgias de un tiempo reciente, perdido para siempre. En noviembre de 1937, cuando Azaña y Negrín, que han venido a Madrid para pasar revista a las tropas que lo defienden, recorren por tercera y última vez en buena amistad y armonía el monte de El Pardo, la República está en guerra. No la ha querido, pero tiene que defenderse. Para eso había ofrecido a Negrín, en mayo de ese mismo año, la presidencia del gobierno. Mucho se ha especulado sobre esta oferta, cuando lo cierto es que todo lo que era preciso saber sobre ella estaba dicho y repetido por los mismos protagonistas. Bajo la presidencia de Largo Caballero, la República no había cosechado más que reveses militares en el interior y pérdidas de posición en el exterior. Desde la caída de Málaga, los partidos que apoyaban al gobierno estaban convencidos de la necesidad de imprimir un giro que redujera el papel de los sindicatos y reforzara el de los partidos. Era exigencia claramente expresada por los comunistas, y apoyada por socialistas y republicanos que Largo Caballero, permaneciendo al frente del gobierno, abandonara la titularidad del Ministerio de la Guerra. Los sucesos de mayo de 1937 en Barcelona reforzaron la necesidad de ese cambio y el entendimiento entre los partidos para provocarlo sin más demora. Santos Juliá Conferencia de Manuel Azaña (en primer término) en el cine Pardiñas. Foto Alfonso. Archivo General de la Administración. Ministerio de Cultura. A z a ñ a - N e g r í n : l as d i f i c i l e s r e l a c i o n e s d e d o s p r e s i d e n t e s F a 98 La caída del gobierno de Largo Caballero dejó al presidente de la República por vez primera desde el comienzo de la guerra margen suficiente para iniciar las conversaciones con objeto de encontrar una salida a la embrollada situación. Después de la rebelión militar de julio de 1936 y de la revolución obrera y campesina que fue su primera consecuencia, Azaña permaneció en la presidencia porque así lo decidió, libremente, pero no sin grandes vacilaciones y angustias interiores. Se quedó, no por cobardía ni por sentirse prisionero de unos o de otros, sino por los motivos que él mismo explicó en numerosas ocasiones: por repudio a la rebelión militar, por respeto hacia los combatientes y porque, a pesar de su desolación por el curso de la guerra y los destrozos de la revolución, para él la República era la ley, el orden, la convivencia, la democracia. Se quedó, pues, pero con su capacidad de intervención muy mermada para el desempeño de sus funciones presidenciales: A José Giral le encargó la formación del primer gobierno tras el golpe militar porque sus propuestas para que un socialista presidiera un gobierno de unidad nacional tropezaron con la negativa del PSOE, que tampoco apoyó el intento de Martínez Barrio de formar gobierno. Mes y medio después, cuando Giral traspasa el gobierno a Francisco Largo Caballero en los primeros días de septiembre, Azaña se mantiene como testigo mudo, aunque está convencido de que Largo no es el hombre del momento. Más adelante, a partir de noviembre, el pequeño margen que le quedaba para cumplir su función presidencial desaparece por completo: si comunica su acuerdo para la incorporación de miembros de la CNT al Gobierno, no puede soportar la idea de que el ministerio de Justicia vaya a manos a Juan García Oliver, pero su protesta ante Largo Caballero no tienen ningún efecto. Retirado en Montserrat, un viaje Valencia a finales de enero para pronunciar el primer de discurso de guerra le devolvió la capacidad de iniciativa que había perdido en los primeros meses. Luego los acontecimientos de mayo de 1937 en Cataluña, hicieron el resto. Largo Caballero salía de la presidencia empujado por los partidos políticos que formaban la coalición gubernamental: comunistas, socialistas y republicanos. Para sustituirle, no valían los comunistas, que por lo demás, no habrían aceptado en ningún caso la presidencia; tampoco los republicanos, que ya habían presidido el gobierno y que estaban muy disminuidos por el mismo curso de la guerra; quedaban los socialistas, pero de éstos, la facción que apoyaba a Largo Caballero estaba descartada. Había que elegir, pues, entre los dirigentes El doctor Negrín, presidente del Gobierno, pronuncia un discurso con motivo de la despedida-homenaje a las Brigadas Internacionales. Poblet (Tarragona), 25 de octubre de 1938. Foto Juan Guzmán. Santos Juliá 99 de la facción liderada por Indalecio Prieto, a quien Azaña ya había ofrecido el encargo exactamente un año antes, en mayo de 1936 cuando él fue elegido presidente de la República. Negrín se contaba entre los escasos políticos que mantenía buenas relaciones con todas las fuerzas del Frente Popular. Aunque amigo de Prieto y colaborador suyo, no había sido protagonista de ningún enfrentamiento con Largo ni con la UGT. Conocía bien a los comunistas, españoles y soviéticos y por su formación y energía gozaba de mucho aprecio entre los republicanos, que lo consideraban desde antiguo como uno de los más cercanos a sus posiciones políticas. Además, podía conseguir la colaboración o la neutralidad de la CNT, con la que nunca había tenido especiales Francisco Largo Caballero (i), ex presidente del Gobierno español a su llegada a la estación de D’Orsay. París, 5 de diciembre de 1937. F a En esta ocasión, Azaña eligió, sin embargo, a Juan Negrín aunque cuidando de no desairar a Prieto, que recibió los dos ministerios militares —el de Guerra y el de Marina y Aire— reunidos en un nuevo Ministerio de Defensa. La razones, él mismo las dejo escritas y no hay motivos para no creerlas. La primera, porque no se fiaba de Prieto al frente del Gobierno, aunque tal vez nadie como él en aquellos momentos para fundir en uno sólo los ministerios militares. Azaña conocía a Prieto de antiguo y estimaba sus cualidades y su capacidad de trabajo, pero ya en 1931 había tenido que trasladarlo de Hacienda a Obras Públicas debido a sus ‘repentes’. Le pareció más útil «aprovechar en la presidencia la tranquila energía de Negrín», un político más completo y más idóneo que Prieto para presidir un gobierno de coalición. «Si no se puede gobernar con el Frente Popular, no hay gobierno», le había dicho a Martínez Barrio cuando desechó la idea de encargarse personalmente del poder. A z a ñ a - N e g r í n : l as d i f i c i l e s r e l a c i o n e s d e d o s p r e s i d e n t e s 100 relaciones ni de cercanía ni de rechazo. En resumen, Negrín era el único de los políticos de relieve de la República que en mayo de 1937 no concitaba el rechazo de ninguno de los partidos ni sindicatos que formaban el Frente Popular. Todo esto debió de pesar en el ánimo de Azaña para optar por él. Pero la razón decisiva fue la misma que le mantenía en la presidencia de la República: no veía ninguna salida posible a la guerra que no pasara por una mediación internacional. Azaña partía del supuesto de que era imposible para la República ganar la guerra: «La victoria es una ilusión», dijo a Ángel Ossorio ya en septiembre de 1936. Y como Ossorio le replicara que entonces había que tratar con Franco, Azaña le contestó: -«No lo creo; hay que defenderse y procurar que no perdamos la guerra en el exterior». Eso fue lo que intentó desde diciembre de 1936, explorando la posibilidad de una iniciativa francobritánica que obligara a Alemania e Italia a poner fin a su apoyo a los militares rebeldes. Con los frentes restablecidos, el momento era propicio para forzar una mediación internacional y Negrín le parecía el presidente que mejor podía avanzar en esa dirección pues tenía una amplia experiencia internacional y un amplio dominio de lenguas. Razones de política internacional se añadían así a las de carácter y de política interior para hacer de Negrín a los ojos de Azaña, el mejor candidato posible a la presidencia del gobierno. Lo que Azaña pretendía era tener al frente del gobierno a un político que reconstruyera el Estado, fortaleciera al ejército Manuel Azaña (i) y Juan Negrín despiden a las Brigadas Internacionales. Barcelona, 28 de octubre de 1938. republicano y buscara la paz por medio de una mediación internacional. Con Largo Caballero, esa política de defensa en el interior y no perder la guerra en el exterior estaba descartada: incapaz de sintonizar con él, Azaña sufrió los desaires de su jefe de gobierno cada vez que requería su firma para cuestiones de las que ni siquiera habían hablado. Con Negrín era otra cosa; Negrín era un político, no un dirigente sindical; un republicano, no un socialista que soñara con la revolución; con él se podía hablar y entenderse. Eso era, al menos, lo que Azaña creía en mayo de 1937. Dejó de creerlo no porque desde el primer momento sus puntos de vista chocaran frontalmente. Como prueba: la visita a los frentes a mediados de noviembre de 1937; la relación entre ambos presidentes se Santos Juliá mantuvo fluida y cordial durante el verano y el otoño de ese año, a pesar de los reveses militares, con la pérdida de todo el Norte. La reconstrucción del Estado y la mayor disciplina militar parecía mostrar que la República sería capaz de defenderse en el interior, lo que acabaría por inducir a las potencias democráticas a revisar los resultados de la política de No Intervención. Pero sin haberse producido tal revisión, el desastre de Teruel, con la ruptura del frente republicano modificó por completo la percepción de la realidad: desde marzo de 1938 no perder la guerra en el exterior se convirtió para el presidente de la República en la urgencia de buscar una mediación internacional que pusiera lo antes posible fin a la guerra. El problema consistía en que, tras una derrota como la de Teruel, con el posterior corte del territorio de la República en dos zonas, buscar una mediación era un signo de capitulación. Negrín pronuncia su discurso durante el acto inaugural de la apertura de la XVIII sesión de la Sociedad de Naciones. Ginebra (Suiza), 14 de septiembre de 1937. Pedralbes. Cuando Azaña se incorporó a la reunión y pidió a Negrín que le dijera qué había, Negrín le contesta: «Consultado el Gobierno, hay unanimidad en rechazar la proposición francesa». Azaña, incrédulo, pregunta: «¿Unánimemente… todos?», y sin esperar respuesta se dirige a los ministros para exponerles un desolador panorama de la situación: «¿Se puede ganar con los recursos actuales?», les pregunta. Los ministros callan, pero quien calla, otorga, apunta Azaña, que cree que todavía quedaba tiempo para realizar una gestión enérgica cerca de Francia. Si no ayudan, él conoce su deber, añade, dando a entender que dimitirá la presidencia de la República. También conocía su deber Negrín, que manifestará el 26 de marzo al embajador de Francia su rechazo a cualquier iniciativa de mediación:»Todo gobierno que acepte entrar en un procedimiento de conciliación, reconociendo así de una manera u otra su derrota —le dijo— será inmediatamente barrido» y «otro gobierno infinitamente más violento se formará de inmediato para proseguir la lucha». Según Negrín, no había elección, sino la de vencer o morir. Él era uno de los convencidos: «venceremos». Fiaba esa victoria a lo rápido que marchaban los acontecimientos internacionales, de lo que se podía esperar que las potencias extranjeras se vieran obligadas a disminuir su presión para llevar su armamento a otras partes. Entonces, F a A los ojos de Azaña y Prieto, el curso de las operaciones mostraba que el ejército republicano nunca podría ganar y que la continuación de la defensa no tenía sentido. Negrín conocía bien ese espíritu, que tachó de derrotista, y en una reunión con los ministros, el 15 de marzo de 1938, pidió a cada uno que se pronunciara sobre lo que fuera preciso hacer. El día siguiente, en el consejillo celebrado antes de la reunión con el presidente de la República, Negrín vuelve a plantear la cuestión de la mediación ofrecida por Francia. Prieto rechaza la posibilidad porque si el ejército se enterase cundiría la desmoralización, mientras Giral y el resto de los republicanos la aceptarían siempre que partiera de Francia, no como una iniciativa del Gobierno. Conocido este estado de ánimo, el PCE, que defendía la política de resistencia, convocó una gran manifestación el 16 de marzo de 1938 ante el palacio de A z a ñ a - N e g r í n : l as d i f i c i l e s r e l a c i o n e s d e d o s p r e s i d e n t e s El presidente de la República, Manuel Azaña (2d), con el presidente del Consejo de Ministros, Juan Negrín (3d), y el ministro José Giral (4i) recorriendo los frentes del centro. A la derecha, de uniforme, el general Vicente Rojo. Valle de Torija (Guadalajara), 13 de noviembre de 1937. Santos Juliá A z a ñ a - N e g r í n : l as d i f i c i l e s r e l a c i o n e s d e d o s p r e s i d e n t e s 104 El presidente de la República, Manuel Azaña (i), con el presidente del Consejo de Ministros, Juan Negrín (d). F a los republicanos, reforzados y apoyados en las masas, recuperarían la ventaja y estarían en condiciones de pasar de nuevo a la ofensiva: «la primera gran victoria republicana será suficiente y será la victoria total». Dichas a finales de marzo de 1938, Negrín apostaba todavía a la carta de una «gran victoria» que cambiaría el curso de la guerra. A partir de ese momento, las relaciones entre los dos presidentes se deterioraron gravemente y fue imposible el entendimiento. Azaña se confesaba abrumado por una desproporción de fuerzas que jamás podría ser reequilibrada si Inglaterra y Francia mantenían su política de no intervención, mientras Negrín sólo buscaba que Francia permitiera el tránsito de armas por su territorio o que accediera a enviar armas para reforzar el ejército republicano. Azaña no puede soportar la perspectiva de continuar en guerra otro año más, está convencido de que hay que provocar el fin de la lucha, pero no sabe cómo ni cuándo hacerlo, desecha la eventualidad de abrir una crisis ministerial y no ve en el horizonte la posibilidad de una mediación: habrá que consolarse con un «esfuerzo internacional de carácter exclusivamente humanitario». Negrín, por su parte, no sólo rechaza la oportunidad de una mediación sino que está dispuesto a resistir lo que sea preciso, pasando a la ofensiva con el objetivo de conseguir la gran victoria siempre soñada. Decidido, pues, a continuar la guerra en la esperanza de la batalla decisiva, Negrín resolvió apartar a Prieto del ministerio de Defensa después de una tensa reunión del Consejo de ministros de 29 de marzo, pero un incidente con Jesús Hernández complicó la ya difícil solución. Pidió al Partido Comunista que retirase a Hernández y redujese su presencia a un sólo ministro y propuso a Prieto que renunciase a Defensa y aceptase otro ministerio. Los comunistas accedieron, Prieto rechazó la oferta, y Azaña mantuvo durante algún tiempo abierta la crisis. En el orden exterior, había dado la guerra por perdida ante la pasividad de las democracias; en el orden interior, había llegado a la conclusión de que debía sustituir a Negrín al frente del Gobierno pero, como en el caso de Caballero, no por una decisión personal. Muchos le habían venido «con el cuento al oído de que no es posible seguir así, que Negrín es un dictador, que está entregado a los comunistas, que la guerra va mal, que la gente está muy descontenta». Azaña convocó a los dirigentes de los partidos y sindicatos, para que le dijeran lo mismo, ahora ya con «la responsabilidad cada cual de sus propios actos». Fue una iniciativa contraproducente para una situación que no se parecía en nada a las anteriores. Azaña no Santos Juliá Azaña quedó más solo que nunca. Negrín se negó a dar explicaciones sobre la situación militar y redujo todo el problema a una cuestión de fe: yo creo en el triunfo y Prieto y Giral, no. Azaña no tuvo más que añadir y zanjó, malhumorado: «el problema es la situación militar y esta reunión no sirve para nada». En efecto, la reunión sólo sirvió para agravar todavía más las ya pésimas relaciones con Negrín. Azaña no disponía ni de una política alternativa que no presentara todas las apariencias de una pura y simple capitulación, ni de un dirigente político capaz de sustituirle al frente del Gobierno. Negrín hace todo lo posible por evitar los encuentros, no acude a sus llamadas, o tarda en hacerlo y, cuando llega, tiene prisa en acabar: ya no habrá más conversaciones distendidas. Mantiene su política de resistencia y ofensiva, de la que será última manifestación la batalla del Ebro, mientras Azaña insiste en el discurso que tiene ocasión de pronunciar el 18 de julio de 1938 en la búsqueda de una paz mediada por las potencias europeas. 105 La relación entre Manuel Azaña y Juan Negrín, cordial y muy respetuosa en un tiempo, agria y muy despectiva en otro, tendrá un inesperado final, muy lejos de aquel Madrid en que se habían conocido. El 20 de junio de 1940, Juan Negrín, bajo las bombas de la aviación alemana, se acercó desde Burdeos a Pyla-surMer, para invitar al ex presidente y a su cuñado a ocupar dos puestos todavía libres de una embarcación que esperaba en el puerto la llegada del práctico para emprender viaje a Inglaterra. Azaña quedó muy impresionado por la visita y la generosa oferta, pero, gravemente enfermo, no se sintió con fuerzas para aceptarla: «Ya ha hecho usted con venir más que muchos amigos», le dijo, pensando en Prieto, que había embarcado hacia México sin despedirse. Con los alemanes pisándole los talones, y mientras Juan Negrín embarcaba hacia Londres, Manuel Azaña viajaba en ambulancia desde Pyla-sur-Mer hasta Montauban, donde unos meses después encontraría la muerte. * Texto correspondiente a la intervención del autor en 12 Curso de Pensamiento Carlos Gurméndez. 2009. Imagen de los tres diarios que escribió Azaña cuando estaba en el Gobierno de la República y que le fueron robados por un diplomático para ponerlos al servicio de Franco. Actualmente están depositados en el Archivo Histórico Nacional. F a había retirado su confianza a Negrín ni éste había dimitido: más que una crisis, lo que había era una iniciativa, tomada por el presidente del Consejo en el ejercicio de su función y de sus poderes, de remodelar el Gobierno. El objeto de aquella reunión, por tanto, no estaba claro y hasta podía interpretarse como si Azaña necesitaba que ante Negrín los jefes de los partidos manifestaran su desconfianza en el presidente del Consejo para él retirársela. Como era de esperar, nadie se manifestó en aquella reunión contra Negrín, y