INSTITUTO HIJAS DE MARÍA AUXILIADORA fundado por san Juan Bosco y por santa María Dominica Mazzarello N. 904 El acompañamiento como experiencia de comunión y estilo de expresar el amor Me dirijo vosotras, queridas hermanas, para continuar el diálogo con cada una de vosotras y con cada comunidad a partir de las Actas del Capítulo. Somos conscientes de que si el hilo conductor de las mismas es la conversión al amor, el acompañamiento es la condición para realizar los caminos de conversión al amor (cfr. Actas n. 35). El acompañamiento entra en el proceso de formación y tiene raíces en la misma estructura de la persona humana, creada a semejanza de Dios, que es amor. Está presente en la Biblia y en la inspiración carismática de Don Bosco y de la Madre Mazzarello. Se considera hoy especialmente urgente y necesario para nuestro crecimiento vocacional y nuestra misión, para el testimonio de nuestra vida consagrada. Estamos pues llamadas a descubrir y a elegir con renovada convicción el acompañamiento en las diversas estaciones de la vida. «La experiencia del acompañamiento... es una de las formas de poner en práctica el Sistema Preventivo como comunidad que vive el espíritu de familia: una comunidad en la cual nos cuidamos las unas a las otras y, junto a las seglares y los seglares, cuidamos a las jóvenes y a los jóvenes que nos son confiados. La promesa hecha a don Bosco, Yo te daré la maestra, y la llamada percibida por María Dominica Mazzarello, A ti te las confío, nos orientan a asumir el acompañamiento como experiencia de comunión y estilo para expresar el amor» (Actas n. 35). Tal experiencia empieza con el compromiso de dejarse acompañar por la Palabra. Este es el primer punto de reflexión que deseo ofreceros. Me detendré después sobre el coloquio personal y el acompañamiento recíproco, dejando para otro momento el acompañamiento de los jóvenes, dimensión vital de nuestro carisma. Dejarnos acompañar por la Palabra En la visión cristiana, el acompañamiento no es tanto el hecho de guiar a los demás cuanto el de dejarnos acompañar por la Palabra de Dios. Ella llega hasta nosotras, abre nuestros oídos, llama a la puerta de nuestro corazón y no se va sin antes haber provocado un cambio. El Señor nos alcanza en lo cotidiano: nos pide atención y escucha para darnos su amor. Hemos de estar vigilantes y abrir el corazón para acogerlo. Él está a nuestra puerta y llama. Es responsabilidad nuestra abrirle nuestro interior para que ocupe un lugar. Si la Palabra escuchada en la liturgia eucarística de cada día no nos atrae y no consigue ya sorprendernos, podremos tal vez acumular conocimientos que producirán saber, pero no sabiduría, y nosotras permaneceremos en el umbral de la casa, sin entrar en el silencio del corazón donde el Señor nos espera para encontrarnos en profundidad. Aquí se realiza nuestra transformación por medio del Espíritu que nos conforma con la imagen de Jesús. Los profetas mantuvieron vivos a lo largo del tiempo la fuerza y el atractivo misterioso de la palabra de Dios. No obstante su fragilidad, el pueblo hebreo no dejaba de estar abierto a la Palabra e invocaba con el Salmista: «Ven a visitar tu viña, la cepa que tu diestra plantó y que tú hiciste vigorosa» (Sl 79, 15-16). En Jesús, Dios nos visitó, la Palabra se hizo hombre, vive en nosotros y actúa en nosotros. En su Camino de perfección, Santa Teresa recordaba que en nosotros hay algo incomparablemente más precioso que lo que aparece y no debemos creernos vacías por dentro: un Huésped excelente mora en nosotros (cfr. Obras, 10). Con palabras sencillas, pero llenas de sabiduría, la Madre Mazzarello repetía: «Es la mano de Dios la que trabaja en vosotras» (L 66,2). Esto es verdad también para nosotras, si reconocemos la presencia del Señor y nos dejamos acompañar por su Palabra, que es lámpara para nuestros pasos y luz en nuestro camino. De María de Nazareth aprendamos a acoger la Palabra, a guardarla en el corazón, a hacerla operativa. La lectio divina, cada vez más practicada en las comunidades, es un estilo de acompañamiento que nace de la escucha de la Palabra. Ésta nos sorprende con su amor sin medida, que sobrepasa nuestros méritos y nuestras debilidades, nos acompaña en el vivir cotidiano, nos interpela a cada una y a cada comunidad para discernir los signos del amor de Dios en nuestras vicisitudes personales y en la historia. La escucha de la Palabra tiene la fuerza de un compromiso asumido como comunidad cuando la realizamos juntas: «Todo el pueblo prestaba oídos para escuchar el libro de la ley», se dice en el libro de Nehemías. La escucha implicaba luego levantar las manos, que se abrían a los hermanos y hermanas en la caridad (cfr. 8, 3; 12). EI Coloquio personal Entre las formas de acompañamiento, las Actas del Capítulo nos citan el coloquio personal de la forma prevista en las Constituciones (cfr. C 34 y 147). Aunque su práctica en algunos ambientes está un poco desatendida, el coloquio se considera una experiencia de vida, una posibilidad de confrontarse con las mediaciones que el Señor pone en nuestro camino para que juntas tendamos hacia la misma meta. Nos preguntamos: «¿Por qué entonces el coloquio, llave que abre los corazones, según don Bosco, ha caído en desuso en algunas de nuestras realidades?» Os invito a buscar los motivos, que son diferentes según las situaciones personales y comunitarias. El coloquio es un momento formativo fundamental para el crecimiento de las personas y para la realización del carisma. Es una perla que da valor a nuestra familia. El Proyecto Formativo lo propone como forma de acompañamiento personal, hoy especialmente urgente, dado el carácter cada vez más funcional de las relaciones humanas, la multiplicidad de los puntos de referencia, la complejidad de la misión. Para que sea fecundo, este acompañamiento debe vivirse como un acto de fe, suscitar esperanza y dar confianza, favoreciendo un diálogo que llegue a la profundidad del espíritu. Debe poder insertarse en el tejido ordinario de la existencia, donde los gestos ordinarios ayudan a madurar gradualmente la capacidad de acoger al otro en la propia morada interior. No es posible ningún coloquio auténtico cuando se alzan barreras de autosuficiencia y de seguridad que impiden comunicarnos de forma clara y transparente; que no permiten relacionarnos la una con la otra mediante un diálogo sincero y honesto. El coloquio no es solamente un momento para presentar la propias razones, los propios proyectos y las dificultades que se han tenido para realizarlos, sino que es don del Espíritu y, al mismo tiempo, trabajoso proceso para buscar la voluntad de Dios, en la escucha recíproca y sin prejuicios. Cuestiona la forma con que entramos en contacto con nuestra propia interioridad, más allá del espacio emotivo del “me siento”, “me gusta” o “estoy de acuerdo”. Cuando se ha realizado bien, el coloquio nos libera de la necesidad exasperada de aprobación o de ratificación. Nos purifica de excesivas expectativas en los diálogos con la directora o la inspectora y nos dispone a admitir nuestra fragilidad, mientras nos hace conscientes de estar acompañadas por el Espíritu Santo para realizar un designio de amor. Es importante que en el coloquio no se busque tanto a la persona con la cual sentirse a gusto y desahogarse, sino a la que puede ayudar a vivir las exigencias del amor evangélico y a despertar los dinamismos de crecimiento recordados en la Circular 903. Son los dinamismos de la vida según el Espíritu que crean en nosotras espacios de amor cada vez mayores, haciéndonos comprender la belleza, el atractivo de seguir a Jesús, la alegría y la esperanza de anunciar su Reino. El coloquio es un proceso de fe que potencia la identidad y la pertenencia carismática. La maduración vocacional crece con el sentido de pertenencia y ésta implica siempre corresponsabilidad, apertura para escuchar y comunicar con libertad. Es una oportunidad que algunas familias religiosas nos envidian; un regalo también para la guía que aprende prestando atención a lo vivido por las hermanas, en las que descubre la acción silenciosa del Señor, las fatigas, las alegrías, la búsqueda sincera que les permite vivir con fidelidad la respuesta vocacional. El coloquio requiere relaciones de recíproca confianza y de libertad interior. Implica la íntima convicción de que disponemos de un espacio privilegiado para discernir qué nos pide el Señor si queremos entrar en su dinamismo de amor. El coloquio puede considerarse plenamente dentro de una óptica relacional y sacramental, en la cual, lo que acontece entre las personas va siempre más allá, las integra en una comunión que las supera por la presencia misteriosa de Jesús que transforma la existencia (cfr. PF 90-91). Es lugar sagrado en el que se encuentran las exigencias de la persona y el designio de Dios sobre ella. Un encuentro que implica a las personas sin abocarlas a formas de dependencia o de control sino orientándolas hacia una relación cada vez más verdadera y profunda con Cristo, con las hermanas y las y los jóvenes que Él nos confía. Por esto la que acompaña debe ser mujer de comunión, abierta a las mociones del Espíritu, experta en humanidad, discreta y reservada, capaz de prestarse al debate, de captar y valorar cada pequeño signo de la acción de Dios en las hermanas. En su pobreza, ella confía en Aquél que actúa en el corazón de cada persona que le pertenece. El acompañamiento recíproco En la profesión religiosa cada FMA declara vivir fielmente los compromisos que asume, confiando en la gracia de Dios y en la ayuda de las hermanas (cfr. C 10). Tenemos la responsabilidad de potenciarnos recíprocamente con vistas a la realización de un deber común, con espíritu de familia (cfr. PF 58). Se nos ha confiado a unas y otras realizar un proyecto de amor. La vida de todos los días es una llamada a preocuparnos unas por otras, un camino hacia la realización de la identidad carismática, sembrada de signos de amor que hemos de saber reconocer y acoger, y de elementos que debemos discernir y purificar. La comunidad real, el ambiente en el cual nos encontramos, constituye la base indispensable que nos acompaña en el vivir la vocación, donde la fidelidad de cada una se convierte en enriquecimiento recíproco. La relación de reciprocidad se construye en el tiempo a través de un camino de maduración en el que el sujeto opta por superar la forma relacional egocéntrica para abrirse a amar al otro como un ‘tú’, sin querer cautivar su libertad y afectividad y sin negarse a la diversidad. Se funda en una serena y realista valoración de sí y en el compromiso de reconocer la realidad de la otra persona como riqueza para valorar y no para dominar. La capacidad de relación es una de las aptitudes más necesarias para vivir la vocación salesiana, como nos han enseñado don Bosco y la Madre Mazzarello. Es el canal privilegiado a través del cual se realiza, de generación en generación, la transmisión de los valores carismáticos. La calidad de la relación, en la que siempre podemos crecer, tiene un excepcional alcance formativo, educativo, y también terapéutico. Requiere una formación en la responsabilidad y en una sana autonomía, como también una reflexión sobre la forma de entender la obediencia y el servicio de autoridad para que se viva con «corazón evangélico, promoviendo en la comunidad las condiciones que permitan el desarrollo de la vida y de la alegría, valorando todos los recursos con el estilo de la coordinación para la comunión» (Actas CG XXII n. 37,6). En todas, el acompañamiento exige madurez y libertad interior, junto a la conciencia de saberse acompañadas en primera persona. Ninguna ciertamente puede guiar a otras si no se siente ella misma acompañada. El sí dicho cada día al Señor a través de las mediaciones humanas – aunque sean frágiles y débiles - nos hace capaces al mismo tiempo de acompañar, nos habilita para hacer con libertad lo que requiere la caridad (L 35,6). Invito a cada una a reflexionar concretamente sobre esta realidad, reconociendo cómo Dios le habla en el corazón de las relaciones. La caridad evangélica florece donde nos dejamos llevar de la mano de María. Ella, la mujer del sí libre y responsable, nos acompaña ahora a nosotras, sus hijas, a abrirnos al proyecto de Dios, nos sostiene en el compromiso de crear vínculos de comunión y de converger hacia la misión. El acompañamiento recíproco nace de la experiencia de relaciones marcadas por el respeto, la atención, el compromiso y la responsabilidad sobre la base de un proyecto común, elaborado y asumido por todas. Requiere una mirada limpia que permita ver con los mismos ojos de Jesús las posibilidades de cambio en la otra persona. Implica tener conciencia de que nuestro encuentro tiene una meta y una dirección: la santidad según la espiritualidad del Sistema Preventivo. En el encuentro con la otra persona pisamos el umbral del misterio, la presencia misma de Dios que la habita. El acompañamiento, como experiencia de comunión y modo de expresar el amor, requiere un modelo comunitario en el que se vivan relaciones interpersonales ricas de amor y de alegría, superando la crítica no constructiva, ofreciendo signos que despierten la vida y la orienten hacia Aquél que nos ha atraído desde la juventud. A María, en este mes mariano y misionero, confiamos el éxito del Sínodo africano (4-25 de octubre) que está por acabarse. El servicio de la reconciliación, de la justicia y de la paz, tema del Sínodo, pasa a través de la calidad de relaciones que manifiesten el rostro de Dios. Que Él nos ayude a ser todas misioneras del Amor. Roma, 24 de octubre de 2009-10-19 Afma. Madre Nuevas Inspectoras África Inspectoría África Meridional “Nuestra Señora de la Paz” Sor Julienne Munyemba AFM Visitaduría Angola “Reina de la Paz” Sor María Juraci Da Silva ANG Inspectoría Mozambique “San Juan Bosco” Sor Paula Cristina Langa MOZ Nueva Visitaduría Etiopía-Sudán Sor Roberta Tomasi AES América Inspectoría Colombiana “Santa María Mazzarello” Sor Ana Dolores Rangel CMM