HUNDIMIENTO DEL HMS “ARDENT”

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Malvinas. Guerra en el Atlántico Sur
HUNDIMIENTO DEL HMS “ARDENT”
En la madrugada del 21 de mayo, la fragata HMS “Ardent” se hallaba en la bahía de
San Carlos formando junto a la HMS “Broadsword”, el HMS “Antrim”, el HMS
“Argonaut” y el HMS “Arrow”, un escudo defensivo tendiente a “atajar” las oleadas de
aviones provenientes del continente. Junto a esa tarea, se le había encomendado
cañonear las posiciones argentinas en Puerto Darwin y Prado del Ganso, para evitar
posibles incursiones de los Pucará desde ese aeródromo.
A las 11.30 hora argentina (14.30Z), despegó desde la base aérea de Río Gallegos la
escuadrilla “Mula”, integrada por cuatro Skyhawk A4B del Grupo 5 de Caza. La
encabezaba su líder, el capitán Pablo Marcos Rafael Carballo, seguido por sus
numerales, teniente Carlos Rinke y primer teniente Carlos Cachón, con el alférez
Leonardo Carmona como escolta, cerrando la formación.
Las aeronaves despegaron una tras otra, volando directamente hacia el punto de
encuentro con uno de los dos Hércules KC-130 que la FAS mantenía en operaciones
entre las islas y el continente.
Los aviones se aproximaron pausadamente y de ese modo, uno tras otro, se fueron
enganchando a la manguera, primero el jefe de la sección, después su primer numeral y
enseguida el primer teniente Cachón. Fallas técnicas impidieron a este último cargar
combustible por lo que después de informar a su líder y comunicarse con la torre, hizo
un amplio viraje y regresó a la base.
Los pilotos restantes se dirigieron hacia el objetivo volando en condiciones climáticas
realmente espectaculares, con un cielo cubierto en un 50% y una visibilidad excelente.
El capitán Carballo pensó para sí, que aquella era la jornada ideal para efectuar un vuelo
en tiempos de paz ya que, de acuerdo a lo que relata en Dios y los Halcones, todo era
azul, cielo y mar, un cielo y un mar tan inmensos que en caso de caer al agua, nadie
podría encontrarlos.
Los jets entraron a vuelo rasante por la Bahía San Julián, al oeste de la Gran Malvina,
sobrevolando tierra hasta el monte María, al que encontraron cubierto de nubes. Al
llegar a ese punto, se desviaron un tanto a la derecha y tomando a los montes Hornby
como referencia, siguieron avanzando a una velocidad que oscilaba entre los 900 y los
950 km/h, siempre en busca del enemigo.
Fue entonces que el teniente Rinke comenzó a experimentar problemas en su tanque
suplementario ubicado debajo de las alas, que de manera repentina dejó de enviar
combustible al depósito principal. En vista de ello, el capitán Carballo le ordenó
regresar pero aquel se negó, aduciendo que podía seguir volando.
El líder debió ponerse firme para que Rinke obedeciera. De mala gana, el bravo numeral
viró hacia el oeste y sin disminuir la velocidad, se alejó hacia Río Gallegos en tanto la
escuadrilla, reducida al capitán Carballo y el alférez Carmona alcanzaba la ladera oeste
de las alturas Hornby, donde se pegaron lo más posible al mar.
En esos momentos, la fragata “Ardent”, se desplazaba hacia el norte cumpliendo la
directiva de contener los ataques que pudiesen llegar desde el sur.
Mientras tanto, dejando atrás los montes Hornby, Carballo y Carmona divisaron una
bahía que se extendía al otro lado del estrecho y dentro de ella lo que les parecía ser una
fragata clase 21.
Lanzando el grito de guerra de la Fuerza Aérea Argentina (¡Viva la Patria!), los dos
pilotos se arrojaron sobre la presa, listos para atacar. Pero entonces aconteció algo que
llamó poderosamente la atención del guía: pese a su aproximación, la nave no le
disparaba y eso le dio mala espina. Todavía estaba fresco en su mente el recuerdo del 1
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de mayo, cuando bombardeó y ametralló por error al transporte “Formosa” y por esa
razón, se abstuvo de disparar.
Intentando prevenir a Carmona, estableció contacto de radio para transmitirle su temor
pero su reacción fue tardía ya que en ese momento, el joven numeral había lanzado su
bomba y se preparaba a disparar con sus cañones. Fue un breve instante de
incertidumbre para los dos aviadores, incertidumbre que desapareció al instante cuando
al virar hacia la izquierda comprobaron aliviados que se trataba de un buque enemigo.
Como el alférez Carmona se había quedado sin su bomba, Carballo le ordenó retirarse
en tanto él siguió solo hacia el norte, en busca de un nuevo blanco.
Volando rasante, con las aguas discurriendo a gran velocidad debajo de su avión, el
líder de la formación sintió una extraña sensación de confianza y una euforia especial,
que atribuyó al hecho de volar en la Gracia de Dios.
De repente, al ingresar en la Bahía Ruiz Puente apareció ante él una fragata que sin
ninguna duda era enemiga. Se trataba de la HMS “Ardent”, la cual, por la primera
impresión que tuvo, no le pareció tan grande como se había imaginado a las clase 21.
Poniendo sus motores a plena potencia, Carballo se lanzó al ataque al tiempo que la
embarcación abría fuego sobre él.
El argentino vio que el agua parecía hervir a causa de las esquirlas y que algo muy veloz
pasaba a 50 metros de su ala derecha (sin ninguna duda un misil), mientras delante suyo
comenzaba a tomar cuerpo una suerte de túnel formado por los disparos y proyectiles le
tiraban.
Avanzando entre las columnas de agua que levantaban las municiones, abrió fuego con
sus cañones de 20 mm perforando el casco de la nave. Al cabo de dos minutos que le
parecieron interminables, se elevó y lanzó su bomba.
Una cosa que le llamó poderosamente la atención fue el sonido de una extraña
respiración que le llegaba a través de sus auriculares; algo así como los estertores de
alguien que agonizaba. El alférez Carmona, que en esos momentos regresaba al
continente, también los escuchó y así lo manifestó después de la misión. Tardó mucho
en darse cuenta que se trataba de su propia respiración.
Carballo tuvo la sensación de que se iba a estrellar contra las antenas de la nave pero un
movimiento instintivo de su palanca y la pérdida de peso que el avión experimentó al
lanzar la carga explosiva, lo hicieron tomar altura y pasar por encima de ellas, a muy
pocos centímetros de la más elevada. Casi enseguida recuperó la calma y virando
suavemente hacia la izquierda se pegó al mar, mientras daba potencia a sus turbinas.
Notó entonces, que una columna de humo se elevaba desde la proa de la fragata,
distante a tres kilómetros a su izquierda, producto de los disparos que la misma
efectuaba, pero para su fortuna, los proyectiles le pasaron lejos, muy por detrás de la
cola de su avión.
Inmediatamente después, distinguió a su derecha otro buque, aparentemente detenido,
notando con alivio que no le disparaba.
El bravo piloto jamás encontraría explicación a eso y una vez más atribuyó su suerte a la
divina protección de Nuestro Señor Jesucristo, cuya imagen llevaba a la vista en el
interior de su cabina.
Tras un retorno sin sobresaltos, Carballo aterrizo en Río Gallegos y al descender de su
avión, tuvo la grata sorpresa de que en el aeropuerto lo estaba esperando el brigadier
Basilio Lami Dozo, quien había estado siguiendo desde la base las incidencias de la
misión, acompañado por altos oficiales de la fuerza.
Lami Dozo ya había hablado con el alférez Carmona (una fotografía suya estrechando la
mano del joven aviador, rodeado por otros jefes de la Fuerza Aérea, fue publicada en el
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libro La campaña de las Malvinas de los españoles Bendala, Martín y Pérez Seoane) y
se había impuesto de los planes de batalla programados para todo ese día.
Junto al alto oficial, integrante de la Junta Militar, Carballo y sus superiores se
encaminaron al interior del edificio donde los pilotos tenían su sala y allí lo puso al
tanto de los pormenores de su incursión.
Lami Dozo les habló a todos sus pilotos felicitándolos por su profesionalismo e
incitándolos a seguir adelante, con los dientes apretados, porque la lucha continuaba y
todavía quedaba un largo camino por recorrer.
El HMS “Ardent” había recibido impactos de cañones de 30 mm y la bomba de
Carballo que si bien no llegó a explotar, causó importantes averías y un incendio de
magnitud que los británicos pudieron controlar al cabo de varias horas de trabajo.
Pero aquello no había sido todo.
A las 10.15 hs (13.15Z), seis Skyhawk A4Q navales despegaron desde Río Grande
conformando una escuadrilla de dos secciones que debían atacar a los buques de
transporte que navegaban frente a Puerto Zorro (Bahía Fox).
Integraban la primera el capitán Rodolfo Castro Fox (jefe de la escuadrilla), el teniente
de fragata Daniel Olmedo y el teniente de navío Marcos A. Benítez, en tanto la segunda
iba conformada por el capitán de corbeta Carlos Zubizarreta, el teniente de corbeta Félix
Medici y el teniente de navío Carlos Oliveira.
Mientras volaban hacia sus blancos, sin haber hecho reabastecimiento en vuelo debido a
la urgencia de prestar apoyo aéreo, se les ordenó cambiar de ruta y dirigirse hacia el
norte del estrecho donde, en esos momentos, penetraban dos barcos.
En cumplimiento de esa directiva los pilotos se encaminaron hacia el nuevo objetivo y
cuando se hallaban a mitad de recorrido, recibieron una nueva comunicación que les
informaba que los buques que en esos momentos ingresaban en San Carlos eran doce y
no dos. Escasos de combustible, los A4Q abortaron la misión y regresaron a la base a
efectos de planificar una nueva misión y proveerse del armamento adecuado.
Mientras tanto, aguardando en pista se encontraban el capitán de corbeta Alberto J.
Philippi, el teniente de fragata Marcelo Gustavo Márquez y el teniente de navío José
César Arca, atentos a la orden de decolar, el primero en el avión matrícula 3-A-518, el
segundo en el 3-A-519 y el tercero en el 3-A-294.
Recibida la directiva desde la torre, los aviadores navales dieron máxima potencia a sus
turbinas e iniciaron el carreteo con una diferencia de un minuto entre uno y otro. Bajo
una persistente y fría llovizna, los cazas navales se elevaron uno detrás de otro llevando
cuatro bombas con cola de retardo cada uno además 190 cargas de proyectiles de 20
mm en sus cañones.
Volando a 30.000 pies de altura y a 900 km/h, pusieron proa hacia los objetivos
seguidos a escasos seis minutos por los tenientes de navío Benito Italo Rotolo como
sublíder en el avión matrícula 3-A-306, Roberto Gerardo Sylvester en el 3-A-301 y
Carlos Alberto Lecour en el 3-A-305, quienes debían prestar apoyo a la sección del
capitán Philippi.
A poco de adentrarse en el mar, la torre de control de Río Grande le comunicó al líder
que una PAC de por lo menos cuatro Sea Harrier protegía a las unidades de superficie y
que en caso de no hallar el blanco debían dirigirse a San Carlos para atacar a los barcos
allí apostados.
Con la Gran Malvina a la vista, Philippi ordenó iniciar el descenso, efectuando para ello
un balanceo con sus alas porque estaba terminantemente prohibido romper el silencio de
radio. De ese modo, al iniciar la maniobra, los pilotos conectaron sus masters de
armamento y aceleraron.
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Debido al fuerte viento de cola los Skyhawk llegaban a la zona con cinco minutos de
anticipación, sabiendo que las corrientes de aire les proporcionaban mayor velocidad y
les permitían ahorrar combustible, algo que habían esperado en vano el 1 de mayo,
cuando se programó el ataque a la Task Force desde el portaaviones.
Volando con lluvias, chubascos y un techo de nubes bajo, Philippi descendió todavía
más, hasta tocar casi las aguas, maniobra que imitaron sus numerales con diferencia de
escasos segundos. En esas condiciones alcanzaron la Isla de los Pájaros, al sudeste de la
Gran Malvina, pegándose a la costa a 50 pies de altura con una visibilidad que no
alcanzaba los 1000 metros.
El mencionado promontorio emergía de las negras aguas del mar como una mole rocosa
de impresionantes dimensiones, en cuya base rompían con fuerza las olas.
Mientras volaban atentos para no chocar contra los accidentes geográficos, con el agua
del mar salpicando sus parabrisas, Philippi evaluó si era acertado seguir adelante o si en
realidad, convenía regresar. De haber optado por la segunda opción, hubiera sido una
decisión totalmente justificada dadas las difíciles condiciones que imperaban en esos
momentos. Además, las fragatas contaban con un sistema de misiles Sea Wolf que
disparaban automáticamente cuando el radar captaba sus blancos a 5 millas de distancia
y los Sea Harrier merodeaban amenazadoramente. Confiando en la Providencia decidió
seguir.
A bordo de las naves sabían que los pilotos atacantes carecían de detector de
contramedidas electrónicas y que su visibilidad era de apenas 4 millas, es decir, una
menos que la de los misiles y eso los hacía presas extremadamente fáciles de aquel
mecanismo. Sin embargo, los Skyhawk siguieron avanzando, girando hacia la izquierda,
casi a ciegas buscando el rumbo 070º para cruzar hacia el estrecho de San Carlos y
atravesarlo en solo cuatro minutos.
Para ese entonces, la fragata “Ardent” se había ubicado en la ensenada de Grantham
Sound y cañoneaba desde allí Puerto Darwin y Prado del Ganso en un intento por
neutralizar a los Pucará y de paso, apoyar el ataque de distracción que los SAS
efectuaban a 18 kilómetros del lugar.
En su avance, el capitán Philippi cometió el error de romper inconcientemente el
silencio de radio cuando se dijo a sí mismo, en voz alta: “¿Que largo es esto!”. Nadie le
respondió porque en esos momentos, reinaban la tensión y la ansiedad.
Cuando los argentinos llegaron al punto calculado, no encontraron nada, razón por la
cual, se dirigieron al blanco alternativo sobrevolando la costa oeste de la Isla Soledad en
dirección norte.
Giraron a la izquierda, pusieron rumbo 025º y poco después comenzaron a recorrer las
playas, siempre a 50 pies de altura y 450 nudos de velocidad. Fue ahí cuando notaron
que el clima comenzaba a mejorar.
La escuadrilla repasó Puerto Finlay y casi enseguida ubicó un barco muy cerca de
Puerto Rey (Bahía King) al que Philippi señaló a sus escoltas moviendo las alas. Sin
embargo, casi al mismo tiempo, se dio cuenta que se trataban del averiado “Río
Carcarañá” y desistió de atacar.
Cinco millas antes de Bahía Ruiz Puente, los aviadores navales vieron otro buque que se
movía detrás del promontorio rocoso conocido como Isla del Noroeste, sobre el extremo
norte de la misma, muy cerca de Punta Federal y decidieron que ese sería su blanco. Fue
el teniente Arca quien rompió el silencio para dar el alerta a sus compañeros.
-¡Vamos a atacar! – ordenó el capitán Philippi mientras la formación entraba en la
corrida de tiro.
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Después de conectar los masters de armamentos, los argentinos atravesaron la bahía y
embistieron de babor a estribor.
Al verlos venir, la fragata aceleró tanto sus motores que Philippi necesitó hacer una
brusca maniobra hacia la izquierda para arrojarle sus bombas, haciéndole perder al
teniente Arca su radio de giro.
Con el teniente Márquez a su izquierda, el capitán Philippi accionó sus cañones pero
estos se negaron a disparar. Lanzando una maldición siguió avanzando y cuando estuvo
a distancia de tiro, arrojó sus bombas observando como desde la fragata le disparaban
frenéticamente.
El capitán Alan West se encontraba en el puente de mando, hablando con la sala de
máquinas, cuando vio venir a los jets. A los gritos ordenó a todos buscar cobertura e
inmediatamente después se arrojó al suelo, en el preciso momento en que una
impresionante explosión hacía estremecer la nave.
En el comedor se encontraba el suboficial Ken Entiakajab, jefe del equipo de control de
daños y responsable de los sistemas de refrigeración, aire acondicionado y maquinarias
domésticas, quien a poco de producirse el estallido, se incorporó y echó a correr hacia el
lugar del impacto, seguido por algunos de sus hombres. El característico olor acre y el
humo denso comenzaban a inundar los pasillos interiores del “Ardent” en tanto
numerosas vías de agua empezaban a inundar las cámaras próximas a las cubiertas
superiores. Había rajaduras en los techos de las recámaras contiguas al lugar de la
explosión y daños de distinta consideración por todas partes.
Rápidamente ordenó a su equipo preparar las bombas para extraer el agua y trabajando
duro con su gente, logró aislar los sistemas en torno al área siniestrada, disminuyendo
con ello el ingreso del líquido. Se efectuó entonces una evaluación de los daños y se
comprobó que todos los tableros estaban destruidos, cortados a la mitad con sus cables
colgando y que existía peligro de que alguien se electrocutase. En ese sentido, se
tomaron los recaudos necesarios para que ello no ocurriera, alejándose a la gente del
lugar.
Pese a que los motores todavía funcionaban, poco a poco, muy lentamente, la nave
comenzó a escorarse.
Después de lanzar sus bombas, el capitán Philippi saltó por encima del buque e inició la
retirada tratando de ingeniárselas para evitar el contraataque enemigo.
Se hallaba inmerso en esa maniobra cuando le llegó nítida la voz del teniente Arca:
“¡¡Bravo señor, una en la popa!!
Arca tenía esperanzas de que las bombas de Philippi erraran el blanco para no recibir el
impacto de sus esquirlas, pero no fue así, la cuarta dio de lleno en la parte posterior de la
nave y produjo una explosión tremenda que no le dio más opción que lanzar las suyas
cuando atravesaba la columna de fuego que había desencadenado su líder.
Detrás suyo llegó el teniente Márquez arrojando también sus cargas explosivas y luego
los tres, al mismo tiempo, iniciaron el escape lo más pegados posible al agua, Philippi
adelante, Arca mil metros detrás y Márquez a otros mil quinientos, cerrando la
formación.
En plena maniobra de escape, 15 segundos después de efectuado el ataque, la sección
fue detectada por una PAC de Sea Harrier que patrullaban el sector y que orientados
posiblemente por la “Brilliant”, se lanzaron tras ella.
El teniente Márquez fue quien dio el alerta por radio, informando que los aviones
enemigos se les venían encima por la izquierda.
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-¡¡Harrier!! ¡¡Harrier enemigos a la izquierda!! – gritó.
Se trataba de los tenientes John Leeming y Clive Morell del Escuadrón 800 embarcado
en el “Hermes”, quienes advertidos sobre las explosiones en el “Ardent” y observando
las evoluciones que efectuaban los cazas argentinos, iniciaron su persecución.
Al verlos aproximarse, el capitán Philippi ordenó desprender los tanques de las cargas
exteriores de combustible e iniciar la retirada hacia el sur del estrecho.
Morell disparó una ráfaga con sus cañones y alcanzó al teniente Márquez cuyo avión
estalló y se desintegró en el aire. Leeming, a su vez, lanzó un Sidewinder que comenzó
a seguir de manera implacable al capitán Philippi cuando aquel pronunciaba un cerrado
giro. El misil le pegó en la parte trasera pero no la derribó; lo que sí sintió fue la
explosión y casi enseguida una fuerte sacudida que colocó a su avión con la nariz
apuntando hacia arriba mientras viraba velozmente a la derecha. Al notar que la palanca
de mandos no le respondía, giró instintivamente su cabeza a su diestra y vio que un Sea
Harrier se le venía encima para rematarlo, demasiado cerca, según su parecer.
No lo dudó más. A través de la radio informó a su división que había sido alcanzado,
que estaba cayendo, y que se encontraba bien y acto seguido, accionó la palanca de su
asiento y se eyectó perdiendo el conocimiento instantáneamente debido a la gran
velocidad que llevaba el avión.
El combate, sin embargo, no había finalizado.
Persiguiendo al teniente Arca, Morell disparó uno de sus misiles pero el mismo se negó
a salir. Al notar la falla, oprimió el obturador y alcanzó a su oponente en pleno, sin
lograr abatirlo. El argentino sintió los impactos pero comprobó aliviado que el aparato
le respondía por lo que, accionando su palanca, tomó altura e intentó evadirse
realizando un nuevo giro. Pero el teniente Leeming estaba allí y lo acribilló con sus
cañones.
Arca vio como las luces de alarma de su tablero se encendían al mismo tiempo y eso le
dio la pauta de que estaba en grave peligro. Sin embargo, giró nuevamente hacia la
izquierda comprobando aliviado que los Sea Harrier apremiados por la falta de
combustible se retiraban y eso le dio cierta esperanza de sobrevivir. Sabía que en las
condiciones en que se encontraba su avión no podría alcanzar el continente y por esa
razón se dirigió a Puerto Argentino con la intención de aterrizar allí.
Con solamente 1100 litros, redujo la velocidad a 200 nudos e intentó comunicarse con
la torre de control para dar aviso que avanzaba hacia en esa dirección, mientras se
alejaba lo más posible de Prado del Ganso para no ser derribado por las antiaéreas
propias.
Una rápida ojeada a la parte visible de su aparato le permitió observar seis orificios de
cañón en su ala izquierda y cuatro en la derecha.
En Puerto Argentino no pudieron captarlo aunque sí lo hizo un helicóptero del Ejército
que hizo de puente. Gracias a ello, desde la torre se le informó que podía aproximarse
tranquilo ya que las baterías de tierra habían sido advertidas, pero como a través de la
radio se escuchaban voces en inglés, decidió suspender las comunicaciones y guiarse
por la carta de navegación que tenía sobre sus rodillas.
Así fue que pudo identificar primero a Fitz Roy, muy cerca de Bahía Agradable y
después Puerto Argentino, hacia donde se dirigía.
Volando sobre Bahía Agradable volvió a establecer comunicación con la torre de
control y así fue como sus interlocutores le informaron que lo tenían identificado en
pantalla y que debía eyectarse.
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Arca se negó a abandonar su avión porque abrigaba la esperanza de preservarlo. Sin
embargo, cuando se aproximaba, volvieron a pedirle que abandonase la aeronave, pero
él, una vez más, volvió rechazar la orden.
Fue en ese momento que una nueva PAC de Sea Harrier apareció de la nada
disparándole con sus cañones, aunque sin alcanzarlo.
Los ingleses se retiraron y Arca siguió vuelo comunicándole al mayor Alberto
Iannariello, a cargo de la torre de control, que se disponía a aterrizar. El oficial de la
Fuerza Aérea le ordenó que bajara el tren de aterrizaje y cuando lo tuvo a la vista, le
ordenó con energía que se eyectase porque la rueda izquierda del avión se había
trabado.
El teniente Arca no tuvo más remedio que obedecer. Se quitó la máscara de oxígeno que
pendía de un costado de su casco, desaceleró hasta los 170 nudos, ascendió hasta los
2500 pies, accionó el mando superior de su asiento y tras una explosión violenta salió
despedido de su cabina como si se tratase de un bólido.
Lo primero que sintió fue que daba vueltas en el aire y que, pasados unos segundos, su
paracaídas se abría. Para su sorpresa y la de quienes observaban desde tierra, el avión
continuó volando solo, dando vueltas en círculo como si se tratase de un potro salvaje
de los cielos.
Cuando descendía, Arca vio que después de hacer un suave giro en espiral descendente,
su A4Q se le venía encima y que si seguía en esa dirección, se lo iba a llevar por
delante. Maldiciendo su suerte se encomendó a Dios y cerró instintivamente los ojos
rogando un milagro. Y ese milagro ocurrió.
Cuando la aeronave se hallaba a escasos metros suyo, giró repentinamente y se alejó,
como guiado por una mano invisible. Arca respiró aliviado y agradeció al
Todopoderoso su intervención, pero casi enseguida notó que el caza, después de un
pronunciado giro, volvía a cargar hacia él, apuntándole directamente con su nariz. Fue
necesario que las baterías de tierra abrieran fuego y lo derribasen para acabar con su
alocada carrera. Sus restos, envueltos en llamas, se precipitaron a tierra y quedaron
desparramados a lo largo de la costa.
Comenzaba de ese modo, la segunda parte de la odisea.
Arca cayó en las heladas aguas de Puerto Groussac, a 400 metros de la costa, frente al
aeropuerto. Lo primero que hizo fue inflar su bote salvavidas pero este no solo no
respondió, sino que lo dejó en una posición sumamente incómoda.
Después de quitarse los guantes para maniobrar mejor, procedió a inflar su chaleco
salvavidas y esta vez sí tuvo éxito, siendo eso lo que lo mantuvo a flote. El traje
antiexposición le permitiría sobrevivir unos cuantos minutos en el mar y eso le daría
tiempo al helicóptero Bell UH-1H matrícula AE-424 del Ejército Argentino, para llegar
al lugar.
El aparato, piloteado por el capitán Jorge Rodolfo Svendsen y el sargento primero
Miguel Ángel Santana, tardó poco tiempo en aparecer. Lo primero que hicieron sus
tripulantes fue verificar el estado del aviador y para su alivio, pudieron comprobar que
estaba vivo.
La aeronave, que carecía de los elementos adecuados para un rescate de ese tipo, se
mantuvo en vuelo estático sobre Arca, cerca de veinte minutos, maniobrando
permanentemente para sacarlo del agua. Al piloto le resultaba prácticamente imposible
moverse porque el salvavidas se lo impedía.
Toda tentativa parecía inútil. Svendsen hizo prodigios para aproximar los esquís al agua
pero Arca, extenuado, no podía asirse, incluso el viento que producía el rotor lo
empujaba con fuerza hacia abajo.
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En un momento dado, el piloto intentó empujarlo hacia la costa con el aire de la hélice
pero la playa se hallaba distante y el aviador naval tendía a hundirse o alejarse en
sentido contrario. En vista de ello, Arca les hizo señas a los pilotos para que se alejasen
y estos así lo hicieron, retirándose a unos 30 metros de distancia. Eso le permitió
quitarse el chaleco salvavidas y obtener de ese modo mayor movilidad.
Cuando Svendsen se acercó, Arca intentó nuevamente alcanzar el patín de helicóptero
pero no logró.
Fue entonces que el cabo primero Martín Héctor San Miguel, sacó su cuerpo fuera del
fuselaje y se paró sobre el patín derecho para arrojar una soga mientras la aeronave se
mantenía en vuelo estático, a escasos cuatro metros de la superficie.
La gente en la costa se hallaba fuera de sí, presa de viva excitación, sobre todo cuando
la soga con la que era izado el aviador, se cortó. Lanzando gritos intentaban darle ánimo
y advertirle que se estaba aproximando a una zona minada, pero aquel no los oía.
El aviador naval no podía más; estaba extenuado, tenía las manos congeladas y la falta
de fuerzas le estaba haciendo tragar mucha agua. Entonces Svendsen, con gran
habilidad, metió el patín derecho en el mar y eso le permitió a San Miguel tomar al
piloto de los pelos y subirlo hacia él. Arca se tomó con fuerza del esquí y con San
Miguel sujetándolo firme del brazo, el helicóptero remontó vuelo.
Con Arca colgado, Svendsen le ordenó al cabo San Miguel que impidiese por todos los
medios que el aviador naval perdiese el conocimiento. El bravo suboficial hizo todo lo
que estuvo a su alcance para que Arca se mantuviese despierto: le frotaba las manos, le
masajeaba los brazos y le daba sopapos en el rostro y la cabeza para impedir que se
durmiera.
-¡¿Usted como se llama?! –le preguntaba mientras le deba un bofetón.
- José César Arca –respondía el aviador.
-¡¿Qué grado tiene?! – volvía a preguntar el suboficial mientras le daba un nuevo
sopapo.
- Teniente de navío
Y así durante todo el trayecto, a muy baja altura, siguieron hasta alcanzar la costa, sobre
la que el aviador fue depositado en la playa, prácticamente entumecido, donde lo
esperaban los integrantes de diferentes equipos de curación quienes lo cargaron, lo
subieron a una ambulancia y lo condujeron hasta el hospital de Puerto Argentino para
practicarle las primeras curaciones. Fue necesario enyesarle la mano derecha porque se
la había fracturado.
José César Arca, casado y padre de tres hijos, permaneció internado ocho días en la
capital malvinense hasta que el 29 de mayo fue evacuado hacia el continente a bordo de
un Hércules C-130 de la Fuerza Aérea Argentina, junto a otros pilotos derribados.
Mientras tanto, en San Carlos, la fragata “Ardent” era un verdadero infierno. Había
recibido en la popa, el impacto de cuatro bombas de 230 kilogramos (500 libras cada
una) dos de Philippi, una de Arca y otra de Márquez, las que al estallar con inusitada
violencia, desataron incendios imposibles de controlar.
Cuando el capitán Alan West llegó al sector y comprobó los daños, no tuvo la menor
duda de que su barco había quedado fuera de combate con su sistema de misiles
inutilizado y el humo invadiéndolo todo. Aún así, todavía tenía esperanzas de poder
salvarlo dado que sus motores respondían en parte.
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Malvinas. Guerra en el Atlántico Sur
En otro sector, el oficial Entickajab se desmayó a causa de las heridas que había
recibido en su cabeza, por lo que debió ser evacuado. Cuando volvió en sí, comprobó
aterrado que tenía un trozo de fórmica incrustado en el cráneo. Mientras intentaba
quitárselo, escuchaba los gritos de los tripulantes y sentía el aire completamente
enrarecido. Al intentar pararse, comprobó que le era imposible hacerlo, lo mismo
cuando quiso ponerse en cuatro patas con la idea de alejarse del lugar gateando. Fue
entonces que empezó a rezar, seguro como estaba, de que iba a morir.
Afortunadamente para él, alguien lo levantó y comenzó a arrastrarlo por entre los
escombros y poco después, una ráfaga de aire puro invadió sus pulmones y le devolvió
parte de su vitalidad; estaba en cubierta, al aire libre, donde el marinero Dillon le colocó
un chaleco salvavidas. Cerca suyo, el apuntador de misiles Sea Cat se hallaba cubierto
de sangre, después de haber volado por el aire.
Varios marineros se arrojaron al agua y comenzaron a nadar. Un barco pasaba cerca y
un helicóptero Wessex se aproximaba trayendo a bordo al abnegado cirujano mayor
Rick Jolly, quien ordenó evacuar a los heridos hacia el “Canberra”.
Entickajab quedó internado allí, donde tras amputarle dos dedos de su mano derecha,
debió ser atendido de sus graves heridas en la cabeza y la espalda.
Después de recibir la novedad de que también el cañón de 110 mm estaba fuera de
servicio, el capitán West intentó llevar su nave hacia un lugar seguro. Sin embargo, a
esa altura, el “Ardent” era un verdadero caos. Aún así, cinco hombres de su dotación, al
mando del teniente de navío John Sephton, se apostaron en las ametralladoras montadas
sobre los afustes y allí se encontraban cuando los sorprendió el tercer ataque.
La sección del teniente Benito Italo Rotolo llegó a la bahía seis minutos después que la
de su líder, el capitán Philippi. Cuando iniciaba el descenso en busca de los objetivos,
escucharon por radio las vicisitudes del combate en el que los Sea Harriers se abatían
sobre sus compañeros. Eso les dio fuerzas y los impulsó a aumentar la velocidad.
-¡A babor! - gritó el teniente Rotolo a través de la radio al ver un buque en la ensenada.
Los aviadores se pegaron al agua y mientras entraban en la corrida de tiro, comenzaron
a zigzaguear con violencia para esquivar los proyectiles provenientes de las naves
apostadas junto a los morros cercanos; incluso un misil pasó muy cerca de ellos.
A 60 metros de la fragata, el teniente Rotolo tomó altura, niveló su avión y apuntó al
tiempo que el mar se llenaba de piques.
El teniente Lecour vio su lanzamiento horquillando el blanco. Las bombas no
provocaron daños pero levantaron enormes columnas de agua que sacudieron con furia
al buque. Él arrojó las suyas y detrás hizo lo propio el teniente Sylvester iniciando, los
tres, maniobras de escape intentando no perder de vista a su líder dado que era el único
que llevaba el equipo de navegación VLF y solo disponían de eso para orientarse.
-¡Rompo por derecha y me voy por el morro del costado! – comunicó Rotolo a través de
la radio.
El silencio angustiante que siguió a continuación le hizo temer lo peor. Sin embargo,
para su alivio, segundos después aparecieron a sus numerales a ambos lados, primero
Lecour y luego Sylvester, iniciando los tres el regreso a Río Grande.
Una de las bombas del teniente Lecour pegó muy cerca del orificio producido por la
bomba del capitán Carballo, penetrando en profundidad y estallando debajo de los
depósitos de combustible.
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Alberto N. Manfredi (h)
La embestida fue demoledora y terminó por sellar la suerte de la embarcación. Sephton
murió en el acto, alcanzado por las ráfagas de los jets y los estallidos desencadenaron
nuevos y feroces incendios que se expandieron a gran velocidad.
Veintidós hombres perecieron en el “Ardent” y un número similar resultó con lesiones
de gravedad. Una vez pasado el peligro, helicópteros Sea King y Wessex se acercaron a
la nave y comenzaron a trasladar heridos a otras embarcaciones.
La mayoría de ellos presentaban espantosas quemaduras y los que eran extraídos del
interior por sus compañeros, salían semiasfixiados o completamente inconcientes. El
resto de la tripulación se hallaba extremadamente shockeada por la intensidad y
violencia de los ataques y aguardaba temblando en cubierta para ser evacuada.
La nave era pasto de las llamas cuando su comandante, con lágrimas en los ojos,
impartió la orden de abandono. Muchos de sus oficiales y varios marineros también
lloraban; era el típico llanto de pena e impotencia que los hombres de verdad
manifiestan cuando después de darlo todo, se enfrentan a lo inevitable. El capitán diría
después del conflicto que desde el principio de la crisis supo que iba a haber guerra
“…porque los argentinos no se iban a retirar ya que esa no era la actitud de su
pueblo”1.
La fragata HMS “Yarmouth” se aproximó a la “Ardent” y se situó a su lado para recibir
a los sobrevivientes en tanto helicópteros Wasp se sumaban a la tarea de trasladar a los
heridos hasta el “Canberra”.
El HMS “Ardent” (F184), fragata clase 21, de 2750 toneladas de desplazamiento, 384
pies de eslora y 30 nudos de velocidad, dotada de un helicóptero Westland Lynx HAS
Mk-2 con torpedos antisubmarinos, misiles Sea Cat, cañones de 4,5 pulgadas y una
pieza de 110 mm, ardió toda la noche y a la mañana siguiente se hundió a la altura de un
promontorio que lleva el sugestivo nombre de Punta Naufragio. Había sido construida
por la Yarrow Shipbuilders de Glasgow, Escocia y puesta en servicio el 14 de octubre
de 1977, en la base naval de Devonport, con el sistema lanzatorpedos de última
generación que sería destruido durante uno de los ataques.
Se percibe una dosis de resentimiento en las palabras del capitán West cuando le
manifestó a los periodistas Michael Milton y Meter Kosminsky, autores de Hablando
Claro, que en absoluto lo había sorprendido la decisión y profesionalidad de los
aviadores argentinos, lo mismo al minimizar la pérdida de su buque diciendo que
“…ellos cayeron en la trampa tendida de ex profeso al atacar a los buques de
guerra”2. En contraposición, el corresponsal de la BBC a bordo de la Royal Navy,
Brian Hanraham, tuvo expresiones mucho más gallardas al afirmar: “Los pilotos
argentinos se comportaron como verdaderos kamikazes”.
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Malvinas. Guerra en el Atlántico Sur
Referencias
1
Michael Milton, Peter Kosminsky, Hablemos Claro.
2
Ídem.
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