[DISCURSO EN STECK HALL, NUEVA YORK] Señoras y señores

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[DISCURSO EN STECK HALL, NUEVA YORK]
Señoras y señores:
Nos reunimos aquí esta noche para hablar de la patria. La vida está
suspendida, el ánimo indeciso, la mano floja para todo, y fuerte sólo
para caer sobre los que harían del lugar más hermoso de la tierra, la
mansión de todas las vilezas y delitos, si unos cuantos bravos y unos
cuantos buenos no supieran dar toda su vida en aras de la patria,
para compensar la porción de sacrificio que le escatiman los demás. Y
se lo niegan a la patria, y como tributarios, como aduladores o
víctimas, la ofrecen en los altares españoles: sacrifica más quien
pierde la honra que quien pierde la vida.
Diversas nuevas, felices unas y terribles otras, acaban de llegar de
nuestra tierra. No fuera tan exigente la dignidad severa; no fuera tan
absoluta la necesidad de abrir cauce a elementos revolucionarios indo
mables; no fuera tan fundada nuestra convicción de que nada tiene
nuestra tierra que esperar de los políticos torpes, ni de intereses
enemigos, ni de extranjero paciente y astuto,—y el instinto de
conservación, según las últimas nuevas ofendido, sería razón
bastante a armar el brazo y a agitar la mente de los que son capaces
de sentir el placer sobrehumano del martirio: el mejor hombre es el
que sabe darse a los hombres.
Digamos cómo la vida indefensa es ya en Cuba violentamente
arrebatada, y continuemos definiendo con mano segura los límites
políticos que de uno y otro lado envuelven a nuestra patria.
No es esta la primera vez que os hablo; no es esta la primera vez
que haciendo voluntaria dejación de todo lo que pudiera ser
decorosamente cómodo, vengo a vaciar en seno amigo el pecho
atormentado por los dolores de esa noble madre, que con la espalda
cargada de cadáveres y el pecho atravesado por las espadas de sus
propios hijos, camina todavía—alimentada por divina fuerza—por la
senda donde nos dan venenosa sombra los colores de las banderas
enemigas, los colores del sufrimiento y de la sangre.
Las voces amorosas y dolientes que desde esta tribuna he
levantado, han hallado cariñoso eco entre vosotros, y lejos de
vosotros, porque las conveniencias y los temores podrán poner
vendas a los ojos de los honrados cubanos, pero no ahogar esa voz
íntima, que por sobre la del interés, y la del miedo, resuena con el
acento poderoso de la libertad en su alma.
¡Adelante la guerra!: misteriosos impulsos, asombrosos para los
mismos que ponen mano en ellos, aglomeran en consorcio afortunado
todas las condiciones preparatorias de una lucha formidable y
decisiva; y es fuerza que ni el recuerdo de los dolorosos espectáculos
y voluntarias pasadas tibiezas, aminore, emigrados, vuestro empuje;
ni el celo con que ante el Gobierno español oculta en Cuba sus
crueldades, y el terror con que ante ellas culpablemente ciegan buena
parte de débiles cubanos, sean bastantes a apartar del único combate
salvador a un pueblo donde hierven contrarios elementos, que sólo
en una solución radical y definitiva tendrán acuerdo.
¡Qué espectáculo el de la isla sometida! ¡Qué helador decaimiento,
qué pobreza de la mente, qué aterradora flojedad en la virtud! Las
más vergonzosas transacciones reglamentan y norman la vida, de
manera que en atmósfera alguna es posible agitarse sin que las
manchas de la conciencia, saliendo alarmadas a los ojos, tiñan de
negro el pan que los manchados ojos miran. Para disculpar la
debilidad propia, todos se excusan con la ajena: pues comiencen los
que se excusan a ser fuertes, y no habrá pronto débiles que den
razón para excusarse.
La paz tiene sus deberes, como la guerra, y todo estado social, ya
paz ya guerra es un combate. Es un soldado todo ciudadano, y el que
no sepa combatir no es ciudadano. La opinión enérgica es tan
poderosa como la lanza penetrante: quien esconde por miedo su
opinión y como un crimen la oculta en el fondo del pecho y con su
ocultación favorece a sus tiranos, es tan cobarde, como el que en lo
recio del combate vuelve grupas y abandona la lanza al enemigo.
Es doloroso el concierto de menguados que dispuestos a pisar
alegres con aire de triunfadores las playas de la patria en el día puro,
mueven hoy con desdén el elegante brazo para echar en cara a su
paso una ignominia que no le viene más que de su indiscutible
indiferencia: ¡trocaran esos maldicientes en centavos las palabras que
vierten sin decoro en mengua de la patria, y tendrán al menos en la
hora del retorno el derecho de haber contribuido a pagar el arma que
les conquistó la libertad! Y allá en la tierra sometida qué porvenir
aguardaría a nuestras tristes mujeres, a nuestros pobres hijos si la
cuerda fortuna que nos ha probado tanto para prepararnos mejor, no
se complaciese ahora en unir todos los hilos que permitió que con
nuestras pasiones y torpezas destejiéramos.
¡Excelente bondad es la de nuestras mujeres! Jamás tan apacible y
natural ternura fue mezclada en grado tal a la aptitud para las
virtudes más heroicas. Jamás las rosas de la naturaleza dieron como
ellas—rosas del alma—frutos de amor debajo de la nieve: jamás las
que ostentaron en la trenza negra brilladoras plumas, para
enaltecerse descendieron para elaborar plumas humildes para trenza
ajena.
Medio muertos en la defensa de un pueblo, del que una parte
ingrata hoy los censura, no quedan ya de aquellos héroes, más que
los necesarios para vengar a los que han muerto y salvar, aun contra
su voluntad, a los que viven. El bien se hace a la fuerza. Hay derecho
para imponer la libertad.
[OC, t. 28, pp. 330-333]
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