GALERÍA DEL SENADO Jesús E. Hernández La biografía de un hombre honrado, de un patriota modesto, de un ciudadano distinguido y bien querido de todos los que lo conocen: ¿qué esfuerzo ha de necesitar la pluma para decir todo lo que el que la maneja sabe de esa vida honrada y serena? No es el señor Jesús E. Hernández, uno de esos espíritus tempestuosos que no pueden vivir sino en el seno de las grandes agitaciones; es un espíritu a propósito para tareas más tranquilas; podría dirigir con acierto los destinos de un estado, puede desempeñar y desempeña satisfactoriamente sus tareas senatoriales; estaría como contrariado en un Parlamento revolucionario, donde las grandes pasiones hirvieran, donde la palabra mejor escuchada fuera aquella que tuviese el eco de una tormenta. Su palabra es más que impetuosa, persuasiva; tiene más que vehemencia, razones siempre; es capaz de hacer todos los bienes; nadie recuerda hasta hoy, que haya hecho, deliberadamente, un mal. Cuenta cincuenta y seis años; es natural de Durango, a quien representa en el Senado, y en el Seminario de aquel estado hizo sus estudios preparatorios, allá por los años de [18]37 a [18]40 en que vino a la capital, atraído por sus fuertes simpatías hacia la carrera de la medicina. Es la medicina como el derecho, profesión de lucha; necesítase un alma bien templada para desempeñar con éxito ese sacerdocio; el contacto de las diarias miserias morales y materiales, el combate con la sociedad y con la naturaleza, hacen mal a las almas pequeñas, mientras que es revelación de cosas altas en almas altas y hermosas. El señor Hernández estudió con empeño, adelantó notablemente; pero joven pobre, tropezó con las miserias de la triste vida real; luchó con ellas, las venció, pero necesitando abandonar sus estudios para dedicarse a otros trabajos que le proporcionaran la diaria subsistencia. ¡De cuántas vocaciones perdidas es el secreto la pobreza!; ¡de cuántas desgracias es ella la causa!; ¿quién sabe cuántos jóvenes que hoy serían timbres gloriosísimos para la patria, han muerto en sus brazos, carcomidos, devorados por sus infames caricias? El señor Hernández abandonó el colegio, no los libros; queríalos como se quiere a amigos que nos consuelan en los dolores y hacen fructuosas nuestras alegrías, y siguió cultivándolos, ya no bajo la forma escolástica, siempre inconveniente, por lo que tiene de suponer iguales todas las inteligencias, sino bajo el método que su capacidad le prescribía, y que tenía que amoldarse a su nuevo y casi angustioso modo de vivir. Cultivar la inteligencia, hacerla florecer y fructificar: ¿no es eso cumplir con uno de los grandes deberes humanos? Pues el señor Hernández cumplió con él y sigue cumpliendo; que el deber no es de un día; que es de todos los días, y que es el mismo en toda la vida. Por el año de 1845, voluntariamente sirvió en un cuerpo que se denominaba Voluntarios Defensores de las Leyes, que mandaba el general García Conde, y en el que estaba a las órdenes del señor Bernardino Alcalde, de felice recordación. Santa-Anna fue rechazado en Puebla; si hubiera vencido allí, habría caído sobre la capital. Cuando el dictador dejó de amagarla, Hernández volvió a Durango. ¿Fue a vivir ocioso? No; a seguir prestando sus servicios en un empleo de hacienda; allí donde son indispensables los hombres de honradez sin tacha y de clarísima conciencia. Fue subalterno, trabajó todo lo que debía, captóse las consideraciones y el cariño de todos sus superiores; mereció ascensos; debiólos al mérito, no al torpe favoritismo, y así, ascendiendo de una manera natural, llegó a ser director general de rentas. Trabajando solo allí, no estaban completos sus deberes, y ¡vil el que permanece tranquilo en el hogar cuando los soldados extranjeros huellan la tierra que guarda los despojos de sus padres! Hernández se inscribió en la guardia nacional del estado, y abandonó todo, comodidades, afectos, cariños, para luchar con los enemigos de la patria. Peleó contra los americanos en [18]47 y [18]48; era entonces capitán; mereció ser comandante, y lo fue, y como tal militó a las órdenes del general Patoni en los tres años de la Guerra de Reforma. Desempeñaba la jefatura de hacienda de Durango cuando la invasión de las tres naciones. Renunció a la jefatura, para formar parte de la brigada que a las órdenes del mismo malogrado Patoni, vino a México en 1862; combatió contra los invasores, siempre de los primeros en el peligro, siempre excitando a sus compañeros, animando a los débiles, levantando a los caídos, reflejando la luz de su alma en las conciencias oscure cidas. En León recibió un fuerte golpe que engendró en él la aguda enfermedad que desde entonces no le ha abandonado ni un solo día. Imposibilitado para seguir combatiendo, aceptó el nombramiento de administrador de papel sellado en San Luis Potosí; no pudo, sin embargo, desempeñarlo, a causa de la exacerbación de sus males, y, hombre honrado, no queriendo defraudar las rentas públicas, se retiró de él antes que manchar su vida inmaculada. Los pueblos tienen maravillosos instintos; conocen a los hombres, nunca están ociosos en la tarea de hacer su engrandecimiento, y saben elegir de entre la multitud aquellos que sepan cooperar a esa obra. Los pueblos de Durango conocían las virtudes de Hernández y le eligieron varias veces su representante a la legislatura del estado, en el que ha desempeñado igualmente los cargos de regidor y jefe político, siendo varias veces escogido para desempeñar algunas comisiones importantes del estado cerca de los poderes de la Unión. Fue electo diputado suplente al sexto Congreso de la Unión, y como propietario ocupó un escaño en el séptimo. Por una mayoría considerable fue electo por su estado para representarle en la Cámara de senadores, la Cámara de la serenidad y del reposo. Los bárbaros son la continua amenaza de nuestras fronteras; Hernández ha luchado contra ellos en la mayor parte de las irrupciones que han practicado sobre su estado; la instrucción pública es lo primero del futuro engrandecimiento del país; Hernández ha prestádole importantes servicios, mereciendo como premio el título de socio de la Compañía Lancasteriana de México, y de la Sociedad de Beneficencia de Durango. La amistad es el crisol de la vida; de ese crisol ha salido purísimo el señor Hernández, hoy vicepresidente del Senado. He aquí a grandes rasgos, la figura de un hombre que no ha descansado en la vida; que ha cumplido con todos sus deberes, que ha dado a la patria todo lo que en sus facultades estaba darle; que ha llegado sin remordimientos a la ancianidad; que lleva sus años con la misma serenidad con que las encinas llevan su corona de viejas hojas. Se ha de morir tranquilo después de una vida tan serena. Es época transitoria la época de nuestro paso por el planeta. ¡Qué hermoso ha de ser dejar al morir reguero luminoso, escuchar al levantarse de la mezquina tierra, palabras de bendición, ni un solo eco de odio, ni una sola frase de reproches! Revista Universal. México, 12 de octubre de 1875.