LA HISTORIA DE JANKI BUENASIESTA, CONDUCTOR DEL COCHE AZUL, CON SU CORRESPONDIENTE MORALEJA Y ALGUNAS DIVAGACIONES SOBRE EL AMOR Todo el oro del mundo no compensa una compañía insoportable, y sobre todo cuando esta compañía es para toda la vida. Ese es el gran fallo de los matrimonios urdidos por el interés. Uno se cree que el dinero va a convertir a su cónyuge en una delicada flor, y luego resulta que no, que la esposa sigue siendo un antipático cardo borriquero por siempre jamás. Entonces el malcasado añora su pobreza, porque siendo pobre era libre, y la libertad es algo así como el pulmón del espíritu. Incomprendido, aburrido y desesperado recurre a una fregona con las uñas sucias, pero con los ojos luminosos y el corazón alegre. Con ella entre sus brazos busca el relax que no le daba la adinerada mujer. E inevitablemente llora, lamentándose de haber incurrido en el mismo error que los arribistas vienen repitiendo desde que el mundo es mundo. La fregona, dadivosa y descocada, pero también con su miajita de dignidad, se pregunta en el sopor del “poscoitum” por qué diablos este manso corderito que ahora sestea sobre sus senos no se lo pensó antes, y la desfloró con la bendición por delante. Claro que si ella no hubiera sido fregona, y sí una avispada señorita, sabría que el amor puro mana muy pocas veces. Y que consciente o inconscientemente, muchas personas creen distinguir el flechazo de cupido allí donde suena el tintín de unas monedas. Parecía inevitable que yo, extasiado por coches, barcos, caballos, trenes, motos, casas en el campo y viajes al extranjero, cosas todas que no se regalan, despertara al amor deseoso de “dar un braguetazo”, como vulgarmente se dice. No fue así, sin embargo. Mi carácter pusilánime y vacilante, unido a un intransigente criterio a la hora de juzgar a las niñas, me convirtieron en el clásico adolescente náufrago que no encontraba una tabla donde agarrarse. Cuando conocía una chica muy guapa me parecía demasiado tonta. Cuando la chica era guapa y lista, yo resultaba a su lado tonto o feo. Cuando se registraba un perfecto equilibrio entre ambos, y parecía que el amor nos unía, detectaba una incompatibilidad como un cierto olor a sobaquina que me echaba para atrás. Cuando por fin el destino ponía en mi plato el sibarítico manjar para que lo saborease, aparecía otro más despabilado y sin guardar mi protocolo se lo comía. Yo le miraba como un imbécil y pensaba que así era la vida, y como tal había que aceptarla. Mi historial amoroso es indigno de figurar en ningún sitio, y además no le interesa a nadie. A mí siempre me pareció que no era un tipo afortunado, porque no todas las que yo quería me decían que sí cuando yo quería. Algunas lo pensaban mejor, y procuraban insinuar que aceptaban cuando ya se había descolgado otra chica de las estrellas. Otras no decían nada, cosa que me irritaba. Y en muchas otras ocasiones fui yo el que por prudencia y por no arriesgar callé. De tal forma que conciencia de amar y de ser correspondido sólo tuve en contadísimas ocasiones. Debo decir en honor de la más estricta verdad que el interés nunca vicio mis preferencias sentimentales. Aunque es cierto que una de las pocas chicas que rechacé era hija de un taxista, eso no fue por ningún tipo de prejuicios sociales. La única causa fue que no me gustaba absolutamente nada, porque era flaca, larguirucha y tenía los dientes en rompan filas. Para colmo, aquél émulo de la mujer de Popeye - con quien guardaba un claro parentesco - se llamaba Ceferina, y yo no veía la manera de escribir una oda “A Ceferina”, trámite que me parecía imprescindible para empezar a hablar en serio con ninguna chica. Además, Ceferina era sobrina de una guardia civil. No es que guarde ningún resentimiento contra el benemérito cuerpo, pero, francamente, un taxista y un guardia civil entre sus familiares más cercanos me pareció demasiado. Mis padres, para qué engañarnos, nunca hubieran visto con agrado un cuadro de tan inconfundibles perfiles carpetovetónicos. Como me creía tan idealista, no pude disfrazar un cierto complejo de culpabilidad por el “no” a Ceferina. Traté incluso de enmendar mi pecado rescatando de la miseria a alguna Marianela que se cruzara en mi camino. Eso ofrecía desde mi punto de vista otra ventaja importante. Pensaba que a mayor pobreza en la elegida, mayor entrega y sumisión. Y la posibilidad de crear mi propia Pygmalión, a imagen y semejanza de las heroínas de los libros de Escelicer, me tentaba. ¡Ganas de hacer trabajar a la imaginación!. Como puede suponerse, nunca encontré a la Cenicienta que esperaba. Inconscientemente, también me cuidaba muy mucho de no dar el aprobado a cualquiera que no fuera atractiva. Y las cieguecitas y huerfanitas, desgraciadamente, casi nunca resplandecían por su belleza. Al final, el amor llegó fuera de todo programa. Me alegré que pasara ante mis ojos de improviso, como un villano que se dejara mecer por la brisa de una tarde primaveral. No tuve más que dar un zarpazo al aire, y atraparlo entre mis manos. “Verdaderamente pensé qué poco orienta el camino andado. Un día damos un paso más y nos encontramos en un paisaje distinto, al que nunca creímos que podríamos llegar por el mismo sendero que traíamos”. Esperarlo cuando y como venga, sin vincularlo a ningún capricho, parece la táctica más aconsejable para el amor. Condicionarlo a algún requisito siempre es arriesgado. Y cuando esta condición “sine qua non” es nada menos que el poderoso caballero, toquemos a réquiem por la unión que nace. La curiosa, insignificante, divertida o triste según se mire y en todo caso ejemplar historia del coche azul con guardabarros amarillos y de su propietario de hojalata abunda en esta misma conclusión. Vale más pues que la contemos, para advertencia de jóvenes amadores que anden por ahí buscando su media naranja. A finales de la "belle epoque" de nuestro siglo - guerras aparte, la vida del siglo XX hasta que yo nací tenía un aire distinto, más poético y humano que el que disfrutamos ahora, en cualquier calle, y en cualquier ciudad, iba Janki Buenasiesta conduciendo su bello sedán azul con guardabarros amarillos. A través de las ventanas abiertas, Janki aspiraba el perfume de una llorosa tarde primaveral en la que se adivinaba la emoción de la naturaleza por el despertar de su juventud. Empapado de la vida que flotaba en el ambiente, Janki se sentía feliz a rebosar. La amplia sonrisa que rasgaba su rostro de oreja a oreja hablaba de su euforia por vivir, por tener un coche tan hermoso y por vencer las leyes de las lentas piernas descubriendo el mundo a más de ochenta kilómetros por hora. A Janki, el polero, que le saludó al pasar, le pareció un gnomo del bosque, y la pastelera, un hada guapa dispuesta a dibujar en el aire la silueta de una preciosísima doncella que luego se postraría de hinojos a sus pies. Porque a Janki, como a muchas otras personas que lo tienen todo, sólo le faltaba el amor. Y si bien el duende de la hermosa tarde le embelesaba, cabía esperar que cuando su mente se despejara le rondaría de nuevo el fantasma de la soledad. No sería la primera vez: con frecuencia, Janki Buenasiesta, que era propenso a reacciones tan inesperadas como grotescas, se paseaba desnudo por los parques cantando a voz en cuello un doloroso madrigal que él mismo había escrito para su platonismo imposible. Desnudo voy por la vida porque me faltan amores Soy un caballo sin brida y una maceta sin flores. Después de pasar unos días a la sombra por atentar contra la moral pública, a Janki se le dormía el nervio romántico; bastaba el reencuentro con su coche y el contacto con el aire 1ibre para olvidar momentáneamente su soledad, y dedicarse a disfrutar la vida. Por eso le produjo una dolorosa alegría volver a tomar tierra cuando, detenido su coche ante un paso a nivel, oyó una delicada voz femenina que le llamaba por su nombre. - ¡Hola!. Tú eres Janki Buenasiesta, ¿verdad?. A Janki le empezaron a sudar los sobacos copiosamente. Súbitamente notaba que le temblaban las piernas, y que no atinaba a meter la primera. Era demasiado tímido para reaccionar con naturalidad al abordaje de una chica tan hermosa como aquella desconocida rubia, bien plantada y con una sonrisa de anuncio de dentífrico. - Si, sí... -respondió titubeante Janki- ...¿Cómo es posible que me conozcas?. - Es muy sencillo. Todas las noches sueño con un hombre que viaja en un coche como el tuyo. Como tus padres son clientes de la droguería de mi familia, he averiguado que te 11amas Janki Buenasiesta. Y como pienso que he descubierto al hombre de mis sueños, te he llamado con intención de que me lleves a dar un paseo. ¿Entendido?... La chica iba demasiado deprisa. A Janki se le ocurrió que tal vez era el momento de olvidarse de su timidez, y de atacar con firmeza. Posiblemente estaba ante la oportunidad de su vida. ¿No sería hora de hablar claro?. - Mira, chica. Soy un hombre bastante rico. Esto tiene sus ventajas, cierto, pero con dinero no he conseguido comprar un cuerpo distinto. Obsérvalo y se golpeaba las sienes produciendo un sonido metálico ¿Ves?. Hojalata pura. Además, no soy muy alto. Y me sudan las manos… La chica se rió, De un salto salvó los dos metros de distancia que le separaban del coche y acercó su cara a la de Janki. - ¡Tonterías!. ¿Qué importa la materia?. He soñado contigo, y eso es bastante. Si lo deseas, estoy dispuesta a casarme mañana mismo. Mi nombre es Gladys. Anda y ofreció sus labios. Bésame. Desde que te conozco no he pensado más que en tus besos... Janki no se hizo de rogar. De repente sintió como si dentro de su cuerpo, la presa de un embalse hubiera saltado hecha añicos, y un inmenso torrente de fuerza vigorosa invadiera su organismo buscando la salida por su boca... Abrió la puerta, se precipitó sobre ella y la estrujó apasionadamente. Detectó sus labios, sus pechos, su monte de Venus... Ella era blanda y absorbente, como un pantano de arenas movedizas del que costaba escapar. - Te quiero, mi vida - musitó Gladys- Cásate conmigo ... Y yo también te necesito - respondió Janki dejando de amasar carne - Pero quisiera decirte que... Pasó el tren como una exhalación. Era un convoy de muchas unidades, y Gladys no pudo o no quiso esperar a que cesara el fragor de aquel largo gusano de acero para que Janki se explicase. Cuando el último vagón se perdió a lo lejos, Janki se dio cuenta de que tenía bajo su cuerpo una rubia espectacular. Tantos años esperando el suceso, y luego resultaba que en unos segundos se habla hecho un hombre con una desconocida... - Amor mío... - dijo ella mientras le besaba el cuello- ¿Cuándo nos casamos?. Y era tan grande su estupor que Janki no supo qué contestar. Cuando una chica se enamora de] conductor de un coche de hojalata, corre el riesgo de llevarse un chasco. La peculiaridad de Janki es que era un hombre desdoblado en dos mitades, cada una de las cuales figuraba en una de las ventanillas delanteras de su automóvil. Cuando Gladys quería decir que estaba enamorada de Janki, no sabía que le hablaba al Janki de la ventanilla de la izquierda. Al Janki soñador, al apasionado y al desequilibrado mental que se paseaba desnudo por los parques. El hecho de que estuviera materialmente bañado en millones, no ocultaba la trágica verdad: aquel Janki sólo era un cincuenta por ciento. Y si triste es hacer el amor con la mitad de un hombre, más dramático es darse cuenta de que se va a tener un hijo con él. Gladys pasó un embarazo lleno de zozobras e incertidumbres. Muchas noches soñaba que daba a luz una croqueta, y se despertaba gritando como una poseída. - ¡No, tan pequeño no, por favor¡... Janki procuraba calmarla, pero en su fuero interno, se daba cuenta de que había arrollado a su mujer con el fantasma de su riqueza, representada por el coche, pero no con sus atributos personales. El ya sabía que no disponiendo más que de la mitad que Jaba a la ventanilla izquierda, que era la que descubrió a Gladys, sólo podría casarse en un cincuenta por ciento, poseer a su mujer en un cincuenta por ciento y ser padre en la misma proporción. Pero admitía que Gladys no lo hubiera asimilado. -¿Qué quieres que te diga, amor mío? ... Comprendo que sólo soy un cincuenta por ciento. Pero creo que nuestro hijo abultará algo más que una croqueta, palabra. A los ocho meses de matrimonio, Gladys se había convertido en un monstruo despótico e iracundo. Además de liquidarse la fortuna de Janki obsequiaba a éste con toda clase de improperios, e incluso le maltrataba de obra. Janki por su parte no tardó en llegar a la conclusión de que sus zambullidas “en plongeon” sobre el cuerpo macizo de su esposa no eran todo lo que esperaba del amor. Se sentía engañado, fracasado, humillado y, lo que era peor, incapaz de revolverse en su propia defensa. Por fin llegó la hora del parto. Había gran expectación entre los médicos, porque el caso no era nada común. Se trataba de uno de los primeros nacimientos de una coyunda habida entre una mujer y un cincuenta por ciento de hombre, que además era de hojalata. Janki no fue a la clínica. Llamó por teléfono y habló con el doctor. - ¿Qué ha sido doctor?. El doctor carraspeó. Le costaba trabajo empezar a hablar, y a Janki no le pasaba inadvertido. Anduvo dando muchos rodeos, hablando de los casos raros de la historia de la Medicina y de los caprichos de la genética. Por fin, ante la angustiosa insistencia de Jarki, que le interrumpía a dos por tres preguntando qué había sido, dejó caer la noticia. - Señor Buenasiesta, su señora ha dado a luz una llave. - ¿Una llave?. ¡Caramba!, me deja usted de una pieza... Ni los más renombrados científicos supieron explicar el caso. Gladys cayó en una profunda crisis depresiva, y se negó a ver a su marido. Por teléfono, Janki le convenció de que la llave era un símbolo oportunamente enviado por el destino para solucionar su matrimonio. ¿No te das cuenta?. Es la llave de nuestra libertad, Deshagamos nuestro matrimonio. Nos hemos equivocado, ¿no?. ¿Por qué vamos a seguir haciéndolo?. Vamos, Gladys, reconócelo: tú te casaste por mi dinero, por pasear en mi coche. En cuanto a mi… Prefirió callar. Gladys no dijo nada, pero a los dos días ya había enviado sus abogados. En unos meses el matrimonio se había disuelto. La arpía de Gladys no dio muchas facilidades. Aprovechó el incidente de su extraño parto para explotar a fondo la menguada economía de su esposo. Claro que la pobrecita llevaba un trauma que jamás podría borrar con dinero. Después de la desdichada experiencia, Janki volvió a su coche. Lo primero que hizo fue recuperar su otro cincuenta por ciento, el de la ventanilla derecha, que había permanecido estático en su puesto. Después aceleró a fondo y corrió en busca de nuevos paisajes. “Ahora estoy casi arruinado se dijo esperanzado”. Algún día descubriré a una chica que no haya prostituido sus sentimientos, y que me quiera como soy, de hojalata y ya sin dinero. Hasta entonces, más vale hacer el amor con la libertad”... Y el original coche azul con guardabarros amarillos se perdió tras una nube de polvo. Luis Figuerola-Ferretti Gil