Solo quería bailar Lidia picaba la carne con el cuchillo de cocina, con el que siempre preparaba la cena. Sus cabellos blancos, caían molestamente sobre sus ojos, y ella, con sus manos arrugadas y decrépitas, los reacomodaba en su lugar. Sí, allí, bien ubicados detrás de las orejas. Una y otra vez picaba la carne, destrozándola hasta que no se notara. <<Nada debe notarse, nada, por tu puta madre, Lidia, no debe notarse>> Pasaron los segundos, y Lidia observaba la aguja transcurrir lentamente. <<Vamos maldita, vamos>> Ahora se encontraba bailando en una fiesta importante, con un vestido elegante, de la mano de un sujeto que apenas había conocido. Un anciano de pelo blanco, figura encorvada y voz ronca. Allí nadie la conocía. No tendría que pedir disculpas, ni usar máscaras. Su pálido rostro podría ver las luces de la noche. Semanas antes había leído un anuncio sobre un baile de gala para ancianos, y allí estaba, en un pueblo cercano al suyo, disfrutando de la noche. Seguían bailando una canción de jazz, suave y pegadiza, como un cuento de hadas. A las doce, abandonaría el castillo, correría por las escaleras y su príncipe la llevaría en carroza hasta su palacio. El viejo fue acariciándola cada vez más hacia la cintura, y ella sólo sonrió. <<sonrisita ingenua, sonrisita de niña, sonríe para mi>> Él besó su mano y se arrodilló para suplicarle. - Mi bella dama, ahora iremos a mi castillo, y bailaremos. Ella sólo sonrió. Pero la carroza se había convertido en calabaza. Al salir, al estacionamiento del salón donde se había realizado el baile, no había limusinas, sino una cacharra verde y oxidada, repleta de musgo. <<Sigue con las doce campanadas, sigue, no te detengas, iremos al palacio>> La luz de la luna se ocultó entre las nubes y los ojos de Lidia, se opacaron. No se encontró con un palacio, sino con una pequeña casa en medio del campo. <<La luna, mira la luna, mírala, allí tu eres cenicienta>> Pero no había luna. Entraron a la casa, tomados de la mano. El la llevó hasta su habitación. Ella se sentó sobre la cama, juntando las rodillas, como una niña. Con la vista al suelo. El se paró frente a Lidia, mientras metía su mano <<allí dentro>> - ¿Qué haces? –preguntó sin entender. - Ven aquí nena. –contestó él Ella lo volvió a mirar, sin entender. - Dijiste que bailaríamos. - Ahora quiero hacer otras cosas contigo. Ella se puso de pie y avanzó hacia la puerta. Él no podía permitirlo. El viejo la tomó de los brazos y trató de empujarla, pero ella se resistió. Su zapato derecho se rompió y ella cayó al suelo, golpeándose la cara. Una gota de sangre caía por sus labios. - No soy un príncipe, pero perdiste el zapatito de cristal, ¡puta! –gritó él. Lentamente se puso de pie. Algo adentro, algo en su interior, había despertado. Saltó con furia sobre él. El viejo retrocedió y cayó al suelo de espaldas. Lidia lo rasguñó y luego lo agarró bruscamente de los pelos. Y lo golpeó << no soy ninguna puta>> Y lo golpeó <<ninguna puta>> Y lo golpeó <<dime cenicienta>> Hasta que de su cabeza salió la espesa sangre. Lidia tenía una sola manera de encontrar el fin de su cuento de hadas. Le gustaba cocinar. <<Entonces cocinemos>> Puso el cuerpo del viejo sobre una mesa, y, con ayuda de una vieja cuchilla de cocina, fue cortando de a poco y con paciencia la carne. <<Sí, carne>> El viejo vestido se había manchado de sangre, pero ya nada importaba. Ahora sólo debía deshacerse de él. Después de todo, ¿quien sospecharía de una pobre viejita? <<Nada debe notarse, nada, por tu puta madre, Lidia, no debe notarse>>