BIEN COMÚN: LA MADURACIÓN DE UN CONCEPTO Rodrigo Guerra López* 1. El bien común en Platón y Aristóteles El bien común es una antigua noción filosófica que usada en el presente busca expresar el bien que requieren las personas en cuanto forman parte de una comunidad y el bien de la comunidad en cuanto esta se encuentra formada por personas. Sin embargo, una noción aparentemente sencilla, ha tenido un largo y a veces tortuoso proceso de definición. Platón en La República concebía al bien común como un bien que trasciende los bienes particulares ya que la felicidad de la ciudad debe ser superior y hasta cierto punto independiente de la felicidad de los individuos1. Aristóteles perfeccionaría esta idea en su Política: “fin de la ciudad es el vivir bien (…) Hay que suponer, en consecuencia, que la comunidad política tiene por objeto las buenas acciones y no sólo la vida en común”2. De este modo no sólo el bien común es superior por ser el bien del todo social sino por su esencial índole moral: antes que versar sobre bienes públicos (calles, plazas, etc.) está construido por la virtud, es decir, por todo aquello que desarrolla de manera positiva y estable al ser humano de acuerdo a su naturaleza profunda. 2. El bien común en Tomás de Aquino En el siglo XIII, Tomás de Aquino, siguiendo en buena medida a Aristóteles, escribirá importantes textos en los que trata sobre la noción de «bien común», entre los que destaca el opúsculo De regno3 dedicado a Hugo II de Lusignan, Rey de Chipre, quien apenas contaba con 14 años de edad. Tomás tenía 40, su hermano Aimón de Aquino había participado en una expedición a Tierra Santa en la que había caído prisionero de Juan de Ibelín. El padre de Hugo II intercedió para liberarlo por lo que Aimón le prestó vasallaje. Posteriormente Aimón le pediría a su hermano el Fraile dominico que escribiera un texto que le fuera de utilidad al joven gobernante. Una de las ideas centrales de este breve escrito es precisamente mostrar que en el bien común adquiere su significado pleno el gobernar: “Gobernar consiste en conducir lo que es gobernado a su debido fin”. El fin de la comunidad no puede ser diverso al fin del ser humano. Más aún, determinando el fin del hombre y de la comunidad podemos saber el tipo de persona que ha de gobernar. Por eso “si el fin último de un solo hombre o de la multitud consistiera en la vida corporal y la salud del cuerpo, el medici desempeñaría esa tarea. Si el último fin consistiera en la abundancia de riquezas, el oeconumus se convertiría en rey de la sociedad.”4 Evidentemente esto es absurdo para un hombre como Tomás de Aquino. Sólo alguien que no entendiera el verdadero bien de la persona y de la sociedad podría proponer que la sociedad fuera gobernada por un * Doctor por la Academia Internacional de Filosofía en el Principado de Liechtenstein; Profesor-investigador de la Universidad Panamericana; Consejero de la Fundación Rafael Preciado Hernández A.C; Director del Observatorio social del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM); E-mail: rodrigox@prodigy.net.mx 1 Cf. PLATÓN, La República, IV. 2 ARISTÓTELES, Política, III, 9, 1280b-1281ª. 3 TOMÁS DE AQUINO, De regno ad regem Cypri (también conocido como De regimine principum). Véase también: Suma de Teología, I-II, q. 90. 4 De regno, Lib. II, c. 3. BIEN COMÚN: LA MADURACIÓN DE UN CONCEPTO Rodrigo Guerra López 2 médico o por un administrador de recursos. Ni la salud ni las riquezas cumplen las expectativas más profundas de la condición humana. ¿Será acaso el fin del hombre y del todo social el pacto o el acuerdo que entre todos logremos con el fin de subsistir? Por supuesto que no: “si los hombres llegan a un acuerdo únicamente por vivir, también los animales constituirían parte de la sociedad civil.”5 Así es como Tomás de Aquino piensa que el fin último del hombre y de la sociedad tiene que consistir en contemplar y gozar del más común y más alto de los bienes: Dios. “Pero como el hombre no consigue el fin de la visión divina por virtud humana, sino por favor divino, como dice el Apóstol: La vida eterna es una gracia de Dios, no pertenece al régimen humano, sino al divino, conducirlo a su último fin.”6 ¿Qué corresponde, pues, al «régimen humano»? “Como el armero hace la espada de modo que sirva para la lucha y el constructor debe distribuir el espacio de la casa de forma que sea habitable. Luego (…) es propio de la tarea del rey procurar que la sociedad viva de manera buena, de modo adecuado para conseguir la felicidad celestial, como por ejemplo ordenará lo que lleve a tal felicidad y prohibirá lo que se le oponga, en cuanto sea posible”7. Es interesante observar que para este importante autor medieval el oficio se define por la tarea a realizar. Por ello si el médico es aquel que cuida a la salud, el que cuida del bien común sólo puede llamarse con propiedad rey. Conviene insistir en este punto: rey no es cualquier hombre con poder aunque formalmente esté al frente de una comunidad: “Rey es aquel que dirige la sociedad de una ciudad o provincia hacia el bien común”8 De esta manera reaparece la comprensión primordialmente ética del bien común aunque ahora en un explícito contexto cristiano en el que la Revelación ha mostrado que por encima de la vida virtuosa está Alguien que la funda y la rebasa. Así es como aparecerá la idea de que el bien común posee entonces una dimensión sobrenatural y otra temporal ordenadas en relación jerárquica. El bien común temporal coincidirá con aquello que requiere la sociedad para vivir de manera buena y encaminar a los hombres a la plenitud que sólo Dios puede dar: “Se precisan tres requisitos para que la sociedad viva de manera buena. El primero es que la sociedad viva unida por la paz. El segundo es que la sociedad, unida por el vínculo de la paz, sea dirigida a obrar bien; (…) En tercer lugar, se requiere que, por la diligencia del dirigente, haya suficiente cantidad de lo necesario para vivir rectamente”9. El bien común sobrenatural, por su parte, será fruto de la gracia, es decir, de un gesto gratuito de Dios que sobrepasa las puras fuerzas humanas. 3. El bien común y el personalismo de Jacques y Raïssa Maritain Hacia finales del siglo XIX el Papa León XIII revitalizó los estudios en torno a Tomás de Aquino al interior de la Iglesia católica. La Encíclica Aeterni Patris fue una imponente llamada para reconocer en Tomás a un auténtico Doctor Universal que podía, a través de los elementos perennes de su teología y de su filosofía, dar respuesta a muchos de los desafíos que presentaba el mundo moderno. El llamado de León XIII fue acogido tanto en círculos eclesiásticos como en 5 Ibid. Ibid. 7 De regno, L. II, c.4. 8 De regno, L. I, c.1. 9 Ibid. 6 BIEN COMÚN: LA MADURACIÓN DE UN CONCEPTO Rodrigo Guerra López 3 ambientes enteramente laicales. Así es como en la Universidad de París, a principios del siglo XX, un joven estudiante de filosofía y su novia (luego esposa), a través de amistades providenciales que marcarían sus vidas, descubren la fe y el pensamiento de Tomás de Aquino. Nos referimos a Jacques y Raïssa Maritain. Los Maritain estudian a Tomás. Pero su estudio no es una mera memorización erudita de ideas del pasado sino una suerte de provocación para aprender a pensar la realidad de manera radical. Los Maritain conocen con detalle las obras del Aquinate pero utilizan su doctrina para afrontar los temas y problemas del mundo que les toca vivir, incluso en el ámbito político. Así es como aparecerán los libros Del régimen temporal y la libertad (1933), Humanismo integral (1936), Los derechos del hombre y la ley natural (1947), La persona y el bien común (1947), y El hombre y el Estado (1951), entre otros. Para los Maritain: “Lo que constituye el bien común de la sociedad política no es sólo el conjunto de los bienes o servicios de utilidad pública o de interés nacional (carreteras, puertos, escuelas, etc.) que suponen la organización de la vida común, ni las buenas finanzas del Estado, ni su potencia militar; no es solamente el entramado de leyes justas, de buenas costumbres o de sabias instituciones que dan su estructura a la nación, ni la herencia de sus grandes recuerdos históricos, de sus símbolos y de sus glorias, de sus tradiciones vivas y de sus tesoros de cultura. El bien común comprende todas estas cosas, pero aún mucho más, y más profundo y más humano; pues también y ante todo comprende la propia suma (muy diferente de una simple colección de unidades yuxtapuestas, pues, como Aristóteles nos enseña, incluso en el orden matemático seis es algo distinto de tres más tres), comprende la suma, decimos, o la integración sociológica de cuanto hay de conciencia cívica, de virtudes políticas y de sentido del derecho y de la libertad, y de todo cuanto hay de actividad, de prosperidad material y de riquezas del espíritu, de sabiduría hereditaria inconscientemente activa, de rectitud moral, de justicia, de amistad, de felicidad, de virtud y de heroísmo en las vidas individuales de los miembros de la comunidad, debido a que todo esto es, en cierta medida, comunicable, y revierte sobre cada miembro de la sociedad, ayudándole así a perfeccionar su vida y su libertad de persona. Es todo esto lo que constituye auténtica vida humana de la multitud”10. Los Maritain son tomistas pero al momento de describir al bien común colocan el acento en la dimensión espiritual del mismo. Para ellos el individuo humano es para el Estado pero el Estado es para la persona. Este aparente juego conceptual significa que “el hombre no está totalmente ordenado a la sociedad política por cuanto es en sí mismo y por cuanto hay en él”11. El ser humano es miembro de una comunidad y en cuanto a esto se le subordina. Sin embargo, el ser humano es más que un miembro de la comunidad. Posee una dimensión trascendente a todo lo material. Así es que el Estado que incluye en sí mismo a los individuos ha de tener como fin a la persona, es decir, al hombre integralmente considerado, al sujeto individual organizado y animado por el espíritu. El insistir que la persona humana es trascendente a toda institución por su condición de sustancia corpórea que posee espíritu situó a los Maritain dentro del ámbito de los «personalistas». De hecho la amistad de Emmanuel Mounier – padre del personalismo contemporáneo –y de los 10 11 J. MARITAIN, La persona y el bien común, Desclée de Brouwer, Bs. As. 1947, p.p. 45-46. TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, I-II, q. 21, a. 4. BIEN COMÚN: LA MADURACIÓN DE UN CONCEPTO Rodrigo Guerra López 4 Maritain fue intensa y prolongada. Los Maritain conformaron parte del círculo de intelectuales en torno a la revista Esprit fundada por Mounier. Todos en este ambiente afirmaban la trascendencia de la persona respecto de cualquier sistema. Con diferentes lenguajes más o menos todos intuían que la persona no es una cosa y no puede ser usada como mero medio, como instrumento, como herramienta. El personalismo era (y es) una piedra de escándalo: la izquierda lo veía mal por su explícita cercanía con el cristianismo. La derecha, a su vez, sospechaba de los personalistas por su proximidad con los temas sociales y las luchas de las izquierdas. No faltaron además los extremistas de ultraderecha que acusaron particularmente a Jacques Maritain de “judío y traidor”12 o de heredero de un liberalismo infiltrado secretamente en el seno de la Iglesia católica13. En este contexto controversial el tomista Charles DeKoninck escribió el libro La primacía del bien común contra los personalistas14 el cual intentaba mostrar cómo la persona debe estar subordinada al bien común. La controversia fue intensa. Yves Simon y Thomas Eschmann se sumaron a ella y crearon una verdadera confusión intentando descifrar si la posición de los Maritain era justificable o no. El tiempo pasó, y poco a poco el tomismo que despreciaba al personalismo fue desapareciendo15. El Concilio Vaticano II repetidamente sostendrá que la persona es el sujeto, la raíz, el principio y el fin de toda vida social, de todas las instituciones sociales: “el orden social y su progresivo desarrollo deben en todo momento subordinarse al bien de la persona, ya que el orden real debe someterse al orden personal y no al contrario”16. La justificación antropológica última de esta toma de posición sería la renovada toma de conciencia sobre que la persona humana es la única criatura que Dios ha amado por sí misma17. 4. Bien común y solidaridad en Karol Wojtyla-Juan Pablo II ¿Esto quiere decir que la categoría «persona» sustituyó a la categoría «bien común» como fin del todo social? La respuesta a esta pregunta es negativa. El Concilio Vaticano II dirá que el bien común es “el conjunto de aquellas condiciones de vida social que facilitan tanto a las personas como a los mismos grupos sociales el que consigan más plena y más fácilmente la propia perfección”18. Esto quiere decir que gracias a los debates conciliares y a los nuevos escenarios que tuvieron que enfrentarse a lo largo del siglo XX el significado personalista del bien común eclosionó. Si somos atentos este significado se encontraba implícito en muchas teorías políticas de la antigüedad y de la edad media. Sin embargo, fue necesaria una nueva valoración de la subjetividad, de la conciencia, de la libertad y de los derechos humanos, como la que emergió en 12 S. SUÑER, La Gaceta del Norte, 24 de junio de 1938. J. MEINVIELLE, De Lamennais a Maritain, Nuestro Tiempo, Bs. As. 1945. 14 CH. DEKONINCK, De la primaute du bien common, Québec 1943. 15 Juan Pablo II decía: “me agrada recordar que Pablo VI quiso invitar al Concilio al filósofo Jacques Maritain, uno de los más ilustres intérpretes modernos del pensamiento tomista, intentando también de este modo manifestar alta consideración al Maestro del siglo XX y al mismo tiempo a un modo de hacer filosofía en sintonía con los «signos de los tiempos».” (La obra filosófica de Santo Tomás de Aquino, Discurso del 17 de noviembre de 1979, n. 5.). 16 CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes, 26. 17 Cf. Gaudium et spes, 25. 18 Gaudium et spes, 26. 13 BIEN COMÚN: LA MADURACIÓN DE UN CONCEPTO Rodrigo Guerra López 5 la edad moderna, para que de una manera más explícita pudiera notarse que el bien de la comunidad tiene que ser orientado por una antropología normativa basada en la persona como portadora de un valor absoluto del que derivan algunas obligaciones morales y jurídicas igualmente absolutas19. El autor contemporáneo que releyendo el significado filosófico de la modernidad más ha contribuido al enriquecimiento de la noción de bien común desde un punto de vista explícitamente personalista es Karol Wojtyla-Juan Pablo II20. Desde su época como Catedrático de Filosofía en la Universidad Católica de Lublín logró construir una hermenéutica de la persona a través de la acción que precisamente culmina con una nueva teoría de la intersubjetividad y del bien común. Esta compleja teoría reivindica que la persona es naturalmente social más que por menesterosidad – como creía Aristóteles y una larga tradición – por una plenitud ontológica que de suyo es difusiva y que hermana a todos los seres humanos de origen21. El bien común será aquel bien que realice precisamente la dimensión personalista de la acción entre las personas. Tiempo después, ya como Juan Pablo II, escribiría la Encíclica Sollicitudo rei socialis en la que culminará esta intuición a través de la articulación de la noción de solidaridad y de bien común. La solidaridad es el bien común en acción: “El hecho de que los hombres y mujeres, en muchas partes del mundo, sientan como propias las injusticias y las violaciones de los derechos humanos cometidas en países lejanos, que posiblemente nunca visitarán, es un signo más de que esta realidad es transformada en conciencia, que adquiere así una connotación moral. Ante todo se trata de la interdependencia, percibida como sistema determinante de relaciones en el mundo actual, en sus aspectos económico, cultural, político y religioso, y asumida como categoría moral. Cuando la interdependencia es reconocida así, su correspondiente respuesta, como actitud moral y social, y como «virtud», es la solidaridad. Esta no es, pues, un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos.22” Desde este punto de vista, el fin del Estado es hacer posible la solidaridad, es decir, que las personas podamos encontrarnos con otras personas e interactuar corresponsablemente para construir entre todos una vida personal y social más humana. 5. A modo de conclusión: postmodernidad política y bien común “Un régimen es tanto más sublime cuanto se ordena a un fin más alto” decía el viejo Aristóteles. Esto no puede ser más que así ya que el fin especifica (le da su especie, su esencia) a las acciones y a las instituciones que les sirven de soporte. 19 Cf. R. GUERRA LÓPEZ, Afirmar a la persona por sí misma, Comisión Nacional de los Derechos Humanos, México 2003. 20 Cf. R. GUERRA LÓPEZ, Volver a la persona. El método filosófico de Karol Wojtyla, Caparrós, Madrid 2002. 21 Cf. K. WOJTYLA, Persona e Atto. Testo polacco a fronte, a cura di Giovanni Reale e Tadeusz Styczen, Revisione della traduzione italiana e apparati a cura di G. Girgenti e Patrycja Mikulska, Bompiani, Milán 2001, Parte IV. 22 JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis, 38. BIEN COMÚN: LA MADURACIÓN DE UN CONCEPTO Rodrigo Guerra López 6 Cuando el bien común ordena finalísticamente la acción de gobernar, la sociedad aunque no lo exprese con palabras sofisticadas logra paulatinamente el bien temporal que en lo profundo anhelaba. Sin embargo, cuando el «bien común» es un mero recurso retórico para decorar discursos otras finalidades aparecen en el quehacer de gobierno distorsionando la naturaleza de la sociedad y de la política. ¿Por qué sucede esto? ¿Qué acaso los partidos demócrata cristianos o humanistas no poseen suficiente doctrina para darle contenido concreto a sus principios fundamentales? La importante anomia ideológica que padecen los partidos políticos conciente o inconcientemente inmersos en el contexto postmoderno crea con relativa facilidad el clima para que el «bien común» sólo sea un referente discursivo. Es preciso reconocer que muchos dirigentes partidistas y gobernantes aún cuando desconozcan las obras de los filósofos postmodernos (Gianni Vattimo, Jean-Francois Lyotard, Jacques Derridà, etc.) hoy se encuentran a la merced de una cultura que privilegia la indiferencia, lo emotivo, lo diferente, lo eficiente, lo disidente, lo híbrido, lo provisional y la muerte de los grandes teorías explicativas. Justo en este escenario es cuando se puede apreciar la importancia de recuperar personalísticamente la noción de bien común. El personalismo no es una mera moda filosófica. Es la invitación para proponer de manera concreta – no sólo teórica – la primacía de la persona, es decir, de los rostros concretos de los seres humanos que me rodean, que son mi prójimo y de quienes soy responsable. Juan Pablo II con esta visión decía: “El amor, la civilización del amor, se relaciona con el personalismo. ¿Por qué precisamente con el personalismo?” Por que “el «ethos» del personalismo es altruista: mueve a la persona a entregarse a los demás y a encontrar gozo en ello.”23 Si deseamos evitar que el «bien común» sea sólo un concepto vacío es necesario volver a experimentar el estupor y el asombro ante la humanidad de todo hombre. El aburguesamiento y la vida organizada en torno al «tener» y no en enfocada prioritariamente al «ser» (aunque sea difícil) acostumbran la mirada a valorar sólo aquello que es «funcional», aquello que resulta superficialmente «bello», aquello que es «confortable»… y a menospreciar a los seres humanos, especialmente, si están desfigurados por el mal moral, por la pobreza, por la falta de educación o por la carencia de salud. Precisamente a causa de esto, nada más educativo que abrirse a la conmoción que nos brinda el otro, la otra, en su misterio. En esto consiste el personalismo, esto pone la base real para la solidaridad y para que eventualmente nuestros pensamientos y palabras en torno al bien común tengan un contenido real, activo y transformante de nuestras propias personas y de las de los demás24. 23 JUAN PABLO II, Carta a las familias, 2 de febrero 1994, n. 14 “El encuentro con el personalismo, que luego encontramos explicitado con gran fuerza persuasiva en el pensador hebreo Martin Buber, fue un evento que marcó profundamente mi camino espiritual” (J. RATZINGER, citado en A. TORNIELLI, Benedicto XVI. El custodio de la fe, Aguilar, México 2005, p. 52.). 24