FINAL ABIERTO escribe: Hebert Gatto En circunstancias normales una crisis de gabinete, con la caída de uno o varios ministros resulta un acontecimiento corriente en la vida de un gobierno democrático. No obstante, la anunciada renuncia de Astori, vista la enorme importancia que reviste la economía y su ministro dentro de la política general del Uruguay, rodeó al episodio de notas visiblemente dramáticas. Algo similar a lo que ocurriría si se retiraran Lavagna en Argentina o Palocci en Brasil. Por supuesto que si el conflicto se hubiera planteado con cualquier otro ministro –excepto quizás Mujica- las consecuencias políticas hubieran sido de menor importancia y el cambio se hubiera procesado con pocos costos. Con el agregado que la relevancia de Mujica como gobernante tiene que ver más con su peso electoral dentro de la coalición de izquierda que con su importancia en el área agropecuaria. No cabe dudar que el mundo se interna en el siglo XXI con crecientes dudas respecto a su futuro, contando con un capitalismo globalizado como un único modelo económico (puro o atenuado, aquí esa distinción no importa), que cada vez plantea mayores dificultades para su gestión a nivel nacional. Esta contradicción, uno de los ejes de los males del mundo actual se ve fuertemente ampliada cuando, como es nuestro caso, la suerte nos ha dispensado un país pequeño, de mínima incidencia en la economía mundial y sometido a un legado de causalidad múltiple: deuda externa que supera el producto, sensible carencia de inversiones extranjeras, orfandad de recursos estatales para incidir en los procesos económicos, debilidad de la burguesía industrial para liderar el crecimiento. Todo esto unido a las fuertes expectativas de sectores crecientemente empobrecidos que desde hace medio siglo aguardan un cambio y que han visto en el actual gobierno la concreción de sus anhelos. En estas circunstancias resulta lógico que los ministros de economía se transformen en el principal factor de gobernabilidad, haciendo depender de su gestión el éxito o el fracaso político de sus gobiernos. ¿Siendo esto así, cómo se explica que a solo seis meses de gestión se haya suscitado esta crisis y que cabe esperar de su resolución? Hombres y roles Uno de los enfoques, corriente por estos días, tiene que ver con las características de sus protagonistas. ¿No ha sido el choque entre personalidades, cuando se enfrentan por el prestigio y el poder, uno de los recurrentes motores de la historia? El Presidente, se recuerda, tiene una historia de largos desencuentros con el ministro: ambos compitieron por la candidatura a la presidencia, sus relaciones se mantuvieron comprometidas hasta el momento del reencuentro, y se alinearon en posiciones diferentes tanto en la reforma constitucional como en el plebiscito sobre Ancap. Además, se agrega, el modo en que el Presidente desconoció al ministro frente al conjunto de sus pares, no fue el mejor modo de plantearle sus diferencias. Si bien es cierto que el 4.5 del PBI para la enseñanza era una firme promesa de la fuerza política hacia sus electores, reiterada en toda la campaña, Vázquz permitió que la asignación presupuestal se recortara sin plantear ninguna oposición, del mismo modo que bien pudo formular sus tardías objeciones en forma personal sin desairar al ministro. Por su lado, Astori sería un hombre rígido, celoso de sus decisiones, demasiado seguro de sí mismo y poco dispuesto a ceder en el terreno económico que entiende como su coto privado, donde pone en juego su prestigio político y profesional. Tales enconos, se concluye, llevaron a estos lodos, que si bien lograron superarse por la mediación de terceros y no, como hubiera correspondido por el diálogo directo entre los interesados, han abierto un peligroso interrogante sobre la futura estabilidad del titular de economía. No es posible negar a priori la pertinencia de estos abordajes. A diferencia de quienes pensaban hasta hace pocos años que en historia o en política o bien se apelaba a las explicaciones estructurales con encuadres holísticos, o de lo contrario se evadían los márgenes del rigor analítico, actualmente las particularidades de los actores, su carácter, sus virtudes o sus defectos, traídas por el individualismo metodológico en boga, han vuelto por sus fueros como variables explicativas. Sin embargo, uno siente que para el caso, este tipo de enfoque, ni agota el problema ni aclara cabalmente la conducta de otros actores, caso Mujica, Brovetto o del director de la Oficina de Planeamiento y Presupuesto, no necesariamente implicados en el choque entre Vázquez y Astori. Tampoco explica suficientemente la justificación de los nítidos alineamientos que el tema rápidamente concitó entre vazquistas y astoristas, ni facilita averiguar quien, si es que alguno lo hizo, perdió o ganó en términos políticos con la abortada renuncia. Otra explicación, en el mismo trillo pero menos sicologista, presenta el problema como el cruce de dos visiones: una voluntarista, basada en el poder de la decisión y la convicción humana para el éxito político, típica en la izquierda clásica y otra más realista, atenta a la viabilidad, con los recursos disponibles, de las estrategias y metas propuestas. El diferendo puede igualmente pensarse como el choque de dos escuelas. Un pensamiento económico, de orden tecnocrático, marcado por su rígida racionalidad medio a fines, contrapuesto a la visión política, generalista en sus encuadres y más voluntarista y valorativa en sus metas. No cabe duda que estas encontradas visiones estuvieron presentes en los distintos actores, aunque, sin desdeñarlas, tampoco resulten suficientes para explicar a cabalidad las consecuencias de lo ocurrido, que como todos los acontecimientos políticos requiere de más de un acercamiento. Particularmente si se desea comprender los alineamientos de la ciudadanía frentista, o no frentista, a favor o en contra del ministro, así como el rol desempeñado por otros actores en la superada renuncia. La política como lucha simbólica. Yo coincido parcialmente con aquellos que sostienen que el conato de dimisión de Astori no tuvo, en sus orígenes, carácter ideológico. La discusión de aumentar un punto el gasto en la enseñanza pública, objetivo en el que coincidían como aspiración todos los frentistas, no encierra, como tema puntual, cuestiones de fondo, apareciendo más bien como un problema técnico o personal. No obstante, una vez planteado el enfrentamiento, fue notorio que algo más subyacía a él. Los rápidos alineamientos, no ya por o contra Astori como persona, sino en pro o en rechazo de su política económica tienen raíces profundas, relacionadas con los contrapuestos enfoques sobre el Uruguay del futuro. Y así lo percibe la población. Muchas veces sostuve que dentro de la coalición de izquierda existe una línea de quiebre, una suerte de falla sísmica que opone a conservadores con renovadores, generando una tensión no resuelta que se remonta a la época de la implosión comunista, cuando el Frente Amplio no supo explicitar ni discutir públicamente las razones por las que, mayoritariamente, abandonó su anterior ideología. En el marco de esta oposición, califico como conservadores aquellos más apegados al programa clasista revolucionario de la izquierda tradicional –aún cuando en su gran mayoría admitan la imposibilidad de ponerlo en práctica- y renovadores quienes aspiran, cuanto más rápido mejor, a la superación de esta concepción. Lo que no implica que los conservadores pretendan imponer en el Uruguay el modelo cubano, socializando la economía. Más bien se trata de una añoranza, una nostalgia de pureza utópica, presente tanto en varios de los partidos coaligados como en muchos frentistas independientes, la que fatalmente emerge en cada una de las decisiones trascendentes del gobierno. Trátese de los acuerdos con el FMI, la aprobación del tratado de inversiones con los EEUU, la política respecto al agua, el ingreso a la Universidad o la refinanciación de la deuda con los productores agropecuarios. Por su lado la línea renovadora –o con menos rotundidad, la estrategia basada en la toma de distancia con los fundamentos tradicionales de la izquierda- se personificó en el ministro de economía y en menor medida en su partido, haciendo que Astori y su política económica representen el símbolo de este desplazamiento. Con estos antecedentes, como era previsible, la contradicción ideológica nuevamente asomó su rostro en el caso, no en su génesis, ni, probablemente, en las intenciones del presidente Vázquez, pero sí en su desarrollo posterior, haciendo que todos tomáramos partido. Incluyendo a blancos y colorados, no por casualidad, monolíticamente alineados tras Astori. Razón suficiente para que, por contraposición, el astorismo sea percibido por muchos frentistas como un peligro potencial, no ya para el socialismo sino para lo que queda de él: el conjunto difuso de valores y negaciones que, según piensan, aún definen la izquierda. Por supuesto, como corresponde a la heterogeneidad de sus opositores, esta crítica al “compañero Astori” admite diferentes intensidades. Desde el movimiento sindical y los sectores radicales opuestos a cualquier “modus vivendi” con el capitalismo y donde la oposición es frontal, a otros grupos en que aparece más sorda, larvada y con frecuencia mezclada con animosidades personales. Lo que no impide que cualquier limitación impuesta a la autonomía del Ministro de Economía por el Presidente, sea cual fuere el suceso que la motive, sea asumida con júbilo. Como la necesaria peregrinación a las fuentes últimas de la izquierda nacional o, al menos, como una merecida sanción a su protagonismo. Sólo así puede explicarse la alegría contenida, pero notoria, de casi todos los restantes secretarios ante la sanción presidencial al díscolo ministro. Quien, por lo que se sabe, no contó con ninguna clase de apoyo activo dentro del gabinete. Esto no significa que la mayoría ministerial procurara abiertamente su dimisión. Ni que el Presidente esté en condiciones de modificar la política económica. Lo que se proponían, y parcialmente lograron, era doblarle la mano. El comunicado presidencial con que se cerró el incidente es meridianamente claro en este sentido. Para medidas más extremas, no se oculta que por el momento se carece de un sustituto que cuente con el apoyo interno y por sobre todo externo, del Ministro de Economía. Pero no poder no equivale a no querer. De allí, por ejemplo, el ambiguo papel de Mujica –jinete de todas las crisis-, quien a estar a sus declaraciones, fue protagonista fundamental de la transacción, pese a recordarle al renunciante que los hombres inteligentes no pueden ser altivos. Un consejo, o más bien una reprimenda que Astori, humilde Moisés en el Sinaí, habría recibido con afecto, alegría y agradecimiento. ¡Grande Pepe! Lástima que de economía, ni mus.