SIMBAD el marino SIMBAD EL MARINO Primera publicación en papel: 1814 Colección Clásicos Universales Diseño y composición: Manuel Rodríguez © de esta edición electrónica: 2009, liberbooks.com info@liberbooks.com / www.liberbooks.com S IMBAD EL MARINO Índice Simbad el Marino. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9 El primer viaje. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La isla del rey Mirhajio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17 27 El segundo viaje. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Historia del pescador. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51 65 El tercer viaje. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83 Historia de la princesa Scherenada. . . . . . . . . . . . . . . . . 105 El cuarto viaje. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 129 Historia del rey de Serendib. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 163 El quinto viaje . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 177 El viejo del mar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 191 La Montaña Negra. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 201 El sexto viaje. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 223 Historia de las Islas Negras . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 235 El séptimo viaje. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 253 El pescadito de la fortuna. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 269 La vuelta definitiva . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 279 Simbad el Marino 1 U na calurosa tarde de verano, durante el reinado del califa Harún-Ar-Raschid, pasaba por las calles de Bagdad un pobre recadero, llamado Himbad. Llevaba un fardo muy voluminoso y pesado y el calor de la tarde estival contribuía a hacer que la carga pareciese más molesta. Llevaba ya recorrido buena parte del trayecto que debía seguir y todavía le faltaba mucho para llegar a su destino. Bagdad es grande y no es fácil atravesarla de un extremo a otro en un día caluroso y cargado con un peso excesivo. Tan fatigado estaba que se dispuso a descansar en el primer lugar que encontrara ocasión para ello. Y ésta se presentó al llegar a cierta plazuela sombreada por unos árboles frondosos. El suave vientecillo que soplaba parecía invitar al reposo y, además, el suelo había sido regado hacía poco rato con agua perfumada. Parecía un lugar colocado de propósito por Alah para reposo del transeúnte fatigado. Nuestro buen recadero se apresuró a dejar el fardo en el suelo y buscar con la vista un lugar en que sentarse a 9 Simbad el Marino reposar. Lo encontró en un banco de piedra que estaba adosado a los muros de una gran casa muy bien enjabelgada y con aspecto señorial. No hacía mucho rato que estaba allí, cuando llegó hasta él un suave y grato olorcillo a pollo asado y otros manjares apetitosos. Hasta allí se percibía el ruido de conversaciones alegres y, al poco rato, incluso se oyeron las melodiosas notas de un concierto musical, muy bien interpretado. Todo esto y el gorjeo de los muchos ruiseñores que poblaban los árboles de la plaza y el sonido pausado y sonoro de los surtidores, hizo pensar al buen Himbad que en aquella casa debía vivir algún príncipe, o magnate, de la ciudad y que en aquellos momentos se estaba celebrando un banquete. Cada vez más ansioso e intrigado empezó a observar a los criados que cruzaban por el patio de entrada. Por fin, no pudiendo resistir la curiosidad, se acercó a uno, ricamente vestido, y le preguntó: —¿Podrías decirme, amigo mío, de quién es esta morada y qué fiesta se celebra en ella? —¿Sois forastero? —preguntó el criado. —No, por cierto, que hace años que vivo en Bagdad. —¿Es posible que viviendo en Bagdad, no sepáis que esta casa pertenece a mi señor, Simbad, llamado por sobrenombre El Marino, por los muchos viajes que ha hecho embarcado por todas las aguas que alumbra la luz del sol? —Es la primera vez que oigo el nombre de vuestro señor, que Alah guarde. Y en verdad que preferiría no haber llegado a oírlo nunca. —¿Por qué razón os disgusta conocerlo? 10 Simbad el Marino —Perdonad, amigo mío. Pero no puedo menos de considerar cuán injusta es la suerte de los mortales. Yo, con mil sudores y fatigas, sólo consigo llevar a mi casa un triste mendrugo de pan de cebada, con el cual ha de alimentarse toda mi familia. En cambio el señor Simbad gasta, sin tino ni medida, cuantiosas riquezas en un banquete y lleva una vida de delicia en delicia. —No sabéis lo que decís, buen hombre... —¿No he de saberlo, mísero de mí? ¿Acaso no es cierto lo que digo? Mas yo quisiera conocer las causas de estas injusticias de la fortuna y saber por qué Alah, el todopoderoso cuyo nombre sea alabado, reparte tan desigualmente sus dones entre los mortales. Tanto se había exaltado el pobre Himbad al decir estas palabras que su voz sonaba acusadora en el grato silencio que ahora envolvía la casa y la plazuela sombreada. Dejándose llevar por la ira y la desesperación, daba fuertes golpes en el suelo, con las plantas de los pies; se mesaba los cabellos y hacía todos los extremos que puede hacer un desventurado cuando se entrega a los excesos de la desesperación. El criado se retiró discretamente, pero no había pasado mucho rato cuando volvió a salir de las habitaciones interiores de la casa. Se acercó al pobre recadero, le asió por un brazo y le dijo cordialmente: —Venid. Señor, Simbad el Marino, desea hablar con vos. El pobre hombre se quedó sobrecogido. Temió que sus imprudentes palabras hubieran podido molestar a tan principal señor y arrepentido por haberse dejado llevar de un momento de amargura, trató de desasirse de la mano del criado. 11 Simbad el Marino —¡Oh, perdonad! Debéis excusarme ante el señor Simbad y pedirle que olvide mis palabras, hijas de un momento de fatiga y malhumor... —No temáis —dijo el criado, sin soltarle el brazo—. Mi señor es bondadoso en extremo y no se ha enojado con vos. A pesar de estas seguridades el pobre Himbad se sentía confuso y avergonzado, cuando se vio delante del dueño de la casa. Era éste de alguna edad, pero arrogante y agraciado. Una hermosa barba blanca daba a su aspecto un aire simpático y venerable. Detrás de su asiento estaban varios criados, muy solícitos en servirle y agasajarle. No hacía falta preguntar quién era el dueño de la casa, pues las miradas parecían atraídas por aquella singular personalidad, a pesar de que en el salón había otras muchas personas. 12 Capítulo 2 T al era el famoso navegante Simbad, el Marino, cuyas hazañas corrían de boca en boca por todo Bagdad. El pobre Himbad estaba turbado y avergonzado y no sabía dónde mirar. —Acercaos sin temor —le dijo afablemente Simbad—, y tomad asiento junto a mí. —Poderoso señor a quien el Profeta colme de bendiciones. Perdonad mi osadía, más no sé si debo... —No temáis —repitió el dueño de la casa—, y ya que habéis llegado a tan buena sazón, tomad algunos alimentos y este vaso de vino. Sin saber exactamente lo que hacía, el recadero se sentó y empezó a comer. Todos los asistentes al banquete tenían buen apetito, lo cual no era obstáculo para que allí reinara la más exquisita cortesía y las maneras más delicadas. Sonaba la música dulcemente y el viento era fresco y agradable. En aquel ambiente de reposo y agradable conversación, los minutos pasaban sin dar lugar a que nadie se apercibiera. Pero los manjares empezaban a quedar sobre la mesa y las conversaciones eran cada vez más 13 Simbad el Marino escasas. Observando esto Simbad, el Marino, se dirigió a su inesperado huésped y le dijo: —Hermano, creo que ya habréis reparado vuestras fuerzas y reposado algún tanto de vuestra fatiga. Decidnos ahora, si os place, a qué os dedicáis y si tenéis mucha familia a vuestro cargo. —Señor —respondió el pobre recadero—, me llamo Himbad y me dedico al oficio de llevar bultos de un extremo a otro de la ciudad, e incluso fuera de ella si es necesario. Tengo mujer y varios hijos y gano apenas lo necesario para vivir. —Me alegro mucho de haberos conocido, Himbad, y estoy seguro de que a todos los presentes les ocurre otro tanto. Pero ahora desearía oíros repetir aquellas palabras, que pronunciasteis tan enojado en el patio. El pobre hombre bajó la cabeza sonrojadísimo y sin poder ocultar su turbación, repuso: —Señor, la fatiga y el hambre me habían puesto de malísimo humor y he dicho unas palabras indiscretas, que os ruego me perdonéis. —¡Oh, no temáis! No penséis, hermano, que voy a tomaros en cuenta lo que dijisteis en un momento de mal humor. Pero si os he hecho llamar, es porque creo que estáis equivocado. —Sin duda, señor, es así, pero... —Dejadme continuar. Comprendo vuestra situación y en vez de reconveniros por vuestras quejas, os compadezco por vuestra situación actual, pero deseo que os desengañéis respecto a mí y al origen de mis riquezas. Hubo una pausa que nadie interrumpió. Simbad prosiguió, diciendo: 14 Simbad el Marino —Sin duda creéis que adquirí todo este bienestar que me rodea sin trabajo alguno y sin esfuerzo por mi parte. Estáis muy equivocado. Yo no he llegado hasta el día de hoy, ni he conseguido la riqueza que me rodea, sin haber sufrido mucho y haber pasado tantísimos trabajos que dudo que otro mortal cualquiera pueda pasarlos iguales. —Y encarándose con todos sus invitados, exclamó—: Sí, señores míos. Puedo aseguraros que lo que he padecido en este mundo es extraordinario y que la mitad de todo ello habría bastado al más valeroso para no querer una riqueza lograda a costa de tantos trabajos y peligros. El mandadero miraba a Simbad con la boca abierta. No podía apartar la vista de aquel rostro enérgico y amable al mismo tiempo. Comprendiendo que estaba delante de un hombre extraordinario, se dispuso a no perder una sílaba de lo que dijera. Simbad continuó diciendo: —Muchas veces me habéis oído hablar confusamente de mis extraños viajes y de las muchas aventuras que he corrido a través de los mares. Creo que la ocasión es buena para que os haga una relación detallada de los peligros que corrí y del origen de mis riquezas. —Nos será muy grato escucharla de vuestros labios —dijeron los circunstantes. —Señor —exclamó el pobre Himbad muy apurado—. Ved que el día empieza a declinar y yo dejé mi trabajo por hacer. Tengo un fardo voluminoso ahí en la plaza y... —No os preocupéis por ello. Ahora mismo voy a dar las órdenes oportunas para que mis criados lo lleven al lugar que vos indiquéis. Pero deseo que ahora, oigáis mi relato y que lo escuchéis libre de preocupaciones, pues sois mi huésped. 15 Simbad el Marino Tras estas palabras, Simbad ordenó que llevaran el recado del pobre hombre al lugar de su destino y tranquilo éste con tan feliz arreglo se dispuso a escuchar. —Señores —dijo Simbad—, el total de mis viajes fueron siete, pero si hubieran sido más no creo que me hubieran ocurrido más aventuras, ni hubiera podido correr más peligros. Es casi imposible que un mortal cualquiera pueda verse en más trances peligrosos que yo me vi. Escuchadme todos y sed, vosotros mismos, los jueces de mi relato. *** Simbad empezó a hablar. No vamos nosotros a relataros las cosas tal como él las explicó, muy resumidas, ante sus invitados. Os vamos a explicar sus viajes y aventuras tal como se hallan en las viejas crónicas marineras de antiquísimos países, pues la historia de este gran navegante se halla presente en todas las leyendas marinas de los principios de las naciones, cuando el mundo era un gran misterio para los hombres. Gracias al esfuerzo de seres valerosos como este noble señor Simbad, empezaron a conocer lugares inaccesibles de la Tierra y sus relatos, que hoy nos parecen fantásticos e hijos de la imaginación más exaltada, no lo eran en realidad. Respondían a un desconocimiento del mundo, que el hombre no había tenido todavía, la ocasión de recorrer en toda su extensión como ocurre ahora. Y la historia empieza así: 16 El primer viaje 1 E ra Simbad el más joven de todos los mercaderes ricos de Bagdad. Alegre y generoso, disponiendo siempre de dinero abundante para organizar una fiesta, diligente para socorrer una necesidad y nada remiso en ayudar a todo aquel que lo necesitaba, el joven era muy querido por todos. Un defecto tenía y éste era que se pasaba el día sin trabajar y sólo se ocupaba en diversiones y cosas sin provecho. Llevaba una vida de gran señor y lo era. Pero para llevar esta vida durante mucho tiempo hace falta que la riqueza sea inagotable y eso no existe todavía sobre la Tierra, ni mortal alguno que pueda jactarse de poseerla. Simbad era rico, pues había heredado de su padre una gran fortuna. Fue uno de los principales negociantes de Bagdad, que hizo multiplicarse sus riquezas traficando con las caravanas que llegaban de la lejana China. Pero murió joven dejando a su hijo en posesión de riquezas, pero sin que hubiera alcanzado la edad necesaria para conocer el secreto que las hace duraderas. Simbad creía que todo aquello debía durar siempre. Como ocurre en estos casos, hubo quien se aprovechó de 17 Simbad el Marino la inexperiencia del joven y trabajó en provecho propio. La generosidad de Simbad salvó en muchas ocasiones a verdaderos necesitados, pero en sus continuos banquetes y fiestas estaba rodeado de esa corte de necios y desaprensivos, que se sitúan en seguida cuando aparece alguien que cree de buena fe en todas sus palabras de afecto y amistad. Pero Dios vela siempre por sus hijos y no dejó de poner junto al joven Simbad un buen amigo, que esperó el tiempo necesario pero supo ser oportuno al abrir los ojos del muchacho a la verdad. —Simbad —le dijo—, eres, sin duda, el joven más rico y apreciado de la ciudad. Tus riquezas son todavía considerables y tienes amigos y conocidos entre lo más selecto de la misma. —Así es, amigo mío, pero..., ¿por qué me decís esto? —Para que veas que sé reconocer la verdadera situación que hoy posees y que perderás, irremediablemente, si no pones remedio a la misma. —No os entiendo. —Hoy tienes amigos, bienestar y el aprecio de todos. ¿Has pensado si será lo mismo el día que no tengas un cequi? —No había reflexionado en esto, mi buen Zoreb —respondió Simbad pensativo— y debo deciros que no es un pensamiento digno de ser olvidado. —No lo es y te aconsejo que lo tengas muy presente. Pero también debo decirte otras cosas. ¿Has calculado si tus riquezas son las mismas que te dejó tu padre al morir? Creo que si te ocupas un poco de este asunto te llevarás alguna terrible sorpresa. 18 Simbad el Marino —Mi padre era muy rico... —Era, pero ya no lo es porque ya no pertenece al mundo de los vivos. Pero tú, que tienes mucha vida por delante, te estás quedando pobre con gran rapidez. —No es posible. Yo... —No discutamos. He venido a avisarte y a decirte que no eches en pozo sin fondo aquellas palabras del sabio rey Salomón que dicen: «Es menos duro estar en el sepulcro, que en la pobreza, después de haber gustado de la riqueza». Al oír estas palabras el joven Simbad bajó la cabeza. Recordaba haber oído muchas veces aquella frase en labios de su padre y no replicó a las observaciones de su buen amigo Zoreb. —Creo —añadió éste— que pondrás fin a una vida disipada que no debes continuar. Aunque eres joven, esta condición no tiene por qué estar reñida con la prudencia. Y después de estas sensatas palabras, Zoreb se marchó a su casa, seguro de haber hecho a su joven amigo un servicio inapreciable. *** Aquella noche, Simbad no pudo dormir. Preocupado por las palabras que había oído, se levantó muy de mañana y se dirigió a la habitación en que guardaba todos los documentos relativos a su negocio. Empezó a examinarlos y vio cuánta razón tenía Zoreb al advertirle el día antes. La gran fortuna que su padre le dejara, estaba reducida a una octava parte. 19 Simbad el Marino —No puede ser —dijo Simbad resueltamente—. Hay que hacer algo para solucionar esto, que pudo haber sido mi ruina completa y total. Llamó a su administrador y le dijo: —Todas las caravanas que vayan llegando con mercancías a mi nombre que vengan a liquidar, sin pérdida de tiempo, lo que tengan que cobrar. Tengo que reunir todo mi patrimonio y librarme de deudas. Y desde aquel punto y hora no se dio lugar al reposo en aquella casa. Simbad quería reunir el resto de la hacienda e iniciar una vida completamente nueva. 20 Capítulo 2 E sta labor le llevó varios meses, pero por fin pudo verla terminada. Zoreb venía a ayudarle en muchas ocasiones y eran de mucha utilidad los consejos de este buen amigo, para el joven Simbad. —¿Qué piensas hacer con el capital que te resta? —le preguntó un día. —Desearía embarcar para la India. Allí me sería fácil vender con ventaja las mercancías que pudiera llevar de aquí y traer, en cambio, especies y sedas finas para acá. —Bien pensado. Pero sería conveniente que te relacionases con gentes avezadas a la vida en el mar. No es tan sencillo hacer el comercio marítimo, tal como tú lo quieres practicar. Has de encontrar buen barco y capitán de confianza para que te lleve. —Tenéis razón, como siempre. Mañana mismo me ocuparé del asunto. Al día siguiente se dirigió al puerto de Basora y empezó a buscar nave adecuada para ir hasta la India. Pronto trabó conocimiento con otros mercaderes, a los que animaba 21 Simbad el Marino el mismo deseo que a él, y entre todos se preocuparon de buscar un barco y fletarlo por su cuenta. —De esta manera —decía un viejo mercader sirio—, sabemos a quién llevamos en la tripulación y el capitán es escogido por nosotros. —Con lo cual —añadió un árabe que regresaba de la Meca— nos libramos del peligro de ser robados en alta mar. Encantado Simbad de haber encontrado tan buena compañía, fue en busca de sus mercancías, se despidió de todos sus amigos y muy ilusionado se embarcó con rumbo a la India. *** El viaje se deslizaba feliz a través del golfo Pérsico. Simbad, por ser la primera vez que se embarcaba, padecía de la molesta enfermedad del mareo, cosa que le duró hasta que salieron al mar de Levante, en que ya se había acostumbrado a vivir a bordo. Una vez aliviado de tan molesto accidente, encontró muy agradable la vida del navegante. —Parece que os gusta la vida en el mar —le decía sonriendo el árabe peregrino—. ¿Es la primera vez que os embarcáis? —Ésta es la primera, en efecto, y ruego a Alah que no sea la última. —¿Por qué ha de serlo? Regresaréis a Bagdad con muchas ganancias y el recuerdo de vuestro viaje hará que emprendáis otros. La vida sobre las aguas del mar, embarcado en una nave cualquiera, tiene muchos encantos y se reincide pronto. 22 Simbad el Marino Después de varios días de buena travesía llegaron a las islas Warwac y empezaron a comerciar. Simbad pudo vender ventajosamente algunas de las mercancías que llevaba y comprar otras. —Indudablemente —le decía a su amigo Abdullah, el árabe peregrino— se puede ganar mucho con esta manera de comerciar. —Es buena cosa intercambiar mercancías. Siempre se gana en el cambio. Y además se conocen lugares nuevos y eso es siempre ventajoso. —Tenéis razón —respondió Simbad. Dos días llevaban de navegación desde que salieron de las Warwac cuando dejó de soplar el viento que hasta entonces tan propicio les fuera. El capitán no estaba preocupado porque no había señales de tormenta. Únicamente estaban detenidos, sin poder avanzar, ni retroceder. —Esto no durará mucho —afirmó el capitán—. Seguramente al alba volveremos a tener buen viento que nos empuje. Muy cerca de allí se veía un islote pequeño que, aunque no estaba señalado en las cartas de navegación, no parecía peligroso. —Podríamos acercarnos a él —propusieron varios mercaderes jóvenes—, y pasear un poco. Eso siempre nos distraería. —Como gustéis —dijo el capitán. Y puso una canoa a su disposición para que se acercaran al islote. Se llevaron víveres y vinos y se dispusieron a hacer una comida en aquel islote. Con algunas maderas secas que llevaron hicieron un buen fuego y se dispusieron a guisar la comida. Simbad 23 Simbad el Marino era el más animado y el que con mayor destreza lo arreglaba todo para preparar una buena merienda. Cuando más entretenidos estaban, la isla dio un furioso embate. Todos se quedaron asombrados y sin saber qué hacer. —¡Mirad! —dijo uno de los jóvenes mercaderes, señalando al barco—. Desde el bajel nos indican que embarquemos. —¿Qué habrán advertido de extraño en este islote? —exclamó otro. Un nuevo movimiento del islote los hizo precipitarse en busca de la canoa. Los más veloces subieron a ella precipitadamente, otros se lanzaron al agua y procuraron alcanzar el barco a nado. Pero Simbad, menos experto en lances del mar y sin el egoísmo que había movido a sus compañeros a huir sin preocuparse de la suerte de los demás, no se había precipitado en busca de la pequeña embarcación y quedó solo en el islote. No era un islote, desde luego, sino una colosal ballena que estaba a flor de agua y que se había revuelto al sentir sobre su piel la quemadura del fuego, que encendieran los jóvenes para asar su comida. Tratando de librarse de aquella molestia, el animal se sumergió y Simbad no supo qué partido tomar. Por fortuna había por allí una gruesa madera y a ella se asió el joven mercader, procurando llamar la atención del capitán del barco para que enviara la canoa a recogerlo. Con gran pena, por su parte, advirtió que no lo hacía así. Los que iban en la canoa subieron a bordo del bajel y los que nadaban llegaron también felizmente. Pero a él no 24 Simbad el Marino lo vieron, pues la corriente lo llevaba en dirección contraria, y para colmo de desdichas el viento empezó a soplar. Tratando de aproximarse al navío, pudo ver Simbad cómo desplegaban otra vez todas las velas, que el viento henchía a los pocos minutos. Impulsado por él, el barco se perdió de vista al poco rato. Simbad quedó abandonado en medio del océano Índico, agarrado a un tronco de árbol y sin saber qué hacer, ni a dónde dirigirse para encontrar salvación. *** El joven era fuerte y vigoroso. Todo el resto del día lo pasó tratando de mantenerse a flote y llegó la noche sin que pudiera hacer más que eso; disputar a las olas su presa y tratar de seguir viviendo agarrado al tronco de árbol, que con tanta ilusión bajara del navío para hacer la comida en lo que creían isla. Pero las corrientes marinas le iban empujando lentamente hacia un sitio determinado. Durante toda la noche luchó contra la fatiga y el sueño, mientras las olas lo llevaban de aquí para allá. Por fin, al clarear el nuevo día, una ola lo arrastró y lo depositó sobre las doradas arenas de una playa. El joven no se dio cuenta. Rendido por el esfuerzo realizado y sin saber exactamente la causa de no estar ya a merced de las olas, cayó sobre la arena y perdió el conocimiento. 25