Creo que Dios es amor Queridos diocesanos: En más de una ocasión el Papa Benedicto XVI ha invitado a plantear en el mundo “la cuestión de Dios”. Impresiona que sea el mismo Papa el que haga esta invitación. Eso supone que conoce bien el mundo que le rodea, que conoce la situación de la fe en el mundo. Y tengo, por otra parte, la impresión de que no sólo la conoce sino que sabe muy bien cómo hay que situarse ante ella: a grades males, grandes remedios. Ante la crisis de fe, con todas sus causas y todas sus manifestaciones y consecuencias, no ve el Santo Padre otra solución que una pastoral de la fe, de la confesión y de la transmisión de la fe. Y para ellos nos acaba de convocar, en el clima de la Nueva Evangelización, al Año de la fe. No ha invitado a un impulso espiritual y pastoral para una renovación del anuncio de Jesucristo que todos estamos llamado a hacer en los escenarios en los que se mueve la vida social, y en los que hoy la cuestión de Dios ha perdido arraigo, hasta diluirse en unos casos y, en otros, manifestarse en pobres expresiones y hasta en grandes contradicciones. No quiero, sin embargo, entrar en la crisis de Dios que se vive en nuestro tiempo; lo que sí quiero es acoger la invitación que el Santo Padre nos hace ante esta situación: pongamos “la cuestión de Dios” en nuestra vida y digamos alto, para nosotros y para los que nos rodean, y digámoslo también hacia lo Alto: “Creo en Dios”. Es posible que al sonido de nuestra “confesión de fe” nos encontremos, tanto al interior de nuestro corazón como por parte de quienes nos escuchen, con un eco que nos hace una pregunta, que hoy está demandado una respuesta clara y vital: “¿Qué quieres realmente decir cuando confiesas tu fe en Dios? Hoy más que nunca es necesario purificar la imagen de Dios que vivimos y proclamamos, porque no siempre es acertada, no siempre decimos y vivimos lo que Dios realmente es, lo que él deberíamos saber por sus propias manifestaciones, por las palabras de vida de su Hijo Jesucristo y por las referencias que hemos recogido en la Iglesia, en la educación cristiana que cada uno haya recibido. La respuesta que en principio nos venga a la mente, seguramente ha de ser teórica, reflejada en una definición que recoge ideas, que hace razonable, en la medida de lo posible, la imagen de Dios. Sería muy bueno que eso fuera así; pero, sin olvidar que cualquier definición de Dios ha de pasar por la vida de quienes la confesamos, porque la “cuestión de Dios” ha de pasar por nuestro corazón antes de ser formulada en ideas y dicha con la boca. A la respuesta de lo que quiero decir al confesar mi fe en Dios, le puedo añadir lo que llamamos atributos de Dios. Si me acerco al Catecismo le puedo llamar Padre, Creador, Señor, etc. Pero tendremos tiempo en otras cartas de entrar en esas manifestaciones de Dios para mí y para todos los seres humanos. De momento, os invito a que en la respuesta que ofrezcamos digamos sólo lo que es Dios en sí mismo, en su intimidad y en su manifestación esencial en mí vida. Porque Dios, en efecto, se autocomunica con nosotros, nos dice quien es Él. No obstante, yo no puedo saber nada sobre Dios, si no me abro a su verdad, si no entro en su intimidad, porque Dios prepara el corazón del hombre para que pueda entrar en relación con Él, para que pueda conocerle. Nuestra imagen de Dios depende de la experiencia de Dios que cada uno tenga. Una experiencia que tengo porque Él está en mí por una decisión suya que tiene una raíz y una razón: su amor. Por eso hoy, y para empezar, el credo que os propongo ir rezando conmigo comienza con una confesión de fe primaria: Creo en Dios que es amor. Creo en el Dios que experimento al sentirme amado incondicionalmente por Él, creo en ese Amor que afecta a lo más íntimo y personal de mi vida. Evidentemente esto solo es perceptible cuando se cree en Dios con el corazón de Cristo, cuando se ve a Dios con sus ojos de Hijo. Alguien muy cercano a él, el discípulo que se sintió profundamente amado por Jesús y, por eso, supo cómo era el amor del Padre, en el famoso “capítulo cuarto, versículo ocho, primera de Juan” lo manifiesta en toda su verdad, hondura y consecuencias: “Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor”. Seguiremos concretando nuestra fe en Dios; pero, de momento, quedémonos con esta definición esencial de Dios en sí y de Dios en mí: Creo en Dios, que es amor. Con el Dios amor nos irá bien y creceremos en el camino de la santidad. En realidad, cuando ahondamos en las vidas de los santos, para ellos Dios es siempre amor. Por razón de espacio no puedo citaros a muchos, pero os dejo esta preciosa perla de San Juan de la Cruz: “Porque de Dios no se alcanza nada si no es por amor”. Porque “el alma que ama tiene a Dios por prisionero, rendido a todo lo que ella quisiere”. Para San Juan de la Cruz, con Dios solamente es posible el trato de amor. Como no podía ser de otro modo, también el Catecismo de la Iglesia Católica (compendio y YUCAT), al invitarnos a confesar nuestra fe en Dios, nos propone responder a una pregunta que previamente tendríamos que haber asimilado en la experiencia cotidiana de nuestra relación con Él: ¿En qué modo Dios revela que Él es amor? “Dios se revela a Israel como Aquel que tiene un amor más fuerte que el de un padre o una madre por sus hijos o el de un esposo por su esposa. Dios en sí mismo «es amor» (1 Jn 4, 8.16), que se da completa y gratuitamente; que «tanto amó al mundo que dio a su Hijo único para que el mundo se salve por él» (Jn 3, 16-17). Al mandar a su Hijo y al Espíritu Santo, Dios revela que Él mismo es eterna comunicación de amor” (n.42). Cuando la iniciativa amorosa de Dios pasa por mi vida, yo puedo decir en mi oración y en mi confesión pública de la fe: Dios es amor. Con mi afecto y bendición. + Amadeo Rodríguez Magro Obispo de Plasencia