Homilía del 8 de mayo de 2011 Quisiera comenzar deseando a todas nuestras madres biológicas y todas nuestras madres espirituales un Feliz Día de la Madre. Estamos agradecidos por todo que ustedes han hecho y todo lo que ustedes son para nosotros. Y quiero dar las gracias a nuestro Dios, que tanto nos ama, por su bondad al revelarse a nosotros, por enseñarnos con palabra y ejemplo, por dar su vida para que vivamos, y por su presencia entre nosotros hoy en su gente, en su Palabra, y en el Sacramento de su Cuerpo y su Sangre. La Iglesia enseña que Dios se revela a toda gente en la medida a que ellos sean capaces de recibir su revelación. La Iglesia enseña también que la revelación de Dios a nosotros los cristianos católicos ha llegado gradualmente a través de los siglos, primero al pueblo judío y ahora a nosotros. Podemos ver aquella revelación progresiva incluso en las lecturas del Evangelio en los últimos dos domingos. En el Evangelio de la semana pasada escuchamos a Jesús decir al Tomás el apóstol que pusiera su dedo en los agujeros de los clavos y su mano en su costado y luego decir, «[Dichosos] los que creen sin haber visto». Así Jesús invoca una bendición sobre nosotros que creemos sin haber visto. Entonces el Evangelio continúa con estas palabras: «Otras muchas señales milagrosas hizo Jesús en presencia de sus discípulos, pero no están escritas en este libro. Se escribieron éstas para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengan vida en su nombre». En resumen, la historia de señales, tales como las que experimentó Tomás, se escribió para que nosotros creamos y creyendo, tengamos vida en el nombre de Jesús. En una manera similar, la lectura del Evangelio de hoy parece estar escrito para nosotros que no vemos y no podemos ver a Jesús como lo vio Tomás. Tengan en cuenta que Cleofás y el otro discípulo no reconocieron a la persona que caminaba y hablaba con ellos. Aunque esa persona no dijo, «Yo soy Jesús,» él les enseño acerca de Jesús en la Escrituras. A pesar de que no sabían quién era, le invitaron a pasar la noche con ellos. A pesar de que lo invitaron a ser su huésped, él los sirvió como anfitrión a la mesa y fue en ese momento que ellos reconocieron a Jesús en «el partir el pan,» la frase utilizada en los primeros años de la Iglesia por compartir la Eucaristía. Cuando regresaron a Jerusalén para decir a los discípulos que habían visto a Jesús, se les dijo que Simón también lo había visto. ¿Es posible que Jesús ha caminado y hablado con nosotros, reconfortándonos y explicándonos y enseñándonos acerca de sí mismo cuando pensamos que era otra persona? ¿Es posible que cuando nos abrimos a ciertas personas y los invitamos a entrar en nuestras vidas, nos abrimos a Jesús? Si esto es verdad, ustedes pueden decidir, pero es una verdad segura y cierta para nosotros, que Jesucristo está presente en «el partir el pan» en esta mesa, en este altar. También es una verdad segura y cierta de que Jesús no está apareciendo exclusivamente a nosotros sino que aparece también a todos en todos partes del mundo que acudan a su altar, a su mesa, en fe. Mi oración para nosotros es que, como Cleofás y el otro discípulo, nuestros corazones ardan con amor por el Cristo que se dio y que se da a sí mismo para nosotros y para toda la gente cuando nos ponemos en su presencia y le invitamos a nuestras vidas.