Cuadernillo 32

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32 – Historia de la Iglesia
Un emperador excomulgado es solamente
un pecador, indigno de guiar a los pueblos.
Ante la noticia de la excomunión de Enrique
IV, los sajones se sublevan. «¡Fuera, fuera!
¡La corona para otro príncipe!» Enrique
teme, pero no cede. No quiere cambiar su
conducta con el papado. El orgullo le ciega.
Cree que un emperador está por encima del
mismo Vicario de Cristo. Pronto se da cuenta de que se ha quedado solo y que todos le
han abandonado.
ENRIQUE IV EN CANOSA
Pero Gregorio VII no se encuentra en la
ciudad eterna. En Italia hay un estado preparado a luchar por él y por la Iglesia: el dominio de la condesa Matilde de Toscana. El
Papa ha celebrado la fiesta de Navidad
escoltado por esta valerosa y joven mujer y
por el abad de Cluny. Después se ha transferido a Canosa, en los Apeninos, donde puede estar al seguro de un probable asalto de
las huestes de Enrique.
Los grandes feudatarios de Sajonia Turingia, Baviera y otros príncipes se reúnen en
Tribur para juzgar al emperador. Y precisamente es el abad de Cluny quien les pide
reflexión: «¡Recordad! El mismo Santo
Padre lo quiere: aunque excomulgado, debéis tratar con misericordia al emperador
Enrique IV. Además, si llegara a arrepentirse sinceramente y a reparar todo el mal que
ha hecho, será de nuevo vuestro digno jefe».
El emperador, finalmente, llega a esta roca
de Canosa. Allí se alza un majestuoso castillo, protegido por una doble muralla. Pide
un encuentro con el Papa... Durante tres días
y tres noches —del 25 al 27 de enero de
1077— espera con los pies descalzos en la
nieve, cubierto con el saco de los penitentes.
El hielo traspasa sus carnes, el gélido viento
azota su rostro, pero no cede. Quiere demostrar que se merece el perdón. Desde las
torres le observan mercaderes y nobles,
labradores y guerreros.
¿Se da cuenta Enrique IV del abismo en que
ha caído? Lo que ve es que su corona corre
un grave peligro. Pese a la rigidez del invierno, que cubre de nieve y hielo toda
Europa, atraviesa los Alpes y se dirige a
Italia. Desea llegar a Roma y entrevistarse
con el Papa, porque ha prometido a los
príncipes reunidos en Tribur que pedirá
perdón de sus faltas al pontífice. ¿Es sin
cero? Nadie sabría decirlo con seguridad. Es
más: hay quien lo duda sinceramente y cree
que Enrique atacará al Papa con sus ejércitos.
Finalmente Gregorio VII recibe al joven
soberano. Los ojos de Enrique están llenos
de lágrimas y la misma Matilde cree en su
conversión. Gregorio VII absuelve al emperador de su excomunión. Enrique ha jurado
primero respetar las decisiones que se tomen en una dieta que se efectuará lo más
pronto posible en la ciudad de Augsburgo.
Es un día de triunfo para el papado, pero no
se ha llegado todavía al final de las «luchas
contra las investiduras». Se ha cerrado únicamente el primer capítulo.
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LA VENGANZA DE ENRIQUE IV
Pero el arrepentimiento de Enrique IV ha
sido sólo aparente. ¡El emperador ha mentido! Rechaza la dieta de Augsburgo y combate duramente a los príncipes alemanes,
que se rebelan y eligen otro emperador:
Rodolfo de Suavia. El imperio se convierte
en un campo de batalla. La guerra civil
siembra por todas partes muerte y desolación. El corazón del Papa sangra, pero de
nada valen sus intentos para calmar los
ánimos.
Roma está asediada. Las tropas del Papa
resisten desde hace tres meses los continuos
ataques. «Tengo que alejarles de las murallas —piensa Enrique—. Si lograra incendiar la basílica de san Pedro, abandonarían
las murallas para apagar las llamas». La
diabólica idea del emperador se hace realidad. Algunos soldados imperiales consiguen
superar las murallas e incendian la basílica.
¡Roma está en peligro de convertirse en un
inmenso brasero!
El 7 de marzo del año 1080 el pontífice
excomulga nuevamente al embustero Enrique. El emperador se da cuenta que sería
inútil volver a repetir la comedia y. por
tanto, obra abiertamente: declara otra vez
que Gregorio VII no es pontífice y que en la
sede de san Pedro se sentará una persona de
su agrado: Gilberto de Rávena. Un antipapa,
naturalmente. «Asediaré la ciudad eterna»,
grita Enrique.
Los soldados del Papa están a punto de
abandonar las murallas para lanzarse a
combatir el fuego. Pero Gregorio VII les
detiene. «¡Permaneced en vuestros puestos!
Si abandonáis las murallas Enrique tendrá
camino libre». Y el Papa en persona, como
cuenta la tradición, apaga el incendio. Por
aquel día Roma consigue salvarse. ¿Hasta
cuándo? El emperador renuncia sólo momentáneamente a lanzar el gran ataque.
¿Quién podrá detenerlo? La condesa Matilde trata de impedir a Enrique su entrada en
Roma. Sus ejércitos bloquean los pasos de
los Apeninos. Pero Enrique devasta, incendia, saquea. Sigue avanzando impertérrito
por la península acompañado del antipapa y
algunos nobles de su misma ralea. Poco
después los ejércitos de Enrique llegan a las
puertas de Roma.
3 de junio del año 1083: Roma lleva asediada nada menos que siete meses. La población está hambrienta. Las tropas exhaustas.
Tan exhaustas que los centinelas de la ciudad se han quedado dormidos. Enrique se
aprovecha de esta situación: sus tropas entran en Roma y se introducen en la basílica
Vaticana... ¡Quieren apoderarse del Papa!
Pero Gregorio VII se ha refugiado en el
castillo de Sant' Angelo. Prácticamente es
un prisionero más.
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