La conquista de la señorita

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Leopoldo Lugones
La conquista de la señorita
De Los cuentos de Leopoldo Lugones, Ediciones Díada, Buenos Aires, 2011. Publicado
originalmente en Caras y Caretas, 30 de noviembre de 1907.
Melchor era un pastorcito huérfano de padre y madre, que contaba catorce años;
pero desmirriado por azarosa infancia, nadie le habría dado más de once. Resultaba, eso sí, bien macizo para esta edad, tenía aún mofletes colorados y colita en
la nuca; dos ojazos de liebre, a la vez azorados y melancólicos, prestábanle una
extraña simpatía; y en su boca matinalmente fresca, las comisuras arqueadas
hacia arriba determinaban esa picaresca ingenuidad que ilumina la sonrisa de
las doncellas.
Aunque muy quemado por el sol, era más bien dorado que moreno; un dorado de
pan que armonizaba asaz delicadamente con sus cabellos castaños.
Vestido con las sobras de muchachos mayores que él, podía parecer gracioso,
pero no ridículo. Su mismo sombrero enorme y agujereado, asemejábase a un
silvanillo campestre.
Pues aquel chicuelo, que apenas disfrutaba de una pequeña superioridad sobre
los perros de la estancia; aquel gorgojo bastardo, aquel salvajucho todavía nene,
habíase atrevido —es increíble la audacia de estos pequeños paisanos— a poner
los ojos en la señorita Etelvina, la hija mayor de los dueños de la finca.
Melchor estaba enamorado, pero ocultaba temerosamente su pasión. No sólo porque la señorita era su patrona, lo cual cavaba entre ambos un abismo insalvable,
sino porque contaba los más rubios y soberbios veinticuatro años.
Habíase prendado, sin querer ni advertirlo, de aquella muchacha tan elegante
con sus trajes siempre blancos, tan olorosa y tan bien calzada; sorprendiendo, a
favor de su apariencia infantil que le hacía ciertamente desdeñable, pequeños
torturadores secretos de la linda pierna, de la fina garganta.
Sin ser romántica, Etelvina experimentaba la poesía del bosque; y como era intrépida, allá se iba por los sitios más agrestes, por los riscos más musgosos, destacando fugazmente, sobre setos y masiegas, su gorra de sol que aleteaba loca de
libertad al viento cálido y derramaba, como una cesta invertida, entre las rosas
juveniles del rostro virginal, los estambres de oro de las mechas mezclados a las
bridas de faya rosa.1
Claro es que se había encontrado con Melchor, porque éste hallaba siempre modo
de andar por las inmediaciones; así su timidez le obligaba a mantenerse comúnmente oculto, con el tormento de no ser visto, pero también con el sobresalto
dulcísimo de ser descubierto.
No sucedía esto último con frecuencia, provocando en el chico, cuando ella se
alejaba ya irremediablemente, hondas recriminaciones a la estupidez que le invadía, entre llantos y tarascones de rabia a la hierba, hasta ensangrentarse la
boca presa de la mayor desesperación; pero cuando el encuentro se efectuaba,
Melchor tenía —esto era invariable— algún guijarro o insectillo curioso, alguna
flor extraña para la señorita.
Había llegado ésta a cobrarle mucho afecto, causándole infinita gracia sus tonterías de enamorado que tomaba por rudezas campestres; pero lo cierto es que el
verano terminaba, y que Melchor se sentía literalmente morir de pena y de pasión.
Etelvina prolongaba sus paseos. Voluntariosa y libre, entre la perpetua pasividad
de una madre paralítica, y el desamor de un padre calavera que aprovechaba las
vacaciones para archivarlas literalmente en la estancia, distraía con aquellas excursiones a la amigable soledad, los indecisos anhelos de su juventud en plena
flor.
La ambigua soledad creada por el abandono paterno en esa desgracia que más
bien entristecía la fortuna, excluyó a la joven de fiestas y ocasiones donde hubiese podido encontrar otro cariño. Hermosa y rica, bien comprendía lo injusto de su
destino, sin resignarse a él, no obstante, en el silencio de su dignidad; y la madre
paralítica, recordaba aún con estupefacción penosa una respuesta suya, cierta
vez que la mucama salió fugándose con el cochero:
—Y bueno, mamá, ¡qué tanto lamentarse! ¡Han hecho bien, por último, si se querían!
Llegó la última semana.
Una tarde, Etelvina descansaba al pie de arbolados peñones, resguardándose del
sol, picante todavía. Claro es que Melchor, roído de mortal tristeza, estaba oculto
allá cerca, contemplándola.
1
Las medias van adornadas con hilos dorados que suelen formar guardas y figuras, y entrecruzadas por tiras
de tela gruesa de seda —que forma canutillo— que forman rombos a lo largo de las piernas.
De pronto las ramas moviéronse muy cerca de la joven, y un arrogante toro que
ciertamente no la veía, alzó el teztuz formidable, recogiendo al azar del viento,
alguna emanación de lejanas terneras.
Pocos momentos después, su mugido agudo y largo se encumbró las montañas.
Sus pezuñas rascaron el suelo haciendo volar el polvo y la hierba.
Etelvina se consideró perdida; y aunque había resuelto permanecer inmóvil, el
apasionado bruto llegó a ponerse tan cerca de su matorral, que no pudo contener
un grito.
Y con el grito estuvo Melchor ante ella, una rama en la mano, radiante de
heroísmo. Fácil heroísmo, después de todo, pues bien sabía él que se trataba de
un manso animal.
El momento, sin embargo, fue dramático. Ante el muchacho con su rama levantada, el toro habíase erguido en su inmovilidad de altanero bronce. Pero la rama
cayó valerosamente sobre sus cuernos; oyóse un crujido, un despatarramiento, y
el monstruo —decía la anonadada joven— desapareció cuesta abajo.
Entonces Melchor, en un deslumbramiento, sintió que Etelvina rompía a llorar en
sus brazos.
—Melchor, pobrecito, Melchorito, Chorito...
El no supo nada que hacer, aturdido, se echó a llorar también.
—Chorito, pobrecito, ¿qué puedo darte por tu valor?...
¡Ah! él podía estar llorando allá sobre la mejilla ardorosa y ¡cuán suave! de la señorita, pero no había perdido la malicia de su rusticidad; así es que sollozando
más fuerte:
—Déme un beso... de despedida... niña Etelvina... un beso...
Posó en los de él sus labios con la despreocupación de quien besa a una criatura,
y el moreno silvanillo púsose a cosechar ávidamente allí.
Mas, de repente, una angustia tiernísima hinchó el corazón de la joven; una desconocida dulzura se derramó en su seno, como inflamada miel, de los labios pastoriles.
¿Era aquello, acaso, el amor, la conquistadora dicha de la tierra, que nunca habían sabido hacerle concebir con su cháchara los frágiles tontuelos de salón?
Y grave, en la plenitud de armonía que formaba con su ser la soledad campestre,
la montaña fresca, la tarde enamorada, dió su alma de señorita rubia, humilde ya
como una espiga de los campos, en un beso de mujer al pequeño paisano.
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